Lejos de Utopía
Opinión
02 Mar 2024. Actualizado a las 10:01 h.
No es raro caer en la fascinación ante relatos de viajes por lugares lejanos y desconocidos. Lejanía que, en ocasiones, trasciende las distancias físicas, pues hacen referencia a espacios idealizados y a aspiraciones morales. Como ese lugar inexistente llamado Utopía.
«Utopía», de Tomás Moro, era una lectura obligatoria en la asignatura de filosofía en el Bachillerato que cursé hace cuatro décadas. Conservo con devoción ese libro; me impulsó a un replanteamiento de la inercia ideológica heredada de mi contexto familiar.
En el libro, Tomás Moro relata su encuentro, a principios del siglo XVI, en Amberes, con el filósofo y explorador portugués Rafael Hitlodeo, a instancias de su amigo Pedro Gilles. El navegante luso, después de participar en las expediciones de Américo Vespucio, atesoraba un rico acervo de experiencias y conocimientos relativos a la vida y costumbres de los pueblos que habitaban el Nuevo Mundo.
Durante esa conversación, ficticia, describía formas de gobierno que, en comparación con las de Europa, él consideraba ejemplares, vistas la armonía en la convivencia, la justicia, la equidad y la prosperidad de las que disfrutaban. Particularmente en la isla de Utopía, «un país que se rige con muy pocas leyes, pero tan eficaces, que aunque se premia la virtud, a nadie le falta nada. Toda la riqueza está repartida entre todos».
Este relato es, pues, un alegato de filosofía política, una crítica al orden establecido, hechos por un erudito renacentista, honesto y coherente, que desempeñó las más altas responsabilidades en la corte del rey de Inglaterra. Tan coherente que no dudaba en oponerse a decisiones del rey Enrique VII, cuando lo consideraba necesario, y que, finalmente, cuando se opuso a la decisión de su heredero, Enrique VIII, de erigirse en la autoridad suprema de la Iglesia de Inglaterra y emanciparse de la Iglesia Católica como forma de resolver el conflicto generado por su intención de divorciarse de Catalina de Aragón, perdió, literalmente, su cabeza, acusado de alta traición. Una coherencia en la defensa de sus ideas y valores, que le valió la canonización siglos después, convirtiéndose en el mártir Santo Tomás Moro. Al rey, en cambio, su obstinación, a la hora de contravenir las prescripciones religiosas para satisfacer sus deseos personales, le valió para, entre otras cosas, poder divorciarse tres veces más. Aunque para ello tuviera que sacrificar a valiosísimos colaboradores.
Un egoísmo extremo que suele correlacionar con el poder. Un ejercicio abusivo del poder utilizado, generalmente, para acaparar riqueza y más poder; un círculo vicioso ampliamente criticado en el texto de Moro. Aunque no era nada nuevo, pues no hace sino describir un conflicto perenne en la gobernanza de los pueblos: la acumulación de riqueza y poder genera una desigualdad que acaba desembocando en tiranía. 1800 años antes, decía Platón, cuya “República” inspiró a Tomás Moro: «A medida que los ricos se hacen cada vez más ricos, cuanto más piensan en hacer una fortuna, menos piensan en la virtud». Es decir, la relación inversa entre ambición y ética de la que escribo a menudo.
Moro, a su vez, en boca de Hitlodeo, lamenta cómo la avaricia de unos pocos destruye al pueblo. Dice que los nobles, los ricos, incluso los abades «no contentos con los beneficios y rentas anuales de sus posesiones, y no bastándoles lo que tenían para vivir con lujo y ociosidad, a cuenta del bien común -cuando no en su perjuicio- ahora no dejan nada para los cultivos», a cuenta de la constitución de oligopolios en el mercado de la lana.
Denuncia cómo el rey hace lo posible por poner a la justicia de su parte, buscando entre los jueces a aquellos que van a interpretar el derecho a su favor para conseguir sentencias favorables a sus intereses. Obviando así su obligación moral: «Su denuedo e inteligencia han de poner el bienestar del pueblo al abrigo de toda injusticia. Incumbencia es del rey procurar el bien del pueblo por encima del suyo».
Siendo Tomás Moro conservador y muy religioso -cuando pasó de la vida ascética en un convento cartujo a la vida política en el Parlamento llevó consigo un cilicio que no dejó hasta el fin de sus días- criticó también a esa parte de la Iglesia que, lejos de perseverar en las enseñanzas de Cristo, adaptó el evangelio a «la vida de los hombres», tolerando muchas de las injusticias infligidas al pueblo. Es decir, permitió a quienes abusaban de los desfavorecidos «ser peores con mayor impunidad».
No puede sorprender a estas alturas la permanencia secular de estas prácticas. Los reyes entonces, y sus sucesores actuales en el ejercicio abusivo del poder, para asegurar su posición de dominación, confabulan para que el pueblo posea lo menos posible. Porque «la indigencia y la miseria embotan los ánimos y quitan a los oprimidos el talante de libertad». Bien lo saben quienes nos venden esa libertad de pago que no está al alcance de salarios deliberadamente magros.
Puede que muchos de esos políticos beatos que claman por la libertad y la igualdad pero, en su típico alarde de hipocresía, son, a la vez, indiferentes al abuso laboral, la precariedad y la desigualdad, sepan que Tomas Moro es el santo patrón de políticos y gobernantes. Pero no quieren oír son sus máximas: «En efecto, vivir uno entre placeres y comodidades, mientras los demás sufren y se lamentan a su alrededor no es ser gerente de un reino, sino guardián de una cárcel».