Aquellas infancias ovetenses: domingueros en Salinas
Opinión
17 Oct 2021. Actualizado a las 05:00 h.
En aquellas infancias ovetenses no todos los veranos podíamos irnos de vacaciones a Jávea, Benidorm o a las Rías Baixas. Y, por mucho que algún alcalde iluminado, en algún proyecto faraónico, soñara con crearla, Oviedo no tiene playa. Aunque (ventajas del paraíso natural) no anda muy lejos, a unos 30 kilómetros. Y a esa distancia aproximada uno de los destinos más cómodos era y es la playa de Salinas, muy cerca de Avilés, a la que solíamos ir en verano muchos domingos.
El primer asunto logístico, tratándose de Asturias, era obviamente el meteorológico y la primera pregunta el domingo al levantarse era obligada: en Oviedo hace buen día, despejado, pero ¿qué tiempo hará en la costa? Para ello estaban los informadores: bien dos tías abuelas paternas que solían veranear en la propia Salinas, cerca del restaurante La Gaspara; bien otra tía abuela materna que vivía en Avilés y que tenía un perro pekinés ya muy mayor, que se pasaba el día enrabietado persiguiéndose la cola.
Con la información positiva del tiempo, empezaba la planificación: llamadas a abuelos, tíos y demás familia: tú llevas esto, yo lo otro. Y todos al Seat 127 granate, en principio cuatro personas, aunque a veces podíamos encajarnos seis. Otros coches que se estilaron fueron un 127 Especial amarillo y un Simca 1200 color verde bosque. Ya no recuerdo si coincidieron o no en el tiempo, pero a Salinas seguro que fueron.
Ya en el coche, salíamos de Oviedo dejando la ennegrecida San Julián de los Prados a mano izquierda y atravesando por en medio el Grupo Guillén Lafuerza, para mis ojos unas pequeñas casitas al lado de la autopista aunque años después supe que era una colonia de casas baratas de posguerra y que derribaron unas cuantas edificaciones porque a alguien se le ocurrió que ese era el mejor sitio para que pasara la Autopista, partiendo el barrio en dos. Y digo la Autopista, con mayúsculas, porque de aquella sólo había una. Hubo que esperar algún año a que se inaugurara la de León, aunque esa es otra historia.
Se trata de una infraestructura de transporte fundamental en Asturias, pese a su actual congestión. Inaugurada en 1976, la también llamada Y parte de Oviedo y recorre de sur a norte el centro geográfico de Asturias bifurcándose a la altura de Serín hacia el NE (Gijón) y hacia el NO (Avilés). Es punto de unión en sus extremos de las tres principales ciudades asturianas y supuso una revolución en el transporte de la región, marcada por la difícil topografía.
La Autopista era el canal por el que los ovetenses peregrinábamos hacia la playa acompañados por la estruendosa melodía con la que nos deleitaban los neumáticos al circular por ella. Es algo que llama la atención del que la recorre por primera vez y se produce porque el firme está formado, en realidad, por hormigón armado estriado en una serie de bandas paralelas (las descubrí en uno de los viajes, cuando tuvimos una avería y paramos en el arcén). Posteriormente, he sabido que la pavimentaron así para que durara más tiempo, lo que parece cierto dado que aún persiste en la mayoría de los tramos.
El recorrido por la Autopista tenía una serie de hitos fundamentales para los niños de entonces. Por ejemplo, la visión del PRYCA, uno de los pocos centros comerciales de Asturias de aquella, con una incipiente Fresneda a su lado, aún en proyecto. O el viaducto de Serín y sus mangas de viento, otro de los informadores meteorológicos de los días de playa. Desde ahí, ya atravesando el centro de la Y, se pasaba por debajo del viaducto de Serín original, el ferroviario, con sus arcos almohadillados ennegrecidos que de aquella me sugerían vagamente el acueducto de Segovia.
A partir del llamado nudo de Serín, la carretera enfilaba dirección NO hacia Avilés y el paisaje iba cambiando. A partir de cierto punto estaba marcado, en la margen derecha, por Ensidesa y la siderurgia. Todo un mundo metálico y gigante de hornos, chimeneas, fuegos, almacenes, naves industriales, montañas de carbón... un paisaje en tonos metálicos, negros, grises y ocres, entre los eucaliptos de repoblación y la vegetación autóctona. Justo antes de llegar a Avilés, había dos hitos infantiles más en el viaje, en la margen izquierda: lo que llamábamos ‘casa de los fantasmas’ que parecía más bien una pequeña iglesia o ermita en ruinas y cuyos últimos restos aún perviven, un poco más allá de lo que ahora es Parque Astur; y la casa del caracol, llamada así porque tenía una escalera exterior de ese tipo, de color verde.
Por fin, atravesando el poblado de Llaranes, dejábamos la Autopista y llegábamos a Avilés. Se entraba a la ciudad por una calle paralela al puerto y la zona industrial y el ferrocarril. Desde allí había dos formas de llegar a Salinas: bien a través de la Avenida de Los Telares y la Avenida de Lugo, por el interior, bien circulando al lado de la ría, hacia San Juan de Nieva. La segunda opción siempre era la favorita. Si teníamos suerte, podíamos ver pasar el tren parados en el paso a nivel, justo antes de entrar al puerto. Desde allí, atravesando la zona portuaria, disfrutábamos de los barcos atracados y, en ocasiones, podíamos observar a alguno entrar o salir. Era fascinante ver los tamaños y los nombres de los barcos, industriales, y también su nacionalidad. De esa zona salíamos a San Juan de Nieva y a Salinas, sin solución de continuidad.
Pequeña población de plano bastante regular y con una mayoría de casitas tipo ciudad-jardín, Salinas había crecido al amparo de la Real Compañía Asturiana de Minas y los veraneantes burgueses. Como la mayoría de las localidades costeras, se abría al turismo masivo desde los años 70, y de ello dan fe edificaciones en altura como los Gauzones, que desentonaban ya de aquella con el conjunto de la población. Se entraba atravesando un extenso pinar de repoblación, con las dunas del Espartal hacia la derecha. Aún podían verse en el asfalto los raíles por los que había circulado el antiguo ferrocarril que unía la zona industrial de Arnao (más allá de Salinas, detrás de la Peñona y Pinos Altos) con la zona del puerto en San Juan de Nieva.
Ya en la playa solíamos juntarnos fácilmente 12 ó 13 personas, entre abuelos, tíos, primos y demás familia. El montaje no tenía nada que envidiar a un Callejeros televisivo actual: sombrillas, mesas desplegadas y fiambreras con filetes empanados, tortilla de patata y ensaladilla rusa, sobre todo. Eran importantes los termos gigantes y con doble depósito: uno para el vino y otro para la gaseosa; otro para el café y otro para la leche; y también alguno de agua. Recuerdo también unas hamacas de color rojo con bandas verticales de colores, además de los consabidos cubos, palas, rastrillos y flotadores. Al núcleo familiar principal se le agregaban unos satélites a lo largo de la playa, que solía estar muy concurrida, con diferentes zonas donde se localizaban otros familiares y que solíamos ir visitando a lo largo del día obteniendo las consiguientes propinas (o quizás un helado).
La playa, al ser muy abierta y extensa (casi 3 kilómetros hasta San Juan de Nieva), está a merced del viento y las corrientes. Por ello había varias zonas habilitadas para el baño, siempre vigiladas. Recuerdo la sensación del salitre en la piel, y las pequeñas partículas de hollín en el agua y el galipote negro que a veces se te pegaba en los pies, consecuencia de la industria cercana.
Después de comer, durante el tiempo destinado a las dos horas clásicas de digestión para los niños, a veces iba con mi padre y algún tío a Casa Ramiro, un clásico que aún perdura, con sus azulejos naranjas, sus hortensias en la terraza y sus porrones de cerveza con casera acompañados de cacahuetes en las mesas de piedra. Allí vi mis primeras retransmisiones del Tour de Francia, con Perico Delgado y Ángel Arroyo conquistando puertos. Recuerdo de forma borrosa a Ramiro, a Oscar (con acento en la a, como palabra aguda) y a una tal Pergentina, quienes lo regentaban.
Tras la vuelta a la playa, tocaba un baño final, recoger el campamento y quizá hacer una pequeña visita al parque de los patos (y cobayas) que había cerca del Náutico. Después, tocaba emprender el camino de vuelta a Oviedo no sin parar antes a acabar los restos de la comida en algún merendero de la carretera vieja de Avilés, algo que servía también para evitar las congestiones de tráfico que se solían formar a la entrada de la capital, con todos los domingueros ovetenses volviendo a la vez. De ahí, ducha, vaso de leche y a dormir.
Hace tiempo ya de aquello y muchas cosas han cambiado, entre ellas yo mismo. En los años 90 estuve en Salinas alguna vez, incluso visité Casa Ramiro y el propio Ramiro seguía allí, atendiendo a los clientes. Y a principios de los 2000 aún comí en el restaurante La Gaspara. Pero he vuelto a Salinas en alguna visita reciente a Asturias y, ojos de adulto aparte, no es lo mismo. Casa Ramiro sigue manteniendo el tipo pero La Gaspara es ahora eso que llaman un gastrobar. El paseo no es el mismo, lo destrozó un temporal en 1990 y tuvo que ser reconstruido, ahora con vallas. Ya no están los clásicos maceteros de colores, ni el parque de los patos. La arena tampoco es la misma: el cambio climático, los dragados de la ría y diversos factores han afectado a las corrientes y ha hecho necesario añadir arena artificialmente, menos fina que la anterior.
Sigue siendo un destino veraniego clásico y una playa con mucha afluencia, muy marcada también por el surf, pero me da la impresión de que los domingueros actuales, hijos y nietos de los de los 80, quizá prefieran ahora otras playas asturianas y destinos más exclusivos, cosa de las clases medias y de la modernidad. Y las autopistas y autovías asturianas, ahora sí en plural, ponen a nuestro alcance (y podría ser un lema turístico) tanto el oriente como el occidente en poco más de una hora.
Pero Salinas y su playa, como otros tantos lugares, siguen allí, esperando a quien quiera conocerlos y disfrutar de los buenos momentos.
Emilio J. Cepeda García (Oviedo, 1975) es geógrafo, profesor tutor de Geografía y responsable de Extensión Universitaria en el Centro Asociado de la UNED en Tudela (Navarra)