Ofensa y ofendidos
Opinión
19 Dec 2020. Actualizado a las 05:00 h.
La ofensa es una industria floreciente y rentable en nuestra vida pública. No sé si me hizo pensar en ella la ratificación del delito de injurias a la bandera, la aprobación de la ley de eutanasia, el dictamen que había hecho sobre el asunto del Comité de Bioética, el simple recuerdo de que exista un Comité de Bioética, que la normativa sobre empresas electrointensivas no pueda constar legalmente como ofensa para Asturias, la proximidad de los anuncios de Campofrío o una mezcla de todo. Igual que un reloj parado da bien la hora una vez al día, Trump dijo una verdad que la gente tomó por brutalidad cínica. Dijo que si disparara a gente en la Quinta Avenida a la vista de todos no perdería votos. En Galicia hay mucha gente que piensa que la red caciquil del PP provoca una impunidad parecida. En Andalucía se decía lo mismo del PSOE. El PP de Madrid no necesita esconder fechorías ni volquetes de putas y puede poner al frente literalmente a cualquiera sin perder votos. Los defensores del Rey Emérito le dan explícitamente la razón a Trump. La pandemia puso el ánimo de la gente del revés varias veces y redujo la racionalidad a niveles de subsistencia. Pero las encuestas muestran pocos cambios en la tendencia de voto, sobre todo ideológicos. La gente parece reforzada en sus convicciones previas, pero con más enfado y más dispuesta a aceptar un candidato aunque pegue tiros en la Gran Vía.
El sectarismo creciente, que es de lo que va la cosa, se basa en multiplicar la ofensa en los asuntos políticos. En vez de argumentos, tenemos agravios sobreactuados. Los Presupuestos Generales del Estado no inquietan en Europa, pero las derechas pretenden que ofenden a las víctimas de ETA y hieren los símbolos patrios. Quien se ofenda por las tropelías de Juan Carlos I ofende él mismo a la monarquía, la transición y lo que nos une. La ley de educación ofende a nuestra lengua. Casado exige a Sánchez que llore para no ofender a las víctimas de la pandemia. Y que felicite la Navidad en honor al nacimiento de Cristo para no ofender a una nación católica. Conspicuos sectores de la Iglesia convocan ayunos y oraciones por la ofensa de la eutanasia y el Banco de Santander patrocina encuentros de fundamentalistas católicos de alto nivel para que junten todas las ofensas que los afrentan.
En una sesión parlamentaria es difícil saber de qué se está hablando. Se estimulan las pulsiones emocionales más bajas con las actuaciones más bobas y no se escucha un mínimo rigor sobre nada. Era lógico pensar que el ascenso de Vox no iba a ser para bien del país. La decisión del PP de protegerse de Vox diluyendo sus maneras en las de los ultras, el convencimiento de la derecha de que no hay gobierno legítimo si no es suyo y el papel vocero de la prensa afín no pueden más que llenar el ambiente de ofensas y ultrajes impostados. Pero el terreno ya estaba abonado en ciertas tradiciones jurídicas, culturales y políticas. En nuestro código penal existe el delito de ofensa a los sentimientos religiosos, pero la cuestión no es que exista. Es que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en general muy estricto con las leyes que limitan la libertad de expresión, cuando la materia es religiosa deja más margen a los gobiernos nacionales. Es decir, tolera mejor la merma en la libertad de expresión si de religión se trata. El otro foco de ofensa colectiva tiene que ver con la nación y sus símbolos. Es decir, la tradición es que es más grave ofender emociones compulsivas que convencimientos racionales. Se pueden denigrar ideologías o propuestas, pero agraviar sentimientos religiosos o nacionales se percibe como un acto más agresivo que ataca algo más hondo y que debe considerarse un delito. En la experiencia cotidiana sucede lo mismo. Si alguien rechaza la comida que le ofreces será un maleducado, salvo si el motivo es religioso.
No mencionaba en balde el nuevo revés para Asturias con el estatuto de las industrias electrointensivas. Los costes de las electrointensivas, el coste de la transición energética y la despoblación son seguramente los principales problemas de Asturias. Cada vez que los tiempos obligaron a ajustes y pérdidas por la evolución de la industria, se aplicaron las medidas a Asturias de manera amnésica, sin tener en cuenta cuántas reconversiones y cierres se fueron haciendo en las últimas décadas. Y tenemos que volver a adaptarnos a los tiempos perdiendo y consumando un declive que no se produjo en ninguna otra comunidad autónoma. Esto es racional, equivocado o no, y por eso no es motivo de ofensa colectiva. Pero sí sería motivo de ofensa si el agravio a Asturias fuera simbólico, si por ejemplo la portavoz del Gobierno se burlara de la bandera asturiana. Los usos jurídicos y culturales vuelcan la ofensa sobre lo emocional. Y además se cae en la ofensa cuando alguien se ofende, pero unos ofendidos pesan más que otros. Cuanto más irracional y agresiva sea la reacción ofendida tanto más cuidado hay que poner en no ofender, y así lo recogen las leyes. A mí me avergüenza el himno de Marta Sánchez con ella envuelta en la bandera nacional. Me sonroja oír el Que viva España de Manolo Escobar. Me insultan las banderas nacionales en los balcones o formadas con un kilómetro de luces que destilan odio hacia otros españoles. Todo son formas de agraviar los símbolos nacionales, pero no es el tipo de agravio que podría ser delito. Para injuriar la bandera se necesitan ofendidos más viscerales y el delito o la falta consistirá en ofenderlos a ellos.
Pero además la tradición quiere que la ofensa es mayor cuanto más ruido social haga el ofendido y siempre hacen más ruido los poderosos que los humildes. Cuando un político se atreve a relacionar la violencia machista con los inmigrantes menores no acompañados, es decir, niños pobres extranjeros, dice algo, además de inconsistente, despreciable, pero no está cerca de ningún delito de ofensa. El rechazo que puede suscitar tal iniquidad es dialéctico. Los niños pobres no pueden ofenderse como para que ofenderlos pueda ser delito. Es distinto si ofendes a la Iglesia o a la realeza. Es ofensivo y radical decir la verdad de lo que se sabe de Juan Carlos I. Lo moderado y respetuoso es mentir. Quizá recordemos lo ofensivo que fue señalar el fraude fiscal de Messi o mencionar impuestos especiales para grandes fortunas. A veces grupos humildes consiguen organizarse, sumar fuerzas y convertir su ofensa en un asunto público. Pero esos no son ofendidos de verdad, esos son ofendiditos, tipos cargantes con la corrección política.
Cierta propaganda llena la vida pública de tabús y demonios que amplían el círculo de ofensas y, como pasa con todos los demonios, son en buena medida fabulaciones. Ofende Venezuela, ETA o el comunismo, por inexistentes que sean las tres entidades por estos barrios. Algunos políticos retirados quieren hacer de la transición una plantilla y de todo lo que sobresale de esa plantilla un caos o un ataque a la concordia y se ofenden en nombre de la democracia uniendo su voz a quienes en realidad se ofenden de la democracia en nombre de aquello que quiso dejar atrás la transición. Cuanto mayor es el círculo de tabús que ofenden menos se razona y menos debate hay sobre los asuntos que importan. Y cuanto más lleno de ofensas y exigencias de desagravios esté el ambiente menos importará si un candidato se lía a tiros en la Quinta Avenida. Es lo que inyecta la extrema derecha en el ambiente y no llegaría a ser tan denso si el PP, uno de los partidos de poder en España, no fuera la mecha que arrima ese fuego a las instituciones. En este ambiente fue una buena noticia que el parlamento haya tenido la humanidad de regular la eutanasia y que toda la oscuridad eclesial y toda su ofensa haya quedado reducida a un dictamen soporífero de un innecesario Comité de Bioética.