«Con creencias que por nada ni por nadie consentiré en perder»
Opinión
13 Dec 2021. Actualizado a las 05:00 h.
El levantamiento del general Martínez Campos a fines de 1874 pone fin al Sexenio Democrático y a la Primera República y abre paso al proyecto de restauración borbónica planeado por Cánovas: tras la proclamación de Alfonso XII se pondría en pie un régimen en el cual la soberanía fuera compartida entre el monarca y el pueblo, representado por dos partidos políticos, el conservador y el liberal, que se turnarían en el poder. Para proteger su proyecto, para poner a salvo al monarca y al nuevo régimen de las críticas, el Gobierno canovista ató corto a la opinión publicada. Aunque la constitución de 1876 ampara el derecho a la libertad de expresión, lo cierto es que la Ley de Prensa de 1879 supuso una auténtica mordaza para periódicos y revistas, con una profusa tipificación de delitos y la creación de tribunales especiales. Con la formación del Gobierno de Sagasta en febrero de 1881 se inicia el turno de partidos y se abre un nuevo tiempo para la prensa: se indulta a los periódicos y periodistas que estuvieran cumpliendo penas de suspensión y se inician los trámites para elaborar una nueva ley. El escenario parece ahora bien diferente, tanto que, sin esperar a que el 30 de julio la Gaceta publicara la Ley de Policía de Imprenta del Gobierno fusionista, el 4 de febrero de 1883 sale a la calle el semanario Las Dominicales del Libre Pensamiento, toda una prueba para calibrar el grado de tolerancia del sistema político imperante.
En la cabecera figuran como redactores Ramón Chiés y Demófilo, seudónimo de Fernando Lozano. A partir de aquel primer número, las cuatro páginas del semanario se convertirán en el punto de encuentro de quienes se hallan en los arrabales del régimen: librepensadores, republicanos, anticlericales, masones... No admite anuncios de pago y los que aparecen en la contraportada, de inserción gratuita, muestran su simpatía por la Institución Libre de Enseñanza, la Sociedad Protectora de los Niños o la Asociación para la Enseñanza de la Mujer... ¡La mujer! Conscientes de que su ausencia puede ser el flanco más débil de aquel proyecto que acaba de ver la luz, en el número dos se inserta un llamamiento a su participación «¡Cuánto no daríamos por verte al lado de nuestra causa! [...] ¡Cuánto, cuánto no diéramos porque tu corazón se juntara al nuestro en el amor de las ideas modernas!».
Pocos días antes de la difusión del primer número de Las Dominicales, Rosario de Acuña llora la pérdida de su padre fallecido de forma prematura. Aquella muerte repentina llenó de dolor su paradisiaca casa de campo que se había hecho construir a las afueras de Pinto y precipitó la ruptura de su matrimonio: Rafael cesa en el puesto que desempeñaba en el ministerio de Agricultura y cuatro meses después ya se encuentra en Badajoz como jefe de sección en la sucursal del Banco de España. Desde entonces sus vidas discurrirán por alejadas trayectorias. Huérfana de padre («un alma como la suya, gemela en el amor hacia todas las lealtades») y definitivamente separada de su marido, los meses que siguieron a aquel aciago inicio de 1883 conformaron un tiempo de gran trascendencia para nuestra protagonista, a juzgar por el brusco giro que, tiempo después, tomó su vida. Son meses de agonía constante, de existenciales dudas, de profundas vacilaciones, de juveniles evocaciones, de repensadas vivencias; meses de reacomodo, de cambio, de metamorfosis.
Fue en ese tiempo cuando, por casualidad, se produjo su encuentro con el semanario librepensador. Volvía de la capital con varios paquetes envueltos en papel de periódico. Al desenvolverlos, sus ojos repararon en un título que nunca antes había leído. Allí se encontraba, hecho tinta, encarnado, el ideal de libertad. Al ojear sus páginas, al leer sus escritos, al desmenuzar sus frases, su ser se estremeció ante aquel ejemplo real, lo tenía entre sus manos, de lo que para ella había sido hasta entonces parte de un ideal inalcanzable, al menos en aquella sociedad que le había tocado vivir: por las cinco columnas de cada una de aquellas páginas rezumaban las esencias de la libertad, de la justicia y de la fraternidad. Tras este primer encuentro con el aún joven semanario, Rosario se convirtió en fiel lectora de sus páginas: «¡Cuánto he meditado teniéndolas delante y con los ojos a medio cerrar, para resumir mejor la síntesis de cada uno de sus artículos!». Ante sí, en sus propias manos, tenía lo que para ella era «el grito primero, el más valiente, el más conmovedor y el más imposible de ahogar de un pueblo que despierta...». Tan solo veía un problema, tan solo encontraba un punto débil en aquel proyecto: «¡Defender la libertad de pensamiento sin contar con la mujer! ¡Regenerar la sociedad y afirmar las conquistas de los siglos sin contar con la mujer! ¡Imposible!».
¡La mujer…! Confinada en el hogar, adormecida su capacidad de aprender, de pensar por sí misma, desconocedora de «la fe de la naturaleza, de la ciencia y de la humanidad», la mujer se cobija en cuanto le inspira confianza, en aquello que le enseñaron en su niñez: es presa fácil del púlpito y del confesionario, queda a merced de los enemigos de la libertad. No; no se puede plantar batalla a la superstición y el oscurantismo sin tener en cuenta la decisiva influencia que juega la mujer en la familia española. Al fin y al cabo, es ese, el ámbito doméstico, el espacio que le ha sido asignado en el asimétrico reparto de papeles que ha realizado la sociedad decimonónica. Convencida de que no se puede vencer en aquella batalla sin entrar en lo más íntimo del hogar, convencida de que resulta imprescindible cubrir aquel flanco, Rosario decide dar un paso al frente, haciendo pública su adhesión a la causa del librepensamiento, con el firme propósito de «combatir a los enemigos, sean los que fueren, del hogar, de la virtud femenina, de la ilustración de la mujer, de la dignificación de la compañera del hombre».
Con la publicación de aquella carta dirigida a Ramón Chíes, que vio la luz el 28 de diciembre de 1884 en la portada del número 98 de DLP bajo el título «Valiosísima adhesión», Rosario de Acuña sale decidida a la palestra, presta a combatir: «Vengo a este campo de glorioso combate con creencias que por nada ni por nadie consentiré en perder...». Aquella declaración pública de intenciones va a marcar con trazo grueso un hito en su vida. Nada será ya igual para ella, pues la relación que desde entonces habrá de mantener con sus contemporáneos, próximos o lejanos, estará mediatizada por la valoración que otorguen al nuevo compromiso asumido por la escritora: los unos la aclamarán por haber ingresado en sus filas, los otros la vituperarán por haber desertado de las suyas. De los primeros le llegarán felicitaciones y halagos, así como peticiones de artículos o de conferencias, de cartas o de discursos; de los segundos, insultos, procesamientos, persecuciones, prohibiciones o apedreamientos. Por lo que respecta a sus obras, a su relación con la poesía, con los cuentos o con el teatro, todo habrá de cambiar, igualmente. Las motivaciones estéticas van a dejar paso a las utilitarias; el arte al proselitismo; la literatura a la propaganda.
En efecto, desde ese decisivo instante su pluma se convierte en generoso y eficaz instrumento al servicio de la propagación de las ideas que defiende. La escritora se ha transformado en propagandista; la poeta en publicista. Gracias a la relativa asiduidad con que aparecen sus artículos en el semanario, no tardará mucho tiempo en estar completamente integrada en el seno del librepensamiento español. Su relación con el periódico será cada vez más estrecha: Las Dominicales se encargan de anunciar y vender todas sus obras; la escritora participa en las campañas propagandísticas o solidarias que promueve la publicación; en lugar preferente se reproducen los discursos y conferencias que doña Rosario pronuncia o envía a las diversas sociedades que se lo demandan, al tiempo que da cuenta de aquellas actividades de trascendencia social en las que su nueva colaboradora participa. Todo lo que procede de su pluma, sea nuevo o haya sido publicado con anterioridad, es acogido en las páginas del periódico con resalte y prontitud.
La suerte está echada. Defender públicamente la libertad de conciencia en la España de la Restauración (en la que, no lo olvidemos, el pensamiento colectivo estaba regido por el monopolio de la doctrina católica) suponía entrar en una cuarentena social, arrostrar críticas airadas cuando no insultos, asumir cierto grado de ostracismo, encontrar cerradas puertas que antes habían estado entreabiertas; y más en su caso, que hasta no hace mucho tiempo había pertenecido al sector más beneficiado de la sociedad. De cualquier forma, el nuevo escenario que se abría ante sus ojos no iba a suponer ninguna sorpresa, contaba con ello. Ni iba a ser fácil, ni iba a ser rápido; antes al contrario. «Así es como tenemos que empuñar nuestra bandera; sin la esperanza limitada a nuestro corto existir terrenal; sin la esperanza encerrada en los estrechísimos horizontes de nuestra individual felicidad…»