Contar la verdad
Opinión
10 Apr 2021. Actualizado a las 05:00 h.
En estos tiempos de oscuridad, la verdad no se acredita ya mediante hechos probados con garantías procesales sino que es revelada por la víctima contando ante las cámaras su desgarrada experiencia de sufrimiento. Después de unos minutos de publicidad y los comentarios de los cuatro analfabetos de guardia galleando desde un sofá del plató, el espectador dicta sentencia desde el suyo.
Tras varias semanas haciendo caja contando lo mala que es su madre, a Paquirrín le está comiendo la tostada Rociíto llorando lo malo que era su exmarido hace veinte años. Lo hace en una serie documental titulada Contar la verdad para seguir viva, un novedoso formato donde la víctima cuenta y edita su historia como le viene en gana, sin el incordio del directo ni las preguntas, envolviendo sus lamentos en una emotiva banda sonora, la canción francesa de Eurovisión. La izquierda, indiferente ante el testimonio de Kiko Rivera, no ha tuiteado un solo «Paquirrín, yo también te creo, hermano», y se ha volcado en defensa de la verdad de Rociíto. En venganza, el DJ de Cantora ha apoyado al PP en la campaña electoral madrileña llamando «fenómena» a Isabel Díaz Ayuso, «imbécil» a Gabriel Rufián, «gilipollas» a Pablo Iglesias y «cateto» a Pedro Sánchez.
Aparte de la extravagancia de ver a Paquirrín atreviéndose a llamar cateto a nadie, el episodio nos sirve para constatar el actual contexto progresista y a la vez premoderno de reparto de culpas y atribución de la condición de víctima: el sistema, en deuda con los que sufren, les compensa con una identidad protectora cimentada en el sufrimiento proclamado, el bien supremo y subjetivo del momento, por encima de reliquias como la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia. Si todos querían ser héroes en la vieja izquierda del movimiento obrero, en el actual progresismo de las minorías todos prefieren ya ser víctimas.
El concepto de espacios seguros surgió en algunas universidades norteamericanas para proteger la identidad de las minorías frente a un espacio público minado de agravios y agresiones. Décadas después, las minorías ya no necesitan refugios. Han saltado la valla y combaten a sus opresores a campo abierto, cada vez más empoderadas y expansivas, acuchillándose con la carcundia reaccionaria en cada esquina. Muchos, escapando de la sangría y antes de que nos echen la culpa de algo, hemos okupado aquellos espacios seguros abandonados y, después de una pequeña reforma, nos hemos instalado en ellos.
Tras cerrar las cuentas de Twitter y Facebook, mantenemos la de Instagram como mero repositorio exhibicionista de comidas, vinos y paisajes. Conservamos los grupos de WhatsApp de confianza, donde no se sanciona un matiz con el apaleamiento ni una broma termina en la fiscalía o en un observatorio de odio. Discutimos de ciertos temas solo con amigos y en público fingimos no haber oído nada. Hemos regresado al jardín del camino de El Pireo para vivir ocultos, a salvo de tanta verdad, de tanto progreso.