La Voz de Asturias

Un pacto cargado de riesgos

Opinión

Francisco Carantoña
Pedro Sánchez y Yolanda Díaz se saludan en el Congreso

20 Sep 2023. Actualizado a las 05:00 h.

Como es habitual, el debate sobre el pacto de las izquierdas, o los progresistas, como se dice ahora, con los nacionalistas catalanes se ha simplificado y dramatizado en exceso, pero el riesgo que supone para el PSOE y Sumar es real y tiene múltiples vertientes, por encima de la amnistía a los implicados en los sucesos de 2017. Las amnistías por delitos de carácter político, incluso cuando provocaron un elevado número de víctimas, no fueron infrecuentes en la historia de la España constitucional. De ellas se beneficiaron los carlistas que habían participado en insurrecciones armadas e incluso provocado guerras civiles, también los implicados en huelgas generales revolucionarias como las de 1917 y 1934, o en fallidos golpes de estado como el de 1932. Todas plantearon el debate sobre si era preferible el castigo ejemplar, incluso con penas de muerte, o el perdón que permitiese la reconciliación o, al menos, la pacificación. Es seguro que, aunque solo fuese temporalmente, apaciguaron los ánimos, a pesar de que no resolviesen los problemas.

No sé si alguien puede creer que con los fusilamientos del general Sanjurjo, Belarmino Tomás y Teodomiro Menéndez se habría evitado la guerra civil, o que solo miles de carlistas ejecutados o encarcelados durante largos años hubiesen permitido el fin de la ultraderecha católica anticonstitucional. Me temo que solo se habría logrado aumentar el caudal de los ríos de sangre que corrieron en nuestro país a lo largo de los siglos XIX y XX. El problema de la amnistía a los condenados y encausados catalanes no reside tanto en que pueda crearse una sensación de impunidad, algo que siempre es posible atribuir a las medidas de perdón, sino en que aparezca como un trágala, exigido a cambio de muy poco. Tenía razón el señor Martín Pallín al pedirle hace unos días un poco de paciencia a Junts y que permitiese que la ley de amnistía fuese debatida tras la investidura, con un gobierno constituido y el debate parlamentario necesario, sin urgencias que pudieran servir a la oposición para deslegitimarlo.

Junts pide mucho y ofrece poquísimo. Que no sea un partido progresista, término extremadamente ambiguo, no debería ser un obstáculo insalvable para un pacto con las izquierdas, como no lo ha sido para que llegasen a acuerdos con el PNV, nacionalista y centrista, quizá el único partido auténticamente centrista que existe hoy en España. El problema es que solo ofrece el voto a favor en la investidura, no hay ninguna garantía de que las iniciativas del gobierno no vayan a ser después sistemáticamente derrotadas en las Cortes o de que sea posible aprobar unos presupuestos.

El referéndum de autodeterminación es imposible, lo impide la Constitución. Como consulta sin valor legal, como una especie de gran encuesta, quizá pudiera encajar, pero sería una trampa que el gobierno no puede aceptar. Un referéndum consultivo es la mayor incitación a votar sin temer las consecuencias y si venciese el sí a la independencia resultaría muy difícil evitar una grave crisis constitucional, mientras que el no solo supondría, a lo sumo, un aplazamiento temporal de la reivindicación. La única consulta posible sería sobre un nuevo estatuto de autonomía. No es irracional que las comunidades con lengua propia y un sentimiento nacional arraigado en la mayoría de la población tengan mayor autonomía, pero no será fácil que eso se asuma en el resto de España y tampoco que se conformen con ello los independentistas catalanes.

El problema se complica con la deuda y la financiación de las comunidades autónomas. Una cosa sería aceptar que algunas posean mayor autonomía político-administrativa y otra que haya desigualdad en los recursos. Por otra parte, es lógico que las que, como Asturias, los administraron de forma más austera exijan una compensación si se perdona total o parcialmente la deuda a las que gastaron más de lo que podían.

Tanto el PSOE como Sumar deben ser conscientes de que se arriesgan a perder votos en la mayor parte del Estado si se percibe que favorecen económicamente a Cataluña y a Euskadi. Es algo que ya ha sucedido y que, junto al rechazo al independentismo, ha contribuido a impedir una mayoría de las izquierdas en las elecciones, a pesar del temor a un giro político hacia la extrema derecha. No favorece tampoco al PSOE que, una vez más, se muestre dispuesto a realizar lo que hace poco rechazaba, que sea algo habitual en política no evita que provoque desconfianza y es un buen argumento para la oposición.

Los riesgos que entraña un pacto incompleto e inestable con los partidos nacionalistas de centroderecha son, pues, muchos y se ven agravados por el independentismo intransigente de Junts, el único que resultaría realmente beneficiado, lo que tampoco parece un resultado deseable. Es evidente que la situación política es endiablada y por eso buena parte de la opinión progresista está dispuesta a tragar sapos con tal de que no se forme un gobierno del PP y Vox, lo malo será que la indigestión de batracios tenga resultados letales.

Si el acuerdo con Junts es arriesgado, el pacto con el PP que defiende la llamada «vieja guardia» del PSOE sería una trampa mortal. Recuerda a aquel general que, en 1808, le dijo al pueblo sublevado que lo importante era que hubiese gobierno, fuese el que fuese. Gobierno ¿para qué? Esa es la pregunta. Quienes votaron al PSOE en las últimas elecciones están razonablemente satisfechos con la gestión del gobierno anterior, si hubiesen querido llevar al poder a uno que tuviese como objetivo deshacerla hubieran votado al PP. Un gobierno de gran coalición solo puede configurarse con un programa equilibrado, que contente, al menos parcialmente, a las dos fuerzas que lo constituyan y un pacto de legislatura no puede consistir en darle un cheque en blanco al partido rival sin conseguir nada a cambio, como se hizo en su día con Rajoy. En el primer caso, lo normal es que uno de los partidos resulte finalmente perjudicado y, por otra parte, tendría el efecto indeseado para ambos de reforzar a Sumar y a Vox como las únicas alternativas a su gestión, además de a las fuerzas nacionalistas.

Es perfectamente legítimo que haya militantes del PSOE que disientan de la bondad de los pactos con los nacionalistas o que se opongan a la amnistía, lo que resulta más difícil de comprender es que un socialista vote al PP o apoye sistemáticamente las posiciones políticas de sus dirigentes. Si es socialista, no puede votar al PP porque no puede estar de acuerdo con lo que hace y propone sobre la educación, la sanidad, las relaciones laborales, la laicidad del Estado, la defensa del medio ambiente o los derechos y libertades, entre muchas otras cosas. Puede comprenderse que se abstenga, aunque Vox debería disuadirlo incluso de eso, pero no que vote a un partido contrario a sus convicciones. El problema es que algunos integrantes de esa «vieja guardia» que se ha puesto al servicio del PP o, incluso, de medios de comunicación de extrema derecha, nunca fueron socialistas, es el caso del señor Vázquez; otros, como Corcuera, el de la patada en la puerta, no entendieron bien qué era eso, y en un tercer grupo se combina el resentimiento con una probable senilidad.

El PSOE de los años ochenta ejerció un proceso de atracción parecido al de UCD anteriormente y no todos los que se integraron, independientemente de su valía, eran necesariamente socialdemócratas. Hubo también arribistas de limitados escrúpulos, como Roldán o Fernández Villa, uña y carne con Alfonso Guerra, pero esa es otra cuestión. En cualquier caso, un socialista no puede unirse al PP sin encontrarse con el rechazo de los suyos. La dirección actual del PSOE debe admitir el debate interno y aceptar las críticas sobre su estrategia política, pero es razonable que a los disidentes se les exija un mínimo de lealtad partidaria.

La posibilidad de una mayoría de PP y Vox si se repiten las elecciones inclina a la mayor parte de los progresistas a desear un acuerdo que permita la investidura de Pedro Sánchez tras el previsible fracaso de Núñez Feijoo. El peligro reside en que, si se alcanza, no sea suficiente para evitar elecciones el año próximo y sí contribuya a aumentar las posibilidades de victoria de las derechas. Recuérdese, además, que el PP tiene mayoría absoluta en el Senado y que Podemos no parece dispuesto a facilitar las cosas en la coalición.


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