Iniciando el camino hacia una legislatura perdida
Opinión
04 Oct 2023. Actualizado a las 08:31 h.
Con independencia de que al final de este largo proceso, desde el 23J hasta la investidura del nuevo presidente, que todo parece indicar, salvo sorpresas y suponiendo que no habrá repetición electoral que será Pedro Sánchez. Cabe pensar, viendo el panorama político actual y el entorno que lo rodea, que estemos iniciando el camino hacia una legislatura perdida si tenemos en cuenta el equilibrio parlamentario y que una parte de esos apoyos para la investidura, con ideologías e intereses tan dispares, no lo serán a lo largo de la legislatura, que previsiblemente votaran en contra de muchas iniciativas que se van a producir en los próximos cuatro años. Incluso con el riesgo evidente de que no se llegue al final del mandato.
Política y socialmente, España es un país enfermo, como lo son otros muchos de la Europa decadente. Un país entregado a un bipartidismo caduco que viene dando pruebas de podredumbre desde hace varias décadas. La mayor parte de la ciudadanía señalamos a los políticos como ineptos y corruptos, y lo hacemos sin ruborizarnos por ello, ya que somos nosotros mismos los que, siendo conscientes de la situación que denunciamos, no dudamos en volver a votarlos reiteradamente. Sencillamente, es así como nos convertimos en cómplices del sistema que tanto criticamos y de lo que nada hacemos para cambiarlo.
Algunos partidos nacionalistas y otros de extrema derecha, nostálgicos de un pasado de paredón y cuneta, no les van a la zaga en sus prácticas. Sin embargo, por incongruente que pueda resultar, acontece que cuando un partido denuncia la corrupción y no registra casos significativos de ella, se le somete a una persecución mediática indecente, no exenta de falsedades y descalificaciones gratuitas por parte de los guardianes de las esencias patrias, encarnadas por el bipartidismo, que no toleran las enmiendas al sistema del que se nutren económicamente.
Una campaña de investidura frustrada
La llegada de Alberto Núñez Feijoo al escenario nacional despertó la euforia en la derecha y creó grandes expectativas en el seno del Partido Popular. A pesar de las manifiestas discrepancias que embargaron la coalición de gobierno, PSOE-UP, y de las maniobras urdidas en la cocina socialista para sacudirse de encima a unos socios que les estaban obligando a tener una mínima coherencia, se demostró que la mayoría de la ciudadanía tenía claro que no todo es Galicia, ni quería serlo.
Tras las últimas elecciones generales, el PP ve frustrados los pronósticos que le daban las encuestas, pero, aun así, el Rey a falta de una acreditación nacionalista clara, decide otorgar su confianza a Feijoo de cara a una hipotética investidura que todo el mundo sabía que no tenía ninguna posibilidad, incluido el propio PP. Es entonces cuando D. Alberto, consciente de su fiasco premiado, se lanza a utilizar su «franco de ría» para hacer una campaña de patriotismo con la colaboración del mesiánico expresidente Aznar, experto en la organización de cruzadas patrióticas dentro y fuera de nuestro País, que hoy levita de nuevo en la coyuntura actual.
Siempre hay que buscar un enemigo al que derrotar, da igual da que se llame Sadam, Gadafi o Puigdemont, que, por cierto, no es ningún revolucionario de izquierdas, pues comparte ideología liberal con el Sr. Aznar.
Resulta paradójico que el Sr. Aznar, que se declaraba a los 26 años, falangista independiente, lidere en estos momentos una cruzada con el apoyo de los siempre omnipresentes Felipe y Guerra, contra una supuesta amnistía que rehabilitaría a declarados delincuentes catalanes y un supuesto referéndum que quebrarían la unidad de España y rompería una teórica igualdad entre los españoles. Argumenta con rotundidez que tales supuestos, no tienen cabida en nuestra caduca Constitución del 78. Quizás olvida el Sr. Aznar que lo que no tiene justificación en nuestra Carta Magna es la corrupción, materia que el Sr. Aznar conoce muy de cerca. Ni tampoco debe tenerla el franquismo asesino, que tantas veces ha sido amnistiado por acción o por omisión.
La corrupción supone miles de millones de euros al año a los españoles, y el historial corrupto del Partido Popular no es precisamente el mejor aval para hacer llamadas a la conciencia nacional, al inmovilismo y a un supuesto patriotismo no exento de parasitismo crónico.
Aznar y Vox, que parecen dos caras de una misma moneda, caminan de la mano mirando al pasado, y así no es posible el avance y la modernización que demanda la sociedad española actualmente.
En 2009, la Fundación FAES presidida por Aznar publicaba:
«La dictadura franquista no fue una época fascista ya que el régimen de Francisco Franco se caracterizó por la ausencia de una ideología que no fuera la de perpetuarse en el poder».
El exjuez Baltasar Garzón documentó 114.226 desaparecidos de la Guerra Civil en su auto sobre los crímenes franquistas antes de ser expulsado de la Audiencia Nacional.
Como podemos ver el panorama político es desolador, con personajes de esta calaña interfiriendo públicamente en el desarrollo de la vida política de este país, a lo que hay que sumar también los comportamientos golpistas de los personajes del GAL y la cal viva, con más de 37 casos de corrupción durante su mandato, de los más graves de toda la historia política desde la época de la transición como, Felipe González, Alfonso Guerra y otros «barones del PSOE» que resucitan ahora en contra de su propio partido para intervenir y favorecer de forma mezquina y canalla, sumándose a las posiciones de la extrema derecha para que este país vuelva a los orígenes de un pasado que produce tristeza recordar.
En este contexto de desgarro político y social, la sociedad civil no podemos permanecer al margen de las decisiones políticas importantes que afectan a nuestro futuro y a nuestras vidas. No podemos ser solo números que utilizan para meter votos en las urnas. Debemos de exigir que se respete la voluntad popular y se gobierne pensando en la colectividad social y no en la carrera política individual de esas personas de profesión política que tienen la obligación de contar con nuestra opinión, no solo cada cuatro años.