La Voz de Asturias

Renfield y Lucy

Opinión

Gonzalo Olmos
La compañía Neuralink, propiedad del multimillonario Elon Musk

19 Mar 2024. Actualizado a las 05:00 h.

La letra del tema Líbrame del mal, tan abundante como muchas del grupo León Benavente, dice una verdad terrible de esta era que nos ha tocado vivir, al definirla como «un tiempo en el que solo avanzaba la tecnología». En efecto, ésta progresa velozmente (adelanta que es una barbaridad, que diría castizamente Don Sebastián), sin que a la par, o siquiera a rebufo, vengan necesariamente otras conquistas, que escasean. El triunfo de la irracionalidad política y el ataque a los principios de la Ilustración, en plena época tecnológica, es una buena muestra de ello. Por ejemplo, los 60 muertos de hambre y sed en la embarcación salida hace unas semanas de Zauiya (Libia) sí consiguieron avisar con sus teléfonos a las autoridades de Italia para informarles de que se encontraban a la deriva y sufriendo una situación dantesca, pero al avance de las telecomunicaciones no siguió el de la humanidad, a la vista del resultado trágico, admitido como posible por gobernantes que cuentan con el respaldo popular para acentuar este proceder criminal. Técnicamente, casi todos los que portemos un smartphone podemos ser geolocalizados (incluso contra nuestra voluntad) en prácticamente cualquier punto del globo, pero moralmente relegamos a los desheredados de la patera a una escena como la que Géricault inmortalizó en La balsa de medusa.

A lomos de este desfase, enorme e insondable, cabalgan quienes están dispuestos a forzar los límites de lo posible, queriendo erigirse en un (pos)moderno Prometeo, esta vez misántropo. La nueva frontera es la propia mente y, con ella, la misma condición humana, pues los avances de la neurotecnología ya permiten los primeros experimentos de conexión neuronal bidireccional con la máquina. Elon Musk, difundía en público recientemente este logro de su empresa Neuralink, y aducía la infinidad de enfermedades, discapacidades y problemas neuronales que podrán solucionarse en el futuro cercano, lo que suena prometedor. Aunque, de manera más representativa de lo que probablemente venga, lo que nos anunciaba como logro era que el protagonista del experimento era capaz de mover con su mente el puntero del ratón en la pantalla.

Todos aquellos que, como Musk, se amparan en el fundamentalismo científico para justificar que todo avance técnicamente factible debe ser indefectiblemente alcanzado (y el tiempo les da la razón, pues todo lo posible se hará, a falta de límites efectivos), imaginan un futuro ser transhumano conectado a todo el saber universal, sin necesidad de ningún proceso de aprendizaje y con facultades cognitivas ilimitadas. Si, como hace el modelo de reconstrucción y transcripción de los pensamientos de la Universidad de Austin, nos adentrásemos en el resultado que desea, puede que encontrásemos a Lucy en la fase final del film de Luc Besson, a punto de la transustanciación y la telepatía. El experimento exitoso del magnate australiano e icono del ciberpunk concuerda, pues, no gratuitamente, se llama Telephaty. La asociación con las capacidades de la inteligencia artificial y, más adelante, de computación cuántica, hará el resto para ese advenimiento. El hombre aumentado está a la vuelta de la esquina y alcanzar ese estatus acabará siendo un servicio de pago de Neuralink y sus émulos, dirigido a un público probablemente selecto y poderoso de antemano. Ya sabe el papel de épsilon que le espera (a usted o a su siguiente generación) si no llega al estatus y si no somos antes capaces de articular un consenso básico en la restricción y supervisión de determinados experimentos y su aplicación, como preconizan cabalmente los defensores de los neuroderechos humanos. Porque la intrusión en la mente humana tendrá potencial aumentativo, pero también riesgos atroces que afectan a lo más básico de nuestra propia naturaleza. Reclamar, como plantea el neurobiólogo Rafael Yuste, la articulación jurídica de un catálogo de derechos que asegure la preservación de la identidad, el libre albedrío, la libertad de pensar, la privacidad mental y acceso equitativo a los avances controlados, es ya una urgencia, pero la propuesta ha despertado por ahora escaso interés en la mediocridad y subordinación que puebla los poderes públicos. 

Puede que los artífices de la carrera por el acceso a nuestro cerebro, alérgicos al control y la transparencia, no hayan pensado, seria y realmente, que algo pueda salir mal. Navegar el caos y funcionar a golpe de ensayo y error, aunque sea con las cosas más elementales y frágiles, está en el modus operandi de esta generación de líderes que se vanaglorian del desorden que crean (también lo hacen sus coetáneos en política, por cierto). Así que ya pensarán (y venderán) la solución milagrosa, si la encuentran, cuando surja el problema. Si del sueño emancipador de la comunicación horizontal y libre de internet y del intercambio fluido de conocimiento hemos pasado al imperio del ultrafalso, la reducción del coeficiente intelectual, la volatilización de la atención humana y la posverdad, no ha sido su culpa. Así, el homo digitalis resultante puede tener garantizado que se articulará de manera automática un pedido de naranjas a un gran distribuidor y que le llegarán por mensajero (y en breve mediante un dron) a su casa, antes de que se le agote la última; pero es plausible que comparta en TikTok el último video terraplanista (por poner un ejemplo simpático, que los hay más lúgubres). La inmersión tecnológica quizá nos haga más eficaces en tareas productivas simplificadas y estructuradas, pero no necesariamente más sabios ni serenos, y tampoco más dueños de nuestra vida. Lo que, depare la perseguida interfaz neuronal con la inteligencia artificial puede que tampoco nos convierta en seres superiores como ambicionamos, sino en personas definitivamente incapaces de gobernar nuestra atención, alteradas por estímulos constantes imposibles de ordenar, privadas de la mera competencia de pensar, y del sosiego y molestia que requiere; sometidas, en busca frenética de ese poder ansiado, como el Renfield de Bram Stoker, pero limitándonos a utilizarlo para seguir compulsivamente haciendo scroll, activado con el mero deseo de hacerlo o con un sencillo movimiento de nuestro ojo; previamente escaneado a cambio de unas criptomonedas, por supuesto.


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