Elecciones. El paradójico momento de ceder, resistir e insistir
Opinión
22 Apr 2023. Actualizado a las 05:00 h.
Mal de muchos, consuelo de tontos, reza el dicho. En vez de tontos podría decir todos. En el infortunio, todos tenemos la debilidad de sentir un alivio inconfesable si a otros les pasa algo malo también. Y todos sentimos una ira sorda cuando nos mordemos la lengua sin querer y ni siquiera podemos echar la culpa a nadie. Leí que había malestar en la Casa Real con la llegada de Juan Carlos I a Sanxenxo. Nunca se sabe lo que hay de verdad y de mentira en el tinglado monárquico, donde lo real (de regalis, derivado de rex, regio) con frecuencia no tiene nada que ver con lo real (de realis, derivado de res, cosa que existe). Vamos a suponer que es verdad, que Felipe VI anda mosca con que Juan Carlos I ande por aquí de regatas. Será porque cree que, dado el contexto, es una conducta imprudente que le perjudica y que daña la institución. Debe sentirse como nos sentimos todos cuando nos molesta un Jefe de Estado inviolable, no elegido y no destituible y cuando nos mordemos la lengua sin querer: una molestia irritante, inconsolable y tenaz, de las que hacen mascullar juramentos inútiles. Así que ahora Felipe VI anda como si se hubiera mordido la lengua porque un soberano emérito hace lo que le da la gana y una parte de la actividad del Estado tiene que ocuparse de que sus andanzas no alteren las aguas patrias. Que el Rey sienta en sus carnes la disfunción de la Monarquía no nos arregla a los demás esa disfunción. Pero consuela. Consuela con ese consuelo que no es de tontos sino de todos.
Es gracioso que muchos disconformes todavía crean que lo de venir a las regatas es una conducta desafiante, chulesca o provocadora del emérito. Las actitudes chulescas o provocadoras se complacen en la reacción airada o escandalizada de la gente a la que se desafía. Lo gracioso es que crean que Juan Carlos I tiene en alguna parte de su radar a la gente como usted o como yo. Juan Carlos I vive en un estado monárquico destilado y quintaesenciado, libre de toda impureza, donde se cumplen las palabras certeras con las que Cersei se refería al pueblo en Juego de Tronos: son tan pequeños, que ni los veo. Sin embargo, no le faltarán vítores. En Londres, tras el partido del R. Madrid, y en Sanxenxo ya tuvo aplausos y gritos dementes de «viva España» agasajándolo. Ninguno de los que aplauden o se desgañitan cree que Juan Carlos I sea inocente. Su fervor es una mezcla de dos cosas. Una es la ley del embudo, por la que se entiende que en su caso no importa si robó, si está gastando nuestro dinero en astracanadas o si está evadiendo impuestos que nos debe. La otra es efecto de la polarización, un sentimiento airado de estar con unos y contra otros, con el Rey y la nación y contra sus enemigos. Los robos no son la prioridad.
Por esto, la llegada del emérito es un calentamiento para la carrera electoral de fondo que tiene en mayo su meta volante y su punto de llegada en diciembre. Esos vivas a España, el gesto adusto de la Casa Real, las ínfulas republicanas y la circunspección socialista es parte del material con que veremos las próximas campañas electorales. No hay alternativa al voto popular. Todo lo que no empiece y termine con el voto popular es dictadura, y todo lo que es dictadura es violencia y pérdida de derechos. Pero el voto popular tiene fragilidades en las que hay que pensar para que la democracia se parezca lo menos posible a una dictadura. Hay cuatro debilidades del voto, especialmente virulentas en estos meses electorales.
La primera es la desinformación, la pura y simple mentira que engaña. La extrema derecha hace del bulo, la mentira y la intoxicación su forma ordinaria de comunicación. La derecha tiene modos cada vez más parecidos y Feijoo viene ya bien ejercitado de Galicia. ¿Y la izquierda no? Lo siento por ese ecumenismo que a la vez predica que todas las ideologías tienen su parte buena y todos son igual de mentirosos. Hay una razón para que los dos equipos que más se quejan de los árbitros sean el R. Madrid y el Barcelona: tienen poder, en su caso quejarse es presionar y coaccionar, es rentable quejarse. Hay una razón para que las derechas mientan con desvergüenza a diario: tienen los medios, los medios están en muy pocas manos propietarias y de derecha radical. Sus patrañas se repiten días y días y son reiteradas por tertulianos vociferantes. Es una buena razón para mentir. Además, quien te quiere quitar el médico y la jubilación tiene más necesidad de confundir que quien te lo quiere garantizar. La izquierda miente lo normal en democracia, es decir, mucho. La derecha está llegando al punto de corroer la democracia. Miren para EEUU para lo malo y lo bueno, para el paroxismo de Trump y el Partido Republicano y para el juicio contra Fox por mentir e intoxicar. ¿Alguien se imagina un juicio por eso en España?
La segunda debilidad es que la mentira es solo la especia que da sabor y estilo. En realidad, cada vez importa menos la verdad de las cosas. No importa qué hicieron Juan Carlos I, Marlaska o Ayuso. Cada vez se cambia menos el juicio por las verdades palmarias. La polarización, el odio y el enfrentamiento provocan dos efectos. Uno es la percepción de que hay que defenderse de un enemigo en un momento crucial. En una emergencia solo importa la emergencia y si la emergencia es parar al enemigo pues viva España y lo demás no importa. El otro efecto son los estados emocionales negativos, airados y agresivos. En tales estados, no importan las palabras que encajen con los hechos, sino las que encajen con el estado emocional. Es decir, no importa la verdad sino lo que confirma mi ira. Esto hace más rentable el negocio de la desinformación. Sí, aquí en el ambiente actual la izquierda es parecida. Solo parecida. La polarización la introdujo en España Aznar y desde entonces la derecha no dejó de regarla y hacerla florecer.
La tercera debilidad es estructural y no se debe a las malas artes de nadie, pero se hace crítica en tiempos tan sacudidos. El voto no puede con todo. Un Gobierno que colabora para una ocupación del Sahara como la de Ucrania y que tiene cadáveres en nuestras fronteras y su conciencia protege las pensiones y la universalidad de la sanidad y se bate con las fuerzas que resecan Doñana, desdeñan docenas de asesinatos machistas al año y quieren entregar la educación a la Iglesia. El voto es uno, pero cada voto parece como aquellos equilibristas del circo que sostenían con la cabeza un palo largo encima del cual otro equilibrista hacía posturas con otro palo y cosas en su cabeza. Cada voto sanciona con dificultad demasiadas cosas, con claros muy claros y oscuros casi negros de maldad.
La cuarta debilidad es que moverá los votos, no una media de los asuntos más importantes, sino el asunto que más polarice en los días de votación. Hay riesgo de que el voto sea coyuntural, desmemoriado, desinformado y malhumorado.
El programa que estoy utilizando señala como antónimos de ceder entre otros resistir e insistir. Eso no quiere decir que sean incompatibles. Me siento satisfecho de cómo conjugó estos antónimos Unidas Podemos (eso incluye a Yolanda Díaz) en el Gobierno. Estando en un gobierno de coalición hay que ceder. Estando en minoría, hay que ceder mucho. Pero ceder no es cambiar el pensamiento ni renunciar a las convicciones, como tantas veces hizo el PSOE. Se debe ceder con lealtad y a la vez insistir con lealtad en las convicciones propias, sean sobre el Sahara o sobre los impuestos. Hay que ceder, pero hay que resistir ante la desigualdad que crece o ante la merma de los servicios públicos. Esto que exigimos a nuestros políticos nos toca ahora como votantes y debemos cruzar los próximos meses con ello en la cabeza. Nuestro voto será una cesión, expresará apoyo a algo que tiene puntos de maldad. El voto, en lo que tiene de cesión, y por mucho que sean antónimos, no tiene nada que ver con abandonar la resistencia y la insistencia en lo que cree el votante. No hay que tolerar lo intolerable ni pillársela con papel de fumar. Lo segundo va por la izquierda.