La imagen más inesperada de la última proeza de Rafa Nadal en el pasado Open de Australia no tuvo lugar sobre la pista. Ocurrió en el gimnasio contiguo. Allí, después de haber jugado más de cinco horas sin descanso, el tenista se armó de disciplina, se subió a una bicicleta estática y siguió haciendo deporte con el partido recién concluido. A diferencia de otras veces, la televisión se coló en el recinto y siguió emitiendo, mostrando así una escena que se hizo famosa porque revelaba algo que es fácil intuir, pero que pocas veces se enseña en público: los grandes sacrificios que implica ser un deportista de élite.
El pasado domingo, Gervasio Deferr reveló la cara más oscura de las medallas y habló de cómo la presión que ejerce el deporte de alta competición lo destruyó. El exgimnasta confesó en Lo de Évole haber atravesado una espiral de drogas, alcohol y culpa de la que no podía salir.
La imposición de ser siempre el primero con un cóctel de adicciones y problemas de salud mental. Nadie lo habría dicho entonces, pero el oro que conquistó en Atenas en el 2004 lo alcanzó después de una noche de borrachera que dejó su memoria en blanco. Cuatro años más tarde se quedó un metal por debajo. Logró la plata en Pekín y tiró la toalla para siempre, porque solo ganar tenía sentido para él. Ahí se quedó sin objetivo, sin nada que hacer. Y muchas sustancias llenaron ese vacío.
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