Calamares en su tinta
Opinión
13 Apr 2024. Actualizado a las 05:00 h.
En aquella época de pánico ante una forma novedosa de ira divina denominada covid, la aparición de la ansiada vacuna que nos defendería del bicho mejor que las mascarillas me sugirió pedir en el Centro de Salud que me pusieran dos al mismo tiempo. En un brazo me pincharían la que presumiblemente acabaría con el microbio asesino, y en el otro la que me protegería del veneno que nos inoculan los políticos (no todos, solo una minoría) con sus pequeñas tropelías. La enfermera se extrañó de semejante petición, y seguro que durante unos segundos me tuvo por loco, pero finalmente accedió a ponérmelas.
Mientras me terminaba de colocar las tiritas, me vi obligado a aclararle que yo asocio a los políticos (no a todos, solo a una minoría) con los calamares. ¿O es que no se dejan tentar por el hábil pescador si les acerca la potera? La enfermera se volvió a reír y con cara de guasa me deseó que ninguna de las dos vacunas me produjera reacción. Lo que nunca supe es si le llegó a comentar al psiquiatra mi opinión sobre los políticos (no sobre todos, solo sobre una minoría).
A los calamares de traje y corbata les debería bastar la sombra de la sospecha para recoger los trastos y marcharse a casa, como se contempla con envidia en otros países, donde la política no es un modus vivendi casi vitalicio como aquí, sino una ocupación temporal que puede dignificar a sus practicantes si son capaces de no emborracharse de avaricia. Desde que estrenamos la democracia, tantos han sido los casos de corrupción descubiertos (apuesto a que no son ni el cinco por ciento de los totales), que para defendernos del fiasco y no caer en el desánimo hemos ido incorporando a nuestra maltrecha sensibilidad los fétidos olores de sus protagonistas. Son olores acres que no consiguen disimular ni las colonias caras de algunos novios emboscados, ni los aromas de fina gastronomía que despiden las cocinas de cierto restaurante madrileño.
Estos calamares de chófer coleguilla y dinero tan negro como su propia tinta, se desplazan por el mar con la máxima aceleración que permite la impunidad. Aunque no los asalte el hambre, su extremada avidez les exige rellenar el estómago sin límite por miedo a que lleguen otros calamares con tentáculos más poderosos y les quiten la merienda. Pero en caso de que eso ocurra, no desisten, se refugian tras una roca y aguardan pacientes que el paso del tiempo, más o menos los cuatro años de una legislatura, les permita volver a engullir todo lo que se les ponga a su alcance.
Los calamares en su tinta acompañados de arroz blanco, con la condición de que no lleven puesto traje y corbata, han sido mi plato favorito desde que me senté por primera vez a la mesa familiar, pero eso fue antes del diluvio, cuando las mascarillas solo las veíamos en los hospitales y no eran objeto de lucro infame. A los calamares de hoy en día, correosos y carísimos, probarlos con un simple mordisco puede resultar peligroso. Como solución para no morir envenenado por su tinta, siempre los pido a la plancha y bien tostaditos, que el fuego purifica.