La Voz de Asturias

Salvoconducto para una mujer separada

Opinión

Macrino Fernández Riera
Rosario de Acuña

19 Jul 2021. Actualizado a las 05:00 h.

El imaginario colectivo, cimentado sobre arraigados soportes religiosos  («Con dolor parirás a tus hijos y, no obstante, tu deseo te arrastrará hacia tu marido, que te dominará»), había situado al esposo y a la esposa en niveles diferentes, y la legislación civil asume y sanciona tal desigualdad: la mujer debe «obedecer a su marido, vivir en su compañía y seguirle a donde este traslade su domicilio o residencia […]  no puede administrar sus bienes ni los de su marido, ni comparecer en juicio, ni celebrar contratos, ni adquirir por testamento o ab-intestato sin licencia de su marido…».

El sábado 22 de abril de 1876, dos meses después del estreno de Rienzi el tribuno, la joven escritora Rosario de Acuña y Villanueva y el más joven aún teniente de Infantería Rafael de Laiglesia Auset se otorgan mutua promesa de fidelidad eterna ante el católico ministro y sus respectivas familias, muestra representativa de la clase acomodada del nuevo Estado liberal.  La del novio parece estar en alza por obra y gracia del creciente protagonismo que está adquiriendo Francisco, hermano mayor del contrayente, quien no hace mucho ha conseguido un acta de diputado por la circunscripción de Puerto Rico.

En cuanto a la de la novia, conviene recordar que además de ser hija del por entonces inspector jefe de Ferrocarriles del Ministerio de Fomento, es sobrina de don Antonio María de Acuña Solís, gobernador civil cesante de Castellón; prima de don Pedro Manuel de Acuña Espinosa de los Monteros, diputado y gobernador, al tiempo que Señor de la Torre de Valenzuela;  prima también del marqués de Rianzuela y de la condesa de Benazuza; sobrina del por entonces académico y senador por la provincia de Jaén, el exministro don Antonio Benavides  Fernández-Navarrete; sobrina  del Patriarca de las Indias Orientales…

Es entonces, al inicio de aquella nueva etapa, cuando la «muy enamorada» y joven esposa escribe en un ejemplar del exitoso drama que le ha abierto las puertas del parnaso nacional la siguiente dedicatoria: «A mi marido: / Sobre palmas de laurel / entré en la escena española; / allí me encontraste, sola; / ¡no lo olvides, Rafael!»

Tras la boda, la pareja pasa su luna de miel por tierras de Andalucía. A su regreso, apenas tienen tiempo para estar con los suyos: han de partir de nuevo para iniciar una nueva etapa lejos de su Madrid natal, pues a Rafael le han destinado al Depósito de Ultramar que tiene su sede en Zaragoza. Y hacia allí se encaminan la noche del veintinueve de junio. Una vez en la capital aragonesa, la pareja podrá lucir sus mejores galas: al capitán le ha sido autorizado el uso de la Medalla Conmemorativa de la Guerra Civil; la escritora, probablemente estimulada por el ambiente militar que la rodea, estrenará en un teatro local un nuevo drama titulado Amor a la patria, dedicado a «los nobles descendientes de los inmortales zaragozanos de 1808».

A finales de enero del ochenta el militar es dado de baja en su anterior destino, posteriormente es autorizado a trasladar su domicilio a Madrid. En marzo del siguiente año pasa a la situación de supernumerario sin sueldo «a fin de dedicarse a asuntos de familia», obteniendo seguidamente autorización para residir en Pinto, una pequeña localidad del sur de la provincia, donde el matrimonio se ha hecho construir una pequeña quinta campestre. Han pasado casi cuatro años fuera de su ciudad natal y durante ese tiempo las cosas no debieron ir tal como se habían imaginado.

Los cambios de residencia y de trabajo  parece ser que obedecieron a los acuerdos que toma la pareja después de que se hiciera evidente que las cosas no iban bien entre ellos. De todas formas aquella situación no habría de durar. En el mes de enero de 1883 la escritora, y campesina (pues buena parte de su tiempo lo dedica al cuidado de sus animales y plantas en la quinta campestre que se ha hecho construir a las afueras de la localidad pinteña), recibe un duro golpe al producirse el fallecimiento de su padre. En ese mismo mes Rafael cesa en su puesto como visitador en el ministerio. Todo se acabó. En el mismo ejemplar de Rienzi el tribuno que siete años atrás había dedicado a su marido, Rosario registró la fecha de la ruptura, añadiendo a la primera quintilla esta otra que aquí se escribe: «27 de abril de 1883: / ¡Siete años de ayer a hoy! / Vivo entre penas, sin gloria... / Tienes mi cuerpo... ¡la escoria! / Sola estaba; sola estoy».

Pocos días después de ese 27 de abril de 1883 Rafael se encuentra en Badajoz, donde desempeña el puesto de jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España, mientras que Rosario permanece en la casa de Pinto. Desde entonces vivirán separados, pero, no lo olvidemos, legalmente continúan estando casados: Rosario de Acuña y Villanueva sigue siendo la esposa de Rafael de Laiglesia y Auset. La legislación liberal decimonónica no contemplaba ninguna otra posibilidad de disolución del matrimonio que no fuera la muerte. Ni siquiera lo hizo la Ley del Matrimonio Civil de 1870 cuando regula las causas de divorcio («El divorcio no disuelve el matrimonio, suspendiendo tan solo la vida en común de los cónyuges y sus efectos).

En cualquier caso, la de Rosario y Rafael había sido una boda católica y, por tanto y con arreglo a la ley,  continuaba siendo una mujer casada, por más que se separara de su marido. Y así seguiría siendo hasta que la muerte disolviera el vínculo que había contraído cuando contaba veinticinco años de edad.  Por muy separada que estuviera de su marido continuará sujeta a su tutela legal, pues según establecen las leyes vigentes deberá contar con su autorización para comparecer en juicio o para comprar y vender bienes; tampoco podrá publicar escritos, ni obras científicas ni literarias de que fuere autora o traductora, sin su consentimiento.

Desconozco cuál o cuáles fueron las causas de la ruptura; si fue, como he visto escrito en más de una ocasión,  por infidelidad del marido o se debió a otras razones que tenían más que ver con la asfixiante cotidianidad del limitado horizonte urbano en el que habían vivido. «Impuse al matrimonio la condición expresa de vivir en los campos, pues nada me importaba que el hombre corriese al placer ciudadano, si era respetado mi aislamiento campestre...»: sus propias palabras parecen alentar varias hipótesis. En cualquier caso -haya sido cual  haya sido la causa, de haber una sola?, lo que pretendo ahora es poner toda la atención en el día 27 de abril de 1883, en el momento de la ruptura. Sin duda ella sabrá el mañana que le espera; sin duda ha de ser consciente de cuál será su situación- doy por hecho que incomprensible y paradójica para la mentalidad actual? desde el mismo momento en que recupere su soledad («Sola estaba, sola estoy»). A partir del último sábado del mes de abril del año ochenta y tres, Rosario de Acuña y Villanueva será, de hecho, una mujer separada de su marido, sí,  pero aún le deberá obediencia y precisará de su consentimiento para hacer públicos sus escritos.

Siete años después de su boda expresa su desaliento al pie de la dedicatoria: «Vivo entre penas, sin gloria...» Rosario y Rafael acordaron su separación. «Sola estaba, sola estoy». Treinta y dos años tenía entonces. Toda una vida por delante, que en ningún caso debía de estar supeditada a la tutela de quien legalmente continuaba siendo su marido. De ahí la importancia de aquel documento, del  «amplio poder marital que para todo género de asuntos me otorgó el que fue mi marido al tiempo de nuestro mutuamente convenido divorcio».

Por más que no le viniera mal el dinero, «la escasa pensión» que Rafael le entrega, aquel documento cuenta con un valor inestimable: le devuelve la libertad. Tiene en sus manos un preciado salvoconducto para transitar por los inescrutables vericuetos de la España del Concordato, firmado en 1851 por el papa Pío IX y la reina Isabel II y vigente hasta la Segunda República. Gracias a aquella libertad otorgada, Rosario puede seguir sola su camino, puede firmar los contratos de edición de El crimen de la calle de Fuencarral o El padre Juan, arrendar en la localidad cántabra de Cueto la finca en la que instalará su granja avícola, comprar un terreno sobre los acantilados gijoneses, en El Cervigón, donde se hará construir la que será su última morada...

Separada por voluntad propia y con los papeles en su poder, camina de nuevo, y lo hace con la mirada larga: «Todas las amarguras, y las humillaciones, y los trabajos, y las penas, y los sacrificios, y las anulaciones, son nuestras; y todas las felicidades, y las grandezas, y los descansos, y las satisfacciones, y las glorias, y las dignidades, serán de nuestras nietas».


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