La Voz de Asturias

Vladimir Putin

Opinión

Eduardo García Morán
Vladimir Putin, en un acto público en marzo

30 Jan 2022. Actualizado a las 05:00 h.

Theodor W. Adorno sentenció que «no cabe la vida justa en la vida falsa». Si cupiera, el Mundo sería la Metafísica misma, apuntamos por nuestra parte. Por consiguiente, el hombre es un ser que tiene la capacidad de vivir una vida falsa que, filosóficamente es detestable, pero deseable antropológicamente, por cuanto la certeza que cada ser tiene de acabar no-siendo para la eternidad es tan inabarcable como espeluznante para la consciencia. La muerte es un tiempo que ocupa todo el tiempo salvo el que se extiendo un radio de bosón, que es la vida, y que, entonces, no es nada en la escala cronológica del Cosmos. No obstante, el hombre vive un tiempo-bosón negándolo con excusas varias (espíritus incluidos), en el caso del reflexivo, o ignorándolo, en el caso del irreflexivo. («… pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,/ni mayor pesadumbre que la vida consciente», dictó Rubén Darío «el Grande»).

El problema que se presenta al mundo es, pues, el hombre mismo, que, viviendo solo una brizna de tiempo, tiene que vivirla; es decir, qué hacer con ella. Quien tenga dudas acerca de lo que se suele hacer con ella, que mire a Vladimir Putin. No todos antes de perecer (y él parece que seguirá vivo y coleando durante más tiempo del que al mundo le conviene) gastan sus días como Putin, pero los más no lo hacen porque no pueden, o pueden solo en un radio exiguo: un empresario, un político, un banco, un fondo de inversiones, un vecino, un compañero de profesión, un hombre ante mujer, un conductor. Es un radio exiguo pero muy violento, y criminal. Y hay millones y millones, camuflados en la cotidianidad.

Los de radio largo, los que cuentan con poder absoluto, con masas de cabezas estériles que les veneran como a mesías y por él se inmolarían o inmolarían a los señalados por él como enemigos, con un armamento de guerra sumamente destructivo (y sin necesidad de echar una ojeada a los botones de los misiles nucleares), son y fueron demasiados, y demasiado sanguinarios. Solo el siglo pasado, tres, entre otros, destruyeron Europa, Japón…, con un número de víctimas imposible de certificar, pero que rebasó con creces los 150 millones. Desde la Revolución Neolítica, la tragedia es inconmensurable. Y ahora aparece Vladimir Putin y su nacionalismo xenófobo (conexión Putin-Puigdemont, en el plano ridículo; en el serio, la conexión Putin-Xi, el déspota chino atento a los movimientos del ruso por si se le presenta la ocasión de engullir Taiwán, como lo ha hecho con otros grupos humanos ajenos, especialmente repugnante con los tibetanos).

Amparándose en una tiranía con grotesca forma democrática, envenenando, tiroteando, torturando y encarcelando a los adversarios que no pudieron o no quisieron exiliarse, Putin, inteligente y frío (sentimientos recluidos y aplastados en el ello por el super-yo freudiano), una combinación letal que ya vimos en Stalin, Hitler y Tojo. No solo se alía o ampara regímenes abominables (el chino, el norcoreano, el bielorruso, el kazajo), sino que pretende renacer de sus cenizas a la URSS, uno de los proyectos más abyectos de la Historia. Tampoco es ya que los bálticos no tengan nada ver con los eslavos, a los que aborrecen, como les aborrecen los chechenos y tantas otras etnias sometidas por Moscú, es que los eslavos polacos, checos o bosnios odian a los eslavos rusos, siempre imperialistas y martirizadores de pueblos.

Putin sueña, sobre todo, con Ucrania, creyéndola «hermana» de la Madre Patria, cuando el Principado de Kiev es anterior e independiente del moscovita. Fue Catalina la Grande quien se anexionó Ucrania en el siglo XVIII, en un proceso expansionista de envergadura iniciado dos siglos atrás por Iván el Terrible, un sádico a la altura del presente inquilino del Kremlin, palacio donde habitaron, desde el final de la Edad Media y hasta hoy, domingo, 30 de enero de 2022, un zar tras otro, bien aristócratas u obreros, blancos o rojos, que mantuvieron sin excepción a sus «amados» súbditos entre la precariedad y la miseria.  

El odio de los ucranianos a los brutales rusos (Stalin mató de hambre a unos tres millones de ellos) es aún más intenso que el de los polacos (Stalin ordenó a Beria fusilar a unos 20.000 polacos, la mayoría oficiales del Ejército, en el bosque de Katyn). Y Putin vuelve a la carga. Les arrebató en 2014 la península de Crimea y parte del este y en la mente del presidente perpetuo ruso está lanzar sus tropas contra Kiev, a solo 80 kilómetros de donde tiene estacionados hombres (hacinados en tiempos de pandemia; ¿acaso le importa a él que enfermen o mueran un cuarto o un tercio de sus tropas?) y material de guerra jamás vistos en los últimos 50 años.

Aduce el sádico que Ucrania no ha de ingresar en la OTAN, de la que, además, deben salir Polonia y otras exrepúblicas soviéticas, porque Occidente llega amenazante a sus fronteras. En la vida falsa de Putin vive la propaganda falsa. La OTAN no es una amenaza para nadie. Es una garantía de paz. Rusia no es una garantía de paz. Es una amenaza para todos. Los finlandeses tiemblan, del mismo modo que tiemblan los caucasianos (Georgia fue invadida hace nada). Suecos y bálticos en permanente alerta, viendo cómo sobrevuelan sus espacios aéreos los caza-bombarderos del «putiniano», y reiteradamente. Nadie que colinde con Rusia permanece relajado ni un solo día. Todos los que colindan con la OTAN, sí.

Precisamente fue un escritor ruso, Alexéi Tólstoi, quien afirmó: «El fascismo [en este caso, ruso] es la quintaesencia de la avaricia. ¿Por qué aniquilar a millones de gentes pacíficas? ¿Por qué matar a los heridos? ¿Qué racionalidad hay en ello? Todo para que alguien no se entere de que tú [Putin, en este caso] no eres un gigante sino, simplemente, un psicópata miedoso, y que la gente no deje de temerte». Rusia es hoy, como siempre, una tierra abatida por el terror político, del que parece que nunca se librará. Y sobre este parecer, somos optimistas respecto al buen futuro que le aguarda al pesimismo.


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