Sumar
Opinión
16 Jul 2022. Actualizado a las 05:00 h.
Es más fácil sumar que restar. A los niños se les enseña primero. La izquierda, sin embargo, es más de restar. Le gusta que cada idea sea una frontera, que cada conducta sea el contraste de proyectos diferentes. Le doy vueltas a si se debe prohibir la prostitución. Leo y pienso. Completo el convencimiento de que debe prohibirse. Necesitaré entonces poco tiempo para tener la certeza de que el izquierdista que quiera mantener el mercado del sexo no es de izquierdas, está con los proxenetas y no vamos en el mismo barco. Se convoca una manifestación por la enseñanza pública. Acudo y hay poca gente. Enseguida pensaré que hay mucho progre de boquilla, que allí en la manifestación se ve quién está y quien no está con la enseñanza pública. Un individuo de izquierdas necesita muy poco para restar y sentir que Esos De Ahí no son de los suyos. En los seis meses que van de las elecciones de diciembre de 2015 a las de junio de 2016, un millón de progresistas que habían votado a Podemos o IU se dijeron eso tan de izquierdas de «huy, no me representan». Los izquierdistas tienden a exhibir doctrina, identidad y coherencia. Pero hay un punto de coherencia que solo se consigue no haciendo nada; o creyendo que hacer algo es escindirse y reiniciar un proyecto porque lo anterior «ya no nos representa». Los izquierdistas confunden con frecuencia la exigencia con la falta de compromiso. Suelen creer que sus fracasos se deben a sus virtudes. A todo esto se añade lo que es habitual en política: los clientelismos, las ambiciones, los egos y ese activismo frenético cuando hay pocas sillas para demasiados culos. Así se llega a esa tendencia tenaz de que en la izquierda haya más bandas que músicos, como dice con gracia Gerardo Tecé. El esperpento de Por Andalucía y Adelante Andalucía es solo una caricatura, una exageración bufa de lo habitual. Las izquierdas no parecen saber sumar. Yolanda Díaz hace bien en elegir como marca lo primero que los niños aprenden en la escuela: sumar. Lo más fácil.
El coeficiente de Gini sitúa la distribución de la riqueza entre el cero (igualdad perfecta, todos ganan lo mismo) y el cien (desigualdad perfecta, un solo individuo lo tiene todo). España tiene uno de los coeficientes más altos de Europa (33), es decir, es uno de los países más desiguales y el cociente volvió a subir unas décimas (en Portugal bajó un par de puntos). Este coeficiente no mide la riqueza, sino su distribución. España no es de las más pobres de Europa. Pero los datos de Bankinter y otras entidades, sintetizados por Kiko Llaneras, indican que la mitad de los contribuyentes españoles ganan menos de 15.000 euros al año. España se hizo más rica y los españoles más pobres. Cada crisis (por la deuda, por la pandemia, por la guerra) hace un efecto de lupa: con cada crisis aumenta la desigualdad, el número de pobres y la riqueza de los ricos porque a eso apuntan las tendencias de nuestro sistema, las crisis solo ponen aumentos en la maquinaria acelerando los procesos.
A la vez, se envenena la política haciéndose explícitos fragmentos de barbarie cuya negación debería ser transversal en todos los partidos: racismo explícito, machismo explícito (¡se negocia la existencia de crímenes machistas!), clasismo explícito (el número de contribuyentes que gana entre 60.000 y 100.000 euros al año anda por el 3,5% y a ese afortunado 3,5% le darán becas en Madrid, porque «también sufren»). El caso Ferreras muestra lo que ya sabíamos. El periodismo gordo fue un papagayo de las oligarquías. Cuando a las oligarquías no les gustaron determinados grupos políticos, el periodismo fue parte de la mafia y cloacas que llenaron el país de mentiras, apaños y corrupciones. Entre la infamia de los grupos editoriales y la degradación inducida por la aparición de la ultraderecha, quedan ya al mismo nivel la ciencia y los antivacunas, los análisis y los chismorreos, la verdad y la calumnia. Y además veremos que no pasa nada (tras oír los audios de su marido Ferreras, qué gracia hace recordar a Ana Pastor, cuando Pablo Iglesias decía que debía investigarse a los medios y ella decía que qué miedo, huy qué miedo me da eso que está diciendo). Y todavía no está interiorizado lo que significa una guerra de la que somos parte. Si la culpa de Rusia es tan evidente y la resistencia de Ucrania tan justa, todos estamos encantados de tener razón. Recordemos a Toni Cantó exultante, yendo a la Puerta del Sol «contra el comunismo», rugiendo su ignorancia y encantado de tener algo que hacer.
Este es el cuadro en el que la izquierda tiene que aprender lo más fácil que aprenden los niños: sumar. Esta es la situación en la que tienen que pensar con la cabeza puesta en su país o con el culo buscando una silla. No hay suma posible en la izquierda, si no se cumplen dos condiciones: que se pueda uno añadir sin autocrítica y que la succión de la suma sea tan fuerte que no se pueda uno quedar fuera. La suma de Yolanda Díaz no puede ser un elemento en el que se disuelvan grupos y grupúsculos de izquierdas. Tiene que ser una emulsión en la que floten esas izquierdas, como grumos en la papilla, y dejar que el tiempo vaya armonizando. Por ejemplo, cuando la corriente pase por Asturias, no sumará si para sumar Daniel Ripa tiene que darle la razón a Sofía Castañón o a la inversa. Tendrán que estar los dos con la convicción de tener razón, sin autocrítica, en emulsión. Y la corriente tiene que ser fuerte, adivinarse sólida, mostrarse como el escenario donde pasarán las cosas. Tiene que ser la plaza en la que no se puede no estar. Así no armonizará, pero sumará.
Yolanda Díaz ya consiguió algo que falló en el arranque de Podemos. No ofende a los votantes socialistas y es reconocible y reconocida en la izquierda clásica. C’s acosó al PP, pero no molestó a sus votantes. Vox los llama cobardes, pero no molesta a sus votantes. Podemos arrancó convirtiendo a los votantes del PSOE en erizos e incomodando a la clientela de IU. Yolanda Díaz, sin embargo, no parece provocar rechazo en ningún caladero progresista relevante. No sobrevuela ese adanismo de nada de lo anterior vale. Podemos bajó en cada elección y, de ser una opción transversal, es ahora la menos capaz de conseguir el apoyo de quien no se identifique con su ideología. Pero sus logros son indiscutibles. Rompió la modorra en la que había derivado la post transición, rasgó los cortinajes que ocultaban las tramas ilícitas de poder, caricaturizó las inercias plomizas de los partidos de poder y puso lupa de aumentos en las necrosis de la democracia. Se degradaron las estructuras del Estado para atacar a sus líderes, sobre todo a Pablo Iglesias, hasta niveles que comprometen a la democracia en sí. Yolanda Díaz tiene que sumar más allá de Podemos, pero llevar consigo la renovación de la que los morados son protagonistas y parece llevar con naturalidad esa representación. La gran incógnita que siempre lastra a las izquierdas es la eficacia y la política real. Díaz precisamente se presenta desde el poder, desde la gestión eficaz y desde las negociaciones y pactos solventes, presenta como bagaje real lo que siempre genera dudas sobre la izquierda. Parece estar en la modernidad, pero con raíz. Iván Redondo dice que quien conecte abuelos con nietos es demoledor y que el otro día Díaz ya conectó a la nieta con su abuelo. Las circunstancias y su valía la hicieron la persona perfecta en el momento adecuado. No tiene que convencer a tanto líder y lumbrera izquierdista adiestrado en la resta. Tiene que abducir, mover el carro con tanta fuerza que no puedan estar fuera de él. Tiene que interpretar los miedos y la confusión de la gente desde su estilo apacible, romper a la ultraderecha no llevándoles la contraria sino siendo lo contrario a lo que son ellos. Y los izquierdistas de todo pelaje tienen que recordar antes de «buscar su propio camino» y del «no me representa» el contexto de todo esto: desigualdad y aumento de la pobreza; racismo, machismo y clasismo explícitos en la gestión pública; alianzas mafiosas de cloacas, inmundicia política y periodismo; la guerra y sus efectos. Lo primero que aprenden los niños es a sumar.