El caso del arroz con leche
Opinión
10 Jun 2024. Actualizado a las 05:00 h.
Los misterios de la taberna Kamogawa es una novela de Hisashi Kashiwai en la que Nagare Kamogawa y su hija Koishi regentan en Kioto un restaurante secreto donde los clientes les encargan recrear un plato tal y como lo cocinaba un ser querido ya desaparecido. Los dos cocineros detectives indagan en el pasado durante un par de semanas hasta dar con la receta y los ingredientes exactos del plato. No se trata de arqueología gastronómica en busca de recetas perdidas en el tiempo, son siempre platos corrientes en Japón, como un nabeyaki-udon, un estofado de ternera, un sushi de caballa o un tonkatsu. Tras las dos semanas de plazo, el cliente regresa a la taberna para encontrarse con su pasado en un plato sobre la mesa. Fascinado con el resultado, recibe además la explicación del proceso de investigación seguido para dar con las claves de la receta, que suelen ser también las de una parte de su propia vida.
La magdalena de Proust provoca una emoción involuntaria ante un sabor o un aroma inesperados que nos conecta directamente con un momento del pasado. En la taberna Kamogawa el recuerdo es el impulso consciente que reconstruye la magdalena, resucitándola intencionadamente para revivir la emoción de aquel instante. Podría decirse que en la taberna Kamogawa se hornean magdalenas de Proust por encargo.
Imagino que todos los lectores de Los misterios de la taberna Kamogawa nos hacemos la misma pregunta mientras leemos: ¿Qué plato nos gustaría volver a comer, preparado exactamente igual que lo hacía una persona o un restaurante ya desaparecidos? Como a los personajes de la novela, seguramente nos vendrán a la mente platos sencillos que en un tiempo comíamos con frecuencia sin darles mayor importancia. Lo pienso y me gustaría volver a comer el jamón asado de aquel bar de San Cristóbal donde iba con mis padres y mi hermana los domingos por la tarde; o aquel gyros de Galiana, con el tzatziki pasado de ajo, para reponer fuerzas ojeando el Mundo Deportivo al final de una noche fallida de farra; o el potaje de berros de Beni en la cumbre, en Cazadores; o la tortilla de patata de Felisa, en Bercero, con la ensalada y el porrón en el centro de la mesa.
Si digo que entre todas las posibilidades elegiría el arroz con leche de mi madre podría parecer una elección lógica en un asturiano, siendo el arroz con leche un plato muy típico y apreciado en Asturias. Pero mi madre era de Valladolid, y pese a que llegó a Avilés con sólo 16 años y una flor en la solapa del abrigo, su forma de prepararlo no tenía nada que ver con la de aquí. Ese arroz con leche que tendrían que recrear en la taberna Kamogawa es muy líquido, casi una sopa fría dulce, muy azucarado, con un arroz blando pero entero y suelto, un trozo de canela en rama, un pedazo de cáscara de limón asomando y un poco de canela en polvo espolvoreada por encima. Parece un caso fácil para tan capaces detectives, pero el demonio siempre está en los detalles.
Con el tiempo mi madre fue cambiando la forma de preparar el arroz con leche, haciéndolo cada vez menos líquido. Pero recuerdo y busco el que hacía cuando yo tenía 11 años. Entonces tomábamos la leche fresca que traía una lechera de Miranda en un carro tirado por una mula. Esa leche, gorda y cremosa, era el ingrediente de mayor calidad de la receta y el más determinante en el resultado final. La canela, el arroz y el azúcar los compraba, como casi todo, en el economato de Ensidesa, en Llaranes.
La cantidad de azúcar es un dato crítico para resolver el caso. Aquel arroz con leche era muy dulce, como me gustaba entonces, pero hoy el dulzor excesivo me resulta demasiado empalagoso. Si por casualidad apareciese la receta en alguna libreta y se limitasen a ejecutarla, puede que no reconociese el plato. Un nuevo laberinto para los detectives, obligados a determinar qué cantidad de azúcar admite hoy mi paladar como límite dulce, para lograr esa misma sensación extrema de entonces pero con menos cantidad de azúcar.
Hay un último detalle que debería contarle a Koishi. Mi madre solía hacer el arroz con leche unas horas antes de comer. Cuando lo había terminado y comenzaba a repartirlo desde la pota a los tazones individuales, descartaba la última porción, insuficiente para llenar un último tazón, y la metía en una taza de cristal. Esa porción de la taza de cristal, más pequeña y probablemente más líquida todavía que el resto, era siempre para mí. Y es precisamente esa la que busco. No es que comiese sólo esa pequeña ración, normalmente yo era quien más cantidad de tazones acababa comiendo, pero era obligatorio esperar a que se enfriasen y reservarlos para el postre. Con mi taza podía hacer lo que quisiera. La dejaba en la nevera un poco, pero pronto me podían las ganas y le metía la cuchara. Gracias a esas prisas, aquella taza contenía todas las temperaturas, desde el frío de la primera leche cubierta de canela, al interior todavía vivo y caliente, latiendo juntas en cada cucharada. Tráemelo todo otra vez, Nagare Kamogawa.