En elecciones gestión, superioridad moral y coherencia
Opinión
27 May 2023. Actualizado a las 05:00 h.
No sé si alguna vez intentaron usar el ratón del ordenador en un coche en marcha. El traqueteo del coche hace tembloroso el movimiento del dedo en el trackpad y cuesta que la flecha del ratón vaya adonde queremos. El acto de votar es sencillo, pero a veces el voto se dirige hacia lo que nos preocupa y nos conviene con un tembleque parecido. Especialmente en épocas de desorientación y temores difusos. En 2016 se preguntó a los británicos si querían seguir en la UE. Pero muchos británicos contestaron a lo que no se preguntaba, contestaron a si estaban satisfechos con su situación y la del país. En el marasmo emocional de confusión política y de inseguridad del momento, la mano que cogía la papeleta tenía el traqueteo del dedo que intenta mover el ratón en un coche y tenía una dificultad parecida para dirigir la papeleta a lo que realmente estaba en juego. Demasiadas pulsiones y presiones. Esto es normal en la competición electoral. Es normal que unos quieran que, en vez de votar si se bajan los impuestos a los ricos y limitamos el acceso a la sanidad, la gente vote si estás en contra de ETA, si apoyas la lucha del Cid o si querrías que se hormonasen los niños de manera generalizada. Es normal que otros quieran que la gente vote si será obligatorio comulgar, si habrá que vocear el himno nacional para entrar en clase o si quieren que Ana Rosa sea ministra de Exteriores. Es normal la apetencia del hombre de paja, de deformar lo que representa el adversario para que el voto no vaya a lo que procede, sino que se vote lo que no está en juego. El problema es que cuando la sociedad está masticando odios, cuando no se ve camino ni dirección («una terca neblina le borró las líneas de la mano, […] la tierra era insegura bajo sus pies», decía Borges de la ceguera), cuando se pierden referencias y la gente se acerca al nihilismo y la desconfianza, estas exageraciones prosperan. Y la gente vota lo que no está en juego. Unos tienen más interés que otros en llegar a esto. Ahora, por ejemplo, la prensa conservadora arrecia con compras de votos y clama contra Sánchez. No quieren que creamos que Sánchez en persona anda comprando votos. Igual que no quieren que creamos que Sánchez va a sacar a asesinos de las cárceles. Quieren que no creamos en nada, que la tierra se haga insegura bajo nuestros pies y nos pongamos en ese trance en el que se dirige el voto a lo que no está en juego.
Normalmente el voto debería decidirlo la valoración de la gestión o las expectativas sobre ella, lo que consideremos moralmente superior y la coherencia de los candidatos, que es la materia prima de la confianza. En estas elecciones la gestión anda perdida en combate. La intensa polarización de nuestra política anula los detalles y el matiz, por lo que los temas municipales y autonómicos que se votan se disuelven en la taza de los temas nacionales que no se votan. La derecha acabó rehuyendo el balance de gestión como tema electoral. No había dónde rascar. No hubo batacazo económico, la posición internacional de España es visiblemente influyente y en muchos temas sociales el Gobierno marcó diferencias con la derecha para bien. Lo que haya hecho mal es complicado de explicar y de convertir en materia electoral. El Gobierno tampoco pudo convertir la gestión en combustible electoral. Los datos de gestión suelen ser eso, datos, razones, análisis, cosas que se ahogan en las intensas pulsiones emocionales de la campaña y la situación política. No es que no tenga incidencia el balance de gestión de los partidos del Gobierno. Es que, cuando la gente se siente mal, se enfrenta a subidas de precios, trabajos inseguros, coste errático de la luz, vivienda desbocada y, en general, inseguridad, no se va a ilusionar con la gestión del Gobierno, aunque los datos digan que fue buena. La gestión tiene un espacio pequeño en el voto. La oposición no la puede rebatir y el Gobierno no la puede rentabilizar.
El corazón de la campaña está en la superioridad moral. El bien contra el mal. La izquierda tiene un buen batiburrillo con las superioridades morales. No es que no sea moralmente superior. Quien escribe está muy convencido de que poner impuestos a los ricos para que sigan siendo ricos y los demás sigan teniendo médico es moralmente superior a quitarles los impuestos para que sean aún más ricos y los demás pierdan atención sanitaria. El problema es que esa superioridad moral se basa en principios tan importantes que resultan fríos y poco movilizadores. La izquierda no tiene esos principios asentados en marcos cognitivos y emocionales movilizadores. Y tiene otro problema: que la superioridad moral acaba siendo un tic. Los izquierdistas, actores y votantes, tienden a anclar su progresismo en un sinfín de superioridades morales low cost, muy poco necesitadas de acción y compromiso. Hablando en plata, tienden demasiado al postureo, más o menos frívolo o más o menos rocoso. Eso solo sería un problema estético si no fuera porque tienden a contrastarse con otros izquierdistas. Demasiadas veces los izquierdistas no cultivan el oficio de ser de izquierdas, sino el de ser «la verdadera» izquierda. Hablando en plata, tienden a la división por banalidades (parece de coña la sopa de letras a la izquierda del PSOE).
La derecha suele buscar la superioridad moral, no en grandes principios, sino en distracciones y bulos bien anclados en marcos instrumentalizados (justo lo que no parece saber hacer la izquierda). Así, buscan superioridad moral en la lucha contra ETA, o en el azote de las okupaciones, o en la avalancha amenazante de inmigrantes, o en la familia, o en la supervivencia del español, o en el patriotismo. En realidad, ni existe ETA ni la izquierda tiene que ver con sus crímenes, ni hay problema relevante de okupaciones, la inmigración es equilibrada y beneficiosa, nada amenaza la familia, el español es cada vez más fuerte y el patriotismo es una chorrada consistente en sobreactuaciones bufas. Pero los marcos son movilizadores y dan ese tembleque que dirige el voto a lo que no está en juego.
La coherencia es una materia delicada y la izquierda no la maneja con cuidado. Decía que la coherencia era el primer paso para la confianza. La confianza sin coherencia solo se gana mediante mesianismos y populismos. La izquierda no parece que tenga debidamente detectado que la derecha busca más minar la confianza en los progres que combatir sus ideas. Sí hacen hipérboles de las ideas izquierdistas, pero lo que hace más mella es la caricatura del progre impostor que predica una cosa y hace otra. La derecha siempre desfigura la relación entre los actos de los izquierdistas con su ideario. El sofisma suele ser que, si protestas contra el hambre pero tú sí comes, eres un incoherente. Si hablas contra el hambre sé coherente y no comas. Me estoy acordando, en la política llariega, de cuando Cofiño le soltó a Menéndez Salmón, por sus reticencias a la gestión del asentamiento de Amazon en Asturias, que él también publicaba sus libros en Amazon. El muy cachondo, convencido de la altura de su finta dialéctica, se adornó reclamando un poquito de coherencia ética y estética. Desde luego, distintos valores marcan distintas pautas de coherencia. A mis ojos Enrique de Ossorio y Mónica García cometieron la misma falta moral. Pero, por sus valores respectivos, diría que García fue incoherente y Ossorio no tanto. Falacias aparte, hay demasiados casos de incoherencia en la izquierda y paga un precio alto en confianza. No se trata solo de las corrupciones, corruptelas y ligerezas morales. Es esa maraña de partidos en la izquierda, es tanto cabecilla y tanto sumando en Sumar y fuera de él. No los separan ideas ni tácticas. Son asientos, intereses personales y vanidades de baratillo lo que se ventila en tanta desavenencia. El efecto es más que electoral. La desorientación y la desconfianza es el combustible reaccionario que está minando las democracias. Y además por vías democráticas: el fascismo es una enfermedad de la democracia, no un ataque exterior. Como dice Cofiño, un poquito de coherencia.