Quemar el contrato social (I): 2025
Opinión
14 Jan 2025. Actualizado a las 05:00 h.
Son muchos los pensadores que, a lo largo de los últimos 2500 años, han buscado la manera de lograr una convivencia digna y justa en sociedades cada vez más pobladas y complejas. Empezando por Protágoras de Abdera (s.V a.C.), quien consideraba necesario acordar unas normas, basadas en el sentido moral y de justicia, que protegieran a los débiles de los abusos de los poderosos.
Superado el Renacimiento, ya en la Edad de la Razón (s.XVII), John Locke dijo que «siempre que cierta cantidad de hombres se unen en una sociedad, renunciando cada uno de ellos al poder ejecutivo que les otorga la ley natural en favor de la comunidad, allí y sólo allí habrá una sociedad política o civil», y Thomas Hobbes, en su estudio de la conducta humana para justificar teóricamente una institución que regulara la convivencia, que «durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los obligue a todos al respeto, están en esa condición que se llama guerra, y una guerra como de todo hombre contra todo hombre».
O Jean-Jacques Rousseau (s.XVIII), por supuesto, que en su obra «Del contrato social: o los principios del derecho político», explica la necesidad de un Estado de Derecho que garantice no solo la libertad, sino la igualdad, porque no hay una sin la otra. Por tanto, que todas las personas sean libres sin que puedan abusar unas de otras: «la fuerza no constituye derecho; únicamente se está obligado a obedecer a los poderes legítimos» que deben ser constituidos por la »voluntad general», es decir, por acuerdo social.
Veinticinco siglos después de Protágoras podemos afirmar, dada la inercia de acontecimientos políticos a nivel global en los últimos años, que hemos entrado de lleno en la Edad de la Sinrazón. Un tiempo de involución y decadencia definido por el sabotaje de la convivencia humana y la devastación del medio que la sustenta. La concentración de riqueza y, por lo tanto, de poder, ha logrado subyugar la capacidad de decidir mediante una democracia genuina la mejor manera de convivir y compartir libertad, justicia e igualdad. Prevalece el lucro indiscriminado, es decir, aquel que no tiene en cuenta sus efectos sobre terceros, incluyendo el propio planeta. El contrato social y la sostenibilidad ambiental no son rentables en esta plutocracia rampante.
Así, dirigen el destino global un riquísimo delincuente aspirante a emperador, un ultrarrico aspirante a tecno-monarca, genocidas varios, totalitarios de todos los colores, enajenados todos de la realidad que nos afecta. Gobiernos autoritarios, iliberales, que ansían llevarnos de vuelta al Antiguo Régimen, para ignorar los Derechos Humanos, los derechos sociales y el Derecho Internacional, e invadir territorios con impunidad. A una sociedad estamental donde esté permitido el abuso del más fuerte.
La instauración de estos gobiernos supone la derogación de facto de partes significativas de las constituciones liberales de muchos países. En el nuestro, sin ir más lejos, muchos de los gobernantes que se llaman a sí mismos «constitucionalistas» se ríen a diario de la Constitución, y de nosotros/as, cuando con sus iniciativas políticas socavan derechos relacionados con la sanidad, la educación, la vivienda, el trabajo, satisfaciendo así los intereses particulares de un reducido grupo de afines. ¿Cómo si no iban a poder disfrutar, por ejemplo, de viviendas valoradas en millones de euros?
¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo es posible que una parte de la sociedad se entregue a esta precarización traumática? Partiendo del supuesto de que la conducta humana es un fenómeno complejo, trataré de aportar, en los próximos capítulos de esta nueva serie de artículos, algunos factores explicativos, desde mi ámbito de estudio: la neurociencia y la psicología.
Empecemos, para abrir boca, con una frase de «El contrato social de Rousseau»: «la familia es el primer modelo de la sociedad política». La antropóloga norteamericana, Meredith Small, concluye en sus estudios etnopediátricos que todas las culturas tienen su niño ideal en base a unos valores dominantes, que van a determinar cómo las familias crían a sus hijos/as. En el caso de las sociedades que priorizan entre sus valores dominantes el individualismo y el éxito económico, entendido como «tener más que los demás», validando el lucro indiscriminado, dicho valor no solo influye directamente en la educación, los valores que se transmiten, sino indirectamente a través de las condiciones que se imponen a las personas para intentar alcanzar esa meta.
En los casos más acusados, quienes tienen más poder, a falta de control democrático real, consiguen imponer una agenda legislativa para favorecer sus intereses, como reconocía el propio creador de la «mano invisible», Adam Smith. Y ahora, además, ejercen a su antojo el control de las expectativas, a través de sus medios de comunicación y sus redes sociales. Esto constituye lo que el sociólogo y matemático noruego, Johan Galtung, llamó «violencia estructural»; la peor de las tres violencias de su triángulo de la violencia. Una situación en la que se obstaculiza el acceso a los recursos para una vida digna a determinados grupos sociales (clase, género, nacionalidad, etc.).
Estas condiciones de vida influyen en la calidad de la crianza. El ritmo de vida, de trabajo para poder subsistir y alcanzar dichas expectativas, lleva al abandono de esta tarea vital en manos de instituciones (incluyamos aquí las pantallas) que no se hacen cargo del cuidado psico-afectivo de la infancia en un momento crítico de su desarrollo. Recordemos que en España, según UNICEF, casi uno de cada tres niños/as no tiene acceso a los recursos necesarios para un adecuado desarrollo físico y mental: la pobreza infantil. Como expliqué en mi anterior artículo, una infancia con carencias así y/o vínculos afectivos pobres, incide en el desarrollo cognitivo de diversas formas. Entre ellas: déficit de control de impulsos y de empatía, conducta antisocial y violencia. Todo eso que hace que se desprecie el daño que sufren los demás; todo eso que retroalimenta las dinámicas de odio, polarización y deshumanización. ¿Feliz 2025?