La Voz de Asturias

La sima de la tortura

Opinión

Gonzalo Olmos
Una familia siria regresa a su país desde Turquía.

24 Dec 2024. Actualizado a las 05:00 h.

En febrero de 2017 Amnistía Internacional (AI) publicó el informe «Matadero humano: ahorcamientos masivos y exterminio en la prisión de Saydnaya, Siria». En el informe, AI denunciaba las evidencias de miles de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, sometimiento a los presos a condiciones extremas y uso sistemático de la tortura en la cárcel, situada a 30 kilómetros de Damasco y que se estima que ha llegado a tener hasta 20.000 reclusos agrupados simultáneamente en el mismo recinto. El informe denunciaba que la entidad de las atrocidades cometidas en Saydnaya alcanzaba la categoría de crímenes contra la humanidad y venía acompañado de testimonios de personas que habían conseguido sobrevivir a ese infierno (ver www.saydnaya.amnesty.org). En aquel entonces, enterradas las esperanzas libertadoras de la Primavera Árabe, el interés de la comunidad internacional ya era menor por la crisis perenne en Siria y las violaciones masivas de derechos humanos. Su atención estaba centrada en las dificultades causadas por el flujo de más de cinco millones de refugiados sirios (la mayoría a los países vecinos) y en la prioridad del combate frente al Estado Islámico. Hasta tal punto se fueron postergando las preocupaciones por los crímenes del tenebroso régimen de Bashar al-Assad que hace poco había comenzado su proceso de «reintegro» en la escena internacional, pues la Liga Árabe restituyó su membresía el 7 de mayo de 2023 y algunos dirigentes europeos planteaban que Siria ya era un país seguro al que devolver a los refugiados. Propuesta que ahora, por cierto, y de manera totalmente insensible, algunos quieren llevar a la práctica aunque el destino del país está aún en el aire. Por ejemplo, el dirigente alemán de la CDU, Jens Spahn, en desalentadora competición con AfD en la materia, ha propuesto que se fleten ya vuelos de regreso y se incentive económicamente el retorno.

La apertura de la prisión de Saydnaya, la liberación de sus prisioneros y los reportajes de la prensa internacional han permitido comenzar a corroborar cómo la maquinaria del horror estatal operaba y, una vez más, lo que un sistema opresivo y las personas bajo su mandato son capaces de hacer a otras personas. Ojalá se pueda reconstruir la información, recomponer los expedientes cuya documentación hemos visto desperdigada por los suelos, recabar los testimonios y elaborar el relato del horror, pues sólo así se podrá intentar conocer el destino de los miles de personas sometidas a la tortura o, en el peor de los casos, ejecutadas y desaparecidas. La Organización de las Naciones Unidas podrán ayudar en esa tarea, pues ya desde junio de 2023, por mandato de la Asamblea General, estableció la Institución Independiente sobre las Personas Desaparecidas en Siria. El mundo, al menos, parece no haber perdido la capacidad de estremecerse cuando se le muestra con imágenes y descripciones de los protagonistas hasta dónde es capaz de llegar la crueldad del poder.

La tortura y los tratos crueles, inhumanos o degradantes forman parte del elenco de barbaridades que se cometen para obtener información o una confesión, o para castigar a la víctima por un acto que haya cometido (o se sospeche que haya cometido), o simplemente para intimidar y coaccionar a esa persona y a su grupo de pertenencia. Representa el acto de brutalidad más radical, que desprovee de la dignidad humana y deja huellas indelebles en la persona que lo sufre. Es una conducta totalmente prohibida, sin excepciones, por la Convención contra la Tortura, aprobada en 1984, fruto de una larga reivindicación de las organizaciones de derechos humanos, que han ratificado 147 países y que es uno de los tratados internacionales con mayor adhesión global. Sin embargo, todavía es una práctica muy extendida y ante la que todavía asistimos a intentos (muchos exitosos) de justificación e institucionalización. En el centro de detención Urumqui, n.º 3, en la región de Xinjiang, China; en la cárcel negra de El Aaiún en el Sahara Occidental ocupado por Marruecos; en la base militar de Estados Unidos en Guantánamo; o en el campo de detención militar de Sde Teiman, Israel, se han practicado y se practican de manera sistemática la humillación, el maltrato, el estrés sensorial, el ahogamiento simulado, la presión psicológica constante, las posiciones físicas forzadas y dolorosas, la privación del sueño, la desnudez denigrante, el hacinamiento y la insalubridad buscada, entre otras prácticas extendidas. El contexto de la llamada Guerra contra el Terror propició una dinámica de desposesión de garantías a las personas bajo custodia. Y, a la par, alentó la retórica gubernamental de justificación de prácticas que son constitutivas de tortura y del trato cruel, inhumano o degradante que ha hecho fortuna en diversos países y por diversas causas, habitualmente bajo la divisa de la seguridad nacional, aplicándose frente a personas ante las que luego incluso no se han llegado a presentar cargos penales.

La tortura tiene a su vez el reverso inquietante de las personas que la cometen o que la amparan. Porque es el castigo que no sólo degrada a quien lo sufre sino también a quien lo ejecuta. Preguntarse quién es capaz de aplicar cotidianamente métodos que provocan un sufrimiento indecible, prácticamente como una rutina, y bajo qué sistema de autoridad y creencias se llega a ese nivel de vesania, es una de las incógnitas que rodea este siniestro aspecto de la condición humana. Por eso, es inevitable preguntarse si a esa persona le perseguirán sus demonios en alguna de las horas de la noche, si un ser querido de su entorno le preguntará por sus actos, si algún acontecimiento lo llevará al propio cuestionamiento de su envilecimiento o si su conciencia, en algún momento, redoblará buscando una salida. Aunque ya se sabe que, en frase de Benedetti, «un torturador no se redime suicidándose, pero algo es algo».


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