Celebrar la brutalidad
Opinión
21 Jan 2025. Actualizado a las 05:00 h.
El mundo se llena de patriotas dispuestos a hacer grandes de nuevo a sus respectivas naciones. De todos los puntos cardinales surgen líderes envueltos en sus banderas, rememorando glorias perdidas por culpa de los enemigos internos y externos. Una evocación premoderna, la mixtificación del pasado y la cultura del agravio para buscar a los causantes de la supuesta decadencia, completan la fórmula exitosa. A juzgar por sus palabras, sin embargo, la idea de grandeza es una reedición de materiales viejos. El esplendor que reclaman nada tiene que ver con la magnanimidad, la generosidad, la promoción del desarrollo conjunto, la resolución pacífica de las controversias, la justicia social que niegan de raíz, la acogida o el intercambio cultural. Se sostiene, al contrario, sobre la amenaza permanente, la concepción de la vida como una batalla frente a los otros y del darwinismo social más primario, en suma. Reaparecen y se robustecen ideas de uniformidad, de vinculación de la religiosidad y la identidad nacional, de encarnación de la voluntad del pueblo en un solo líder. También resurge la teoría del espacio vital de las naciones poderosas, pues no otra cosa es la reivindicación de la zona del Canal, Canadá y Groenlandia por Trump, que no podemos tomarnos a broma porque es pareja a la política que ejerce sobre sus vecinos Putin, a quien no frenamos a tiempo y permitimos sus desmanes durante años. Renace la justificación de las deportaciones masivas (habrá que ver si en trenes de ganado), esgrimidas abiertamente como eslogan electoral o de manera un poco más disimulada bajo el programa de la reemigración. Resucita una retórica de preeminencia de un grupo nacional sobre el resto, de legitimación de la violencia institucionalizada y de santificación de la agresión militar como necesidad. El mundo no soportará tanta gloria y mientras Musk no consiga su sueño de colonizar Marte (probablemente para gobernarlo al estilo de Cohaagen en Desafío Total) no habrá espacio terrenal para tanta grandeza superpuesta.
El éxito electoral del nacional-populismo es un viento de cola imparable para estas ideas. Quién no se entrega de lleno a ellas lo hace a tiempo parcial, incluyendo los responsables de las fuerzas políticas tradicionales, en las que el personalismo y la retórica demagógica también prende, para no perder comba, aunque los resultados cada vez les favorezcan menos. La confusión generada entre el público es notable, pues ha terminado por extenderse un patrón común, al que ha contribuido la política otrora mainstream de todo signo, ahora arrinconada. De los excesos de la agenda de control salubrista de la pandemia surgió un desprecio por las libertades fundamentales y el ensalzamiento autoritario. De las guerras securitarias, difusas y eternas contra el terror, contra la emigración o contra el crimen nace la sensación de perentoriedad y de vivir cada momento al borde del colapso, tan querida para los disruptores. De la falta de respuestas diplomáticas a los conflictos que inflaman el mundo y la mentalidad de guerra (la que, por ejemplo, invocaba hace unos días el nuevo Secretario General de la maltrecha OTAN, Mark Rutte), brota la legitimación del uso de la fuerza como única forma real de abordar las disputas. De la indiferencia ante el genocidio de la población civil en Gaza reverdece la consideración de comunidades enteras como culpables de su condición, subhumanas y prescindibles. Del oportunismo y propensión al abuso de poder como táctica para la supervivencia política asoma el culto a la personalidad y el apogeo de dirigentes que presentan su ánimo dictatorial como prueba de su admirada fortaleza y determinación.
Ahora pasamos a una fase superior en la intensidad y efectos de esta política, y mucho tiene que ver, naturalmente, con la recuperación del poder ejecutivo por el Presidente Trump, que se materializa hoy mismo y todo lo que este evento significa. Con el sistema de controles y contrapesos averiado, la sensación de impunidad acrecentada y la potencia añadida de su alianza con los magnates tecnofeudales (como Varoufakis les ha definido certeramente), todo es posible y ninguna de sus bravuconadas e imprudencias debe ser minusvalorada. Como sucede en todos los procesos de deterioro democrático, nadie cree que la siguiente barrera se superará ni que las medidas que cercenan los derechos más básicos le afectarán, pero al final no hay límite infranqueable. La impredecibilidad de los nacional-populistas en el gobierno y la utilización del caos como modus operandi es idóneo para este tiempo, y siempre encuentra quien continúe justificando sus disparates como genialidades. En Europa, principal víctima de la política de Trump (pues su animadversión a la Unión Europea y a la relación trasatlántica es evidente), todavía hay algunos incautos que creen que nos irá mejor en este desorden. Mientras los mercados a los que exportamos se cierren, el sometimiento a la intimidación militar ajena crezca, el resurgimiento del nacionalismo más primitivo arraigue hasta socavar la Unión (¿cuánto tardaría en reaparecer la enemistad franco-alemana con Wiedel en la cancillería y Le Pen en El Elíseo?), la carrera armamentística en el Magreb se dispare y el Sahel se reparta entre la criminalidad organizada y los aliados dictatoriales de Rusia, es difícil imaginar qué resultado positivo tiene para Europa un escenario hostil que nos deja en la completa vulnerabilidad y que rima con el de los años 30 (y sin Roosevelt en la Casa Blanca, precisamente).
La simplificación de las experiencias totalitarias del pasado, que se nos han presentado como resultado de unos pocos hombres perversos y no como fenómenos sociales colectivos, es en parte responsable de este desenlace. No hemos aprendido que el proceso de degradación es más complejo que la mera toma del poder por gobernantes autoritarios. Se trata de desmontar las instituciones democráticas, implantar una cultura opresiva de la estratificación y de la pleitesía, destruir la legalidad internacional y sus organizaciones, laminar el Estado de Derecho y equiparar la acción del poder público con la de un grupo criminal. Tanto en el ámbito interno contra la disidencia como en la proyección exterior, y eso es lo que se hace cuando el proceder mafioso en las relaciones internacionales impera, y la agresión o los crímenes de guerra y contra la humanidad traen réditos. Parece que necesitamos botas militares resonando y el paso de la oca sobre los adoquines para reconocer el riesgo de la dictadura, pero ya no es necesaria esa parafernalia, aunque tampoco renuncien a ella si llega el caso. Tampoco tenemos un Stefan Zweig o un Ernst Toller entregados a la desesperación autolítica para despertarnos, así que seguimos rehuyendo el problema. Sustituyamos el Deutschland über alles por el America first y comprendamos de una vez por todas la naturaleza de la situación a la que nos enfrentamos.
La novedad de este tiempo es que, además, ni siquiera vemos con preocupación lo que sucede. Lo hacemos desde la distracción con las excentricidades de esta dirigencia, que aporta espectáculo y estridencia y que sólo por su irrupción ya merece nuestro voto, de cuyo resultado nunca nos consideramos responsables. Contemplemos los interiores de Mar-a-Lago como el nuevo paradigma estético kitsch o aplaudamos la conversión de Bedford Falls en Pottersville a escala global. Pateemos impunemente en las redes sociales a quien nos desagrade o disfrutemos con el infotainment incendiario de los agitadores otorgándoles mayor credibilidad que a Lyse Doucet o a Hala Gorani. Rechacemos el estudio y el cultivo intelectual que consideramos elitistas, entregándonos a la multimillonarios que hablan nuestro lenguaje. Celebremos la brutalidad que hace unos años repudiaríamos y aplaudamos la elección de delincuentes y charlatanes, pensando que aumentar su poder sin tasa valdrá la pena. Permitamos que sus zarpazos y su onda expansiva lleguen a todos los intersticios, ya que la violencia y el dolor es parte de vida, siempre que les toque a los demás, claro. Ya se sabe que nunca seremos peregrinos a la tierra prometida en la Selva del Darién, ni errantes en el desierto de Libia camino del Dorado; tampoco mucamas filipinas en Doha con el pasaporte confiscado, ni pinches sin papeles en la cocina de un restaurante de Times Square ni subarrendatarios de una cuenta de reparto a domicilio en los suburbios de París; y menos aún saharauis sujetos al apartheid colonial del ocupante en El Aaiún, palestinos entre las ruinas de Jabalia, sudaneses negros masacrados en Darfur, niños ucranianos exfiltrados hacia la madre patria Rusa o trabajadores uigures reeducados en la industria textil china. En el fondo, todos tienen lo que se merecen por no hacer bien sus deberes, por ser unos losers, como tanto les gusta decir a los norteamericanos. Aunque lo digan mientras hacen scroll, en un parterre pelado de las afueras de Tucson, desde una caravana alquilada que llaman hogar.