Guerra cultural y propaganda en verano
Opinión
01 Aug 2022. Actualizado a las 12:18 h.
Antes de Einstein, ya sabíamos a nuestra manera que el tiempo era relativo. El dolor o el aburrimiento lo hacen lento hasta la desesperación. Otras veces es el propio tiempo el que parece dilatarse y, aunque las cosas avanzan, avanzan dentro minutos y horas elásticos que se estiran sin pasar al momento siguiente. Creo que parte de la peculiaridad del verano y el calor es esa sensación. Aunque sabemos que sí habrá un mañana, se pierde la sensación de trascendencia. Es un acierto que la actividad política quede en funciones vegetativas en la canícula veraniega. Es bueno que la vida pública quede en flotación en el período en que se percibe mal la trascendencia de las cosas y la gente anda distraída. Hace años, no sé qué cadena le quitó a Julia Otero no sé qué programa y ella diría después que lo habían hecho con alevosía y agostidad. Por eso es mejor que la política amaine en el sofoco de agosto, porque lo que se hace en agosto es sospechoso siempre de agostidad.
Lo más político que debería haber en agosto debería ser la recepción de la realeza en el palacio de Marivent. En la modorra de agosto no debería haber más política que la monárquica, es decir, la simbólica, la de mentira. El diccionario pone como palabras distintas real, de realidad, y real, de realeza. El real de realidad procede de realis, derivado de res «cosa». El real de realeza procede de regalis, derivado de rex «rey». No deja de ser un sarcasmo de la evolución lingüística que la monarquía solo pueda ser democrática si el Rey no es un Jefe de Estado real, sino de mentira. Lo real, en el segundo sentido, solo cabe en una democracia si no es real, en el primer sentido. Y no hay día que nuestros Borbones no distancien lo real de lo real hasta hacer de la realeza, no un símbolo, sino un delirio.
Pero sí hay un mañana y sí flotan en la canícula más asuntos que Marivent. Los que niegan la lucha de clases proclaman cada vez más alto la guerra cultural. La guerra cultural consiste en combatir los principios de raíz izquierdista instalados en la convivencia como consenso. Consiste en no hacer las cosas como «dicte» la izquierda, para revertir su hegemonía «cultural» y parar su asfixiante adoctrinamiento. No olvidemos que la ultraderecha no quiere arrumbar la democracia con uniformados pegando tiros (al principio) sino con el aplauso popular. Las elecciones en Italia no decidirán entre derecha e izquierda, sino si Italia sigue siendo una democracia o si los italianos aplauden un régimen dictatorial de facto. Las elecciones presidenciales francesas tuvieron un guion parecido, quizás más enmascarado. Las de EEUU serán un duelo a cara de perro entre democracia y dictadura racial y fundamentalista religiosa. El consenso progre que combate la guerra cultural es sencillamente la democracia. La guerra cultural llama dogmas progres a la democracia.
El otro día oí a un parroquiano en la barra de una vinatería, mientras la tele hablaba de la falta de gas y de la inflación, decir que cómo nos la metieron con el ecologismo y el feminismo. Doy por hecho que si lo oí es porque habló lo bastante alto como para que se le oyera y que quien hace eso ni es una lumbrera ni debe tener quien le escuche. Pero es un buen ejemplo de lo que es la guerra cultural. Si las mujeres quieren igualdad salarial y no ser agredidas, lógicamente Europa se queda sin gas y suben los precios. Eso es la guerra cultural: la guerra a la inteligencia, la sinrazón que bloquea cualquier razonamiento, los convencimientos que se hacen firmes solo por confirmar estados emocionales de ira y odio que la propaganda fue cultivando. El Gobierno de Castilla y León ya dijo que la culpa de los incendios es de los ecologistas. Esa es la guerra cultural: sostenibilidad y medio ambiente son expresiones progres; si se les acepta lo de la atención al medio ambiente, la gente asume ese principio y resbala por él hasta caer de bruces en la canasta progre repleta de derechos e impuestos. Son las pendientes resbaladizas de Lakoff. No mostrarán racionalidad (ni humanidad) ante mujeres asesinadas ni ante el recuerdo y dignidad de los asesinados por la dictadura. Todo son pendientes resbaladizas que nos hacen caer en la dictadura progre.
Tienen su parte de razón. A medida que las derechas se van al monte ultra, las izquierdas tienden a ser lo que queda de las democracias (Macron va siendo una excepción). Y más en España donde las derechas nunca cortaron con su raíz franquista y no se les debe ningún avance en derechos y libertades. Las señales son evidentes. Dos de los rasgos de las dictaduras tipo Hungría son la eliminación de la separación de poderes y el control de la prensa. El asalto conservador al poder judicial tiene la grosería de no ocultarse: el CGPJ está bloqueado sin disimulo; a medida que la derecha política pone y quita jueces, los jueces de derechas dictan con desvergüenza sentencias políticas; el PP puede hacer las tropelías, trampas y robos que quiera, porque siempre hay instancias judiciales que cubren el hedor. La prensa de la caverna forma un todo con esos desmanes y es un surtidor permanente de falsedades, bulos y conspiraciones, solo propias de la ultraderecha. Un periódico de la caverna dijo ayer que la Audiencia imputaba delitos económicos a Monedero. No es la Audiencia la que imputa, sino el activista García Castellón, y esto sirve como muestra: un juez facha hace cosas de juez facha y rápidamente el medio afín crea el bulo relacionado. Feijoo, como Trump, ya dice que Sánchez utilizará «los resortes del Estado» para «frenar el clamor de cambio que se masca en las calles». Así es la democracia de los fachas: no se reconocerá el resultado electoral si no es el que se masca en las calles, el que ellos digan.
La guerra cultural no funciona como lucha de ideas. Tiene que ser como lucha contra gente. Hay que pelear con los políticos de izquierdas. Sánchez es una mala persona que echa a los amigos que le ayudaron, Montero se gasta dinero público en viajes a Nueva York (y no a Caracas). La guerra cultural no se libra en debates, sino en maneras «pandilleras y callejeras» contra los políticos de izquierdas. La irracionalidad solo funciona con estados emocionales de ira y odio y la ira y el odio no prenden en ideas, prenden en personas, hay que odiar y atacar a los progres: esa pasta confusa de políticos, universitarios de agua mineral y gente que anda en bici, supongo. Los derechos y libertades se minan atacando a los profesionales de los servicios que los gestionan (mantenidos, enchufados, subvencionados). Los progres solo quieren cargadores para «sus» coches eléctricos y quieren ciudades con menos coches porque «ellos» no lo usan para ir a trabajar. Los privilegiados nunca son Ana Botín ni Florentino Pérez. El fondo es siempre debilitar la democracia.
Las eléctricas y la banca nos dejan flotando los augurios de Josu Jon Imaz: harán lo que puedan para impedir que el Gobierno les ponga impuestos a sus groseros beneficios. Harán lo que puedan y pueden mucho. Su actividad es de mercado libre sin tarifa regulada, dice. Es una de las razones por las que los neoliberales odian los estados: tienen leyes, derechos y gobiernos y las grandísimas empresas no están para esas zarandajas. También dijo que la suya es una actividad de mucho riesgo. En 2021, cuando tantos perdieron tanto, él ganó 4,24 millones de euros. Tiene mucho riesgo, quién sabe cuándo podría bajar a tres millones. El nacionalismo de la ultraderecha es simbólico, de banderas, asaltos inventados a la patria y terrorismos inexistentes. Es parte de la propaganda del odio. Nunca defenderán al Estado de los atropellos de los poderosos de verdad. Son quienes los financian.
Sí hay un mañana después de agosto, con amenazas a la democracia desde la derecha (para los ecuménicos: subir el salario mínimo y proteger la atención sanitaria no es de extrema izquierda; el odio racial y dejar al lucro la atención sanitaria sí es de extrema derecha), con inflación y falta de energía. Y con poderes económicos desagregando socialmente al país. No flota solo el besamanos de Marivent. La realidad, que no la realeza, nos espera.