La Voz de Asturias

Un año de barbarie y un final que no se ve cercano

Opinión

Francisco Carantoña
Demolición de edificios destruidos por los ataques rusos de los últimos meses en Ucrania

28 Feb 2023. Actualizado a las 05:00 h.

El fracaso de la invasión rusa de Ucrania, iniciada hace un año, ha traído una guerra más larga de lo entonces considerado previsible. Nadie confiaba en que el ejército ucraniano pudiera hacer frente al que se tenía por el segundo más poderoso del mundo. La valentía del pueblo y la pericia de sus mandos no solo han impedido la toma de la capital y de la mayor parte del país, incluidas las principales ciudades, sino que han permitido que sus fuerzas contraatacasen, liberasen Jersón e hiciesen retroceder a las tropas rusas en varios frentes. Sin duda, la ayuda de los países occidentales ha sido importante, pero las armas necesitan soldados motivados para ser eficaces y estos el apoyo de sus compatriotas. Los fracasos de EEUU en China, con los nacionalistas de Chiang Kai-shek, tras la Segunda Guerra Mundial; en Vietnam, en los años sesenta y setenta, o, más recientemente, en Afganistán, son algunos de los casos en los que la historia muestra que los dólares y las armas, por sí solos, no ganan guerras. Ahora, la corrupción, la ineptitud de los jefes militares y la desmoralización de las tropas están del lado ruso.

Los delirios imperialistas de Vladimir Putin no solo han provocado esta guerra, sino que han hecho lo posible para cerrar las puertas a una paz negociada. La recuperación de Crimea por Rusia estaba prácticamente asumida como irreversible por la llamada comunidad internacional y no eran pocos los analistas y políticos, incluso norteamericanos, que la consideraban inevitable, algo que hubiera ocurrido tarde o temprano. Negociar una autonomía para las regiones rusohablantes del Dombás, que protegiese sus diferencias culturales, tampoco hubiera sido imposible, incluso una vez iniciada la invasión. La decisión del régimen de Putin de incorporar una serie de provincias ucranianas a Rusia, incluidas algunas que no logró conquistar o perdió y otras en las que el ruso no es la lengua materna de la mayoría de la población, deja poco margen para la negociación. El reconocimiento de que esos territorios no pertenecen a Rusia sería hoy una derrota política inasumible para el dictador ruso.

La guerra se ha estancado, ninguno de los contendientes parece capaz de vencer, pero ni Ucrania ni el mundo pueden aceptar que Putin se quede con sus Sudetes. Como en 1938, no solo sería una injusticia, una traición a Ucrania como la que entonces sufrió Checoslovaquia, sino que sería visto como una victoria por el imperialismo ruso y como una prueba de la debilidad de esas democracias inmorales, entregadas al libertinaje y el hedonismo, dominadas por la «ideología de género» y controladas por el lobby homosexual. Lo mismo que percibió Hitler en la reunión de Múnich, aunque él, también machista y homófobo, habría hecho hincapié en los judíos como causantes de la decadencia occidental. Todo esto con el agravante de los centenares miles de muertos y heridos, de los millones de personas que se han visto obligadas a abandonar sus hogares o los han perdido, de la violación de las ya laxas normas de la guerra que ha dejado la agresión rusa. El crimen no debe ser premiado. Armar a Ucrania es lo único que pueden hacer las democracias, los sedicentes pacifistas, que proponen cortar el envío de suministros a ese país, están diciendo, de hecho, que la paz que desean es la victoria de Putin y la anexión de Ucrania a Rusia, o su conversión en un mutilado estado satélite.

Es una desgracia que la guerra se alargue, pero una paz justa solo puede llegar si Ucrania es lo suficientemente fuerte como para no ser avasallada. Sería deseable que se iniciasen negociaciones para la paz, pero es comprensible que Ucrania no quiera participar en condiciones de inferioridad y que desee recuperar antes la mayor parte posible del territorio ocupado. Lo mismo sucede con un alto el fuego, que podría servir para consolidar de hecho las fronteras fruto de la conquista. Si de algo no cabe duda es de que Putin no es un interlocutor fiable.

Los verdaderos pacifistas solo pueden pedir el fin de la agresión y la retirada de las fuerzas de ocupación rusas. No recuerdo que quienes se oponían a la guerra de Vietnam, entre los que me incluyo, pidiesen a la URSS o a China que dejasen de armar e instruir a los vietnamitas que luchaban contra EEUU por la unificación y completa independencia de su país.

Este año de guerra ha dejado al descubierto la degradación intelectual y moral de un sector de la izquierda. Hay casos extremos, como el del Partido Comunista de Portugal. Residuo estalinista, ha criticado con dureza que el presidente, Marcelo Rebelo de Sousa, condecorase con el Gran Collar de la Orden de la Libertad a Volodímir Zelenski, a quien acusó de personificar «un poder xenófobo, belicista y antidemocrático» y de estar «rodeado y sustentado por fuerzas de cariz fascista y nazi», según informó La Voz de Galicia. Afirmaba el PCP que el galardón «solo puede ser recibido con indignación por todos aquellos que conocen el valor de la lucha por la libertad que el pueblo portugués realizó a lo largo de décadas contra el régimen fascista». Un partido comunista reproduce la propaganda de Putin, que encabeza el régimen más cercano en Europa a lo que fue el fascismo e insulta, de paso, a la inteligencia de todos los portugueses que lucharon contra la dictadura salazarista. Si un Salazar resucitado hubiera escuchado el discurso de Putin ante la Asamblea Federal, con sus elogios a la nación, la religión y la familia tradicional y sus críticas a la depravación moral de las democracias, habría estado feliz al comprobar que, aunque tarde, se había producido la conversión de Rusia, deseada por la Virgen de Fátima. Lo que resulta más dudoso es que les hubiera gustado a los antifascistas portugueses.

El país agredido convertido en belicista. A nadie puede sorprender la miseria del estalinismo, lo que extraña es que todavía queden estalinistas en el siglo XXI, cierto que también sobrevive el fascismo, unas veces sin disimulo y otras más o menos edulcorado o disfrazado.

En España ha predominado el pacifismo asimétrico sobre el estalinismo ciego, que ni se ha enterado de que la URSS ya no existe, salvo en algún dirigente aislado. Esta actitud disimula algo su inmoralidad, pero, como el sonoro silencio sobre la lucha de las mujeres iraníes, no la oculta. Si el estalinismo resulta patético, que supuestos izquierdistas pongan cara de Chamberlain se convierte en tristemente ridículo.

Asombra que haya quien crea que todo lo que se opone a EEUU es bueno o progresista y que sea ese el criterio que marque su política; sorprende que el antiamericanismo le permita olvidarse de los principios que dice defender y que su desconocimiento de la historia le conduzca a obviar que gracias a EEUU se derrotó al fascismo. Stalin se había aliado con Hitler en 1939, invadido y masacrado Polonia, Estonia, Letonia y Lituania, atacado a Finlandia y ordenado a los comunistas franceses que aceptasen la ocupación nazi. En 1940 solo resistía el Reino Unido. Stalin entró en la guerra en junio de 1941, una vez traicionado por el führer alemán, que atacó a la URSS por sorpresa, y el heroísmo soviético fue también decisivo en el desenlace del conflicto, pero con notable ayuda económica y en armamento de los norteamericanos, que, además, obligaron a los alemanes a distraer fuerzas en el norte de África y Europa occidental.

No se trata de santificar la política exterior de EEUU, ni siquiera la de la administración Biden. La actual hostilidad hacia China tiene mucho de impostada y oculta con ropajes ideológicos un enfrentamiento derivado de la rivalidad comercial, ojalá el gran país asiático sea capaz de mediar en esta guerra. No es una democracia, ni respeta los derechos humanos, pero no tiene una trayectoria belicista y, como bien sabe cualquier persona medianamente informada, la violación de los derechos humanos no es un criterio que la superpotencia norteamericana considere decisivo en sus relaciones internacionales. Ahora bien, ninguna crítica a EEUU puede servir para justificar el apoyo expreso o encubierto al imperialismo ruso.


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