La Voz de Asturias

Los límites del control

Opinión

Gonzalo Olmos
Reconocimiento facial

06 Sep 2022. Actualizado a las 05:00 h.

Una cadena de supermercados del Reino Unido utiliza técnicas de reconocimiento facial masivo para impedir el acceso a sus establecimientos a determinadas personas que tiene localizadas como protagonistas de hurtos o de comportamiento incívico. Con la justificación del derecho de admisión repele a los que considera indeseables o peligrosos, escaneando mediante el sistema de videovigilancia, almacenando y clasificando datos biométricos de todos los clientes, como denuncia la entidad Big Brother Watch, defensora de los derechos civiles y la privacidad. Sin embargo, no es la única práctica de esta naturaleza que se sigue en países a los que se atribuyen estándares democráticos. Por ejemplo, diversos estados de Australia han utilizado técnicas de reconocimiento facial para la identificación en espacios públicos de personas que, por infección de Covid-19 o por ser contacto estrecho, debían permanecer en aislamiento o cuarentena, sobre la base del superior bien de la salud pública, a despecho de cualquier otra consideración. Igualmente, Amnistía Internacional denunció como el Departamento de Policía de Nueva York ha utilizado masivamente el reconocimiento facial para el monitoreo de protestas cívicas a través de los sistemas de videovigilancia callejera, con la pretensión de identificar a los participantes y localizar a quienes protagonizasen cualquier disturbio. La misma campaña se está llevando a cabo en relación con protocolos análogos en Hyderabad, India (10 millones de habitantes); a título de muestra, claro, pues la práctica se multiplica a la par que florece el discurso sobre la guerra contra la delincuencia o contra el desorden.

En todos los países avanza la acumulación de información bajo criterios securitarios sobre los ciudadanos, dirigida a la clasificación, categorización y selección, basada en fines preventivos pero indudablemente relacionada con una vocación de control y «apaciguamiento», de carácter sustancialmente autoritario. Incluso en la Unión Europea, revalidar el patrón más exigente derivado del Reglamento General de Protección de Datos hoy sería, probablemente, más difícil, pues el celo de nuestros legisladores y gobernantes ha disminuido sensiblemente, a caballo de las medidas en tiempos de pandemia. El pulso de actores públicos y privados para rebasar la contención regulatoria es constante. Evidentemente, nada supera el escenario distópico que ya es una realidad en sistemas como el imperante en China, que suman el carácter totalitario y el uso de tecnologías avanzadas. En el país más poblado del mundo la clasificación social, la geolocalización preceptiva o el control a través de aplicaciones obligatorias están a la orden del día (y quien lo critique ya sabe el destino que le espera en la «reeducación»), hasta el punto de que la propia imagen o la protección de los datos personales carecen de relevancia alguna en beneficio de lo que se considera el interés común.

Esta tendencia global navega no sólo con el viento a favor del progreso tecnológico. La ausencia de un debate serio sobre las consideraciones éticas y políticas asociadas a los usos y aplicaciones posibles de las herramientas a disposición acaba convirtiéndolas en una realidad antes de que hayamos apreciado sus consecuencias. Pero quien espolea la práctica es, en último término, la extendida pasividad o conformidad ciudadana, con la guardia claramente baja. La propia concepción de la esfera personal de inviolabilidad y de la privacidad experimenta una transformación que pone en peligro de extinción conceptos nucleares que delimitaban la relación entre el individuo y el poder público. Una parte no pequeña de la sociedad parece mansamente dispuesta a la vigilancia, que consideran necesaria o incluso demandan. Bajo este criterio (que el tiempo a veces desmiente) el sujeto que puede encontrarse con algún problema derivado del control, grabación o de la recogida de sus datos para fines relacionados con la protección de la seguridad, no es potencialmente uno mismo, sino aquel considerado «peligroso social», que, por definición, es «el otro». El principio orwelliano de que quien no tiene nada que esconder no tiene nada que temer, muy propio de cualquier entorno de presión colectiva sobre los derechos civiles individuales, está por ello en boga, hasta el punto de que determinados responsables públicos no tienen problema en explicitarlo. Lo hemos visto en nuestro propio entorno, ya sea para justificar el uso de tecnologías de interceptación indiscriminada de comunicaciones, ya sea para justificar la implantación de videovigilancia masiva en las calles de una ciudad, por apacible que esta sea.

Una sociedad sometida al control permanente y preventivo, no es necesariamente más segura, si por seguridad entendemos algo más que el cumplimiento de la normativa penal en lugares públicos o por la ocultación de los conflictos, sofocados y silenciados para que no importunen. Será, posiblemente, más temerosa y embridada; menos vital, menos libre, menos sujeta a la molesta facultad de decidir, esa que nos hace humanos.

 


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