Maradona, Argentina, Mundo
Opinión
27 Nov 2020. Actualizado a las 05:00 h.
Por sutiles razones y por razones gruesas no es costumbre ser uno dueño de lo que realmente se debe adueñar, y no lo es en ninguna hora ni lugar, y quizá esto es así en este tiempo más que en ningún otro, arrestados como estamos por las inflamaciones continuas de las exposiciones a la ociosidad, acabando en la lasciva costumbre de llenarnos de desechos por convenir que ellos son muy convenientes para pasar el rato, a menudo tedioso, a la espera del segador.
El salto cualitativo a estas exposiciones inflamatorias es un a-salto a la íntima identidad que, de un mordisco, le arranca la pulpa y, como cáscara de nuez, flota a capricho de las corrientes «culturales», resultando que la íntima identidad y una construcción cultural es la misma y única cosa.
Maradona es una construcción cultural magna. Un individuo (que entretenía con una pelota, pero podría ser otro metiendo ruido con su garganta y un instrumento de música, etcétera, etcétera) pone a un país, Argentina, en estado de sitio anímico, arrobado también, criminoso paralelamente (tantos y tantos en las calles sin mascarillas, tantos y tantos que van a padecer y morir), inflamados finalmente. Esto es el hombre-cultura.
Y el Mundo. ¿Quién habita el Mundo como se habita un trono? Los mismos que habitan Argentina. El poder magno de una construcción cultural es que lo absurdo parezca sensato, donde el absurdo, plantada la semilla, germina por sí mismo, es expandido por los fuertes vientos y lo anega todo. El común absurdo, masticado y digerido el individuo, lo está felizmente excretando ahora.
Los abogados del fútbol (o de los cantantes-ruido, etcétera, etcétera) dirán, dicen, que el de Boca fue el mejor de la historia, y hablarán, hablan, de aquel día de 1986, contra Inglaterra, partió con la bola desde su campo y, regateando a cuantos le salieron al paso, llegó a la portería rival y marcó gol, y luego otro, con la «mano de Dios», una suerte de venganza por la derrota de la Guerra de Las Malvinas.
De existir, Dios advertiría que esa mano no era la suya y que no utilicemos su nombre «en vano». De existir, Platón advertiría que ya advirtió que hay una caverna con encadenados y sombras fantasmagóricas. Y de poder hablar, los monos advertirían que los monos más alocados bajaron de los árboles hace eones, tal y como les contaron sus abuelos con los ojos tristes, mirando a lo lejos, al horizonte interrumpido por una ciudad levantada por los que se habían ido y que ahora se hacían llamar hombres.