Viva el rey, qué graciosos
Opinión
17 Oct 2020. Actualizado a las 05:00 h.
Cuando yo era niño, a finales de los 60, la tele ponía de tanto en tanto anuncios oficiales moralizantes para enseñar urbanidad a la población. Cosas del tardofranquismo. En uno de ellos salía un señor con su hijo en un estadio de fútbol desplegando ordinarieces, gestos descompuestos y aullidos coléricos. Después, la didáctica voz en off del anuncio decía, rimando, «por capricho del hado, en el NODO lo han sacado», y se mostraba a padre e hijo en el cine viendo avergonzados que por azar el NODO mostraba en primer plano al padre en el estadio haciendo el energúmeno. El niño decía: «qué bochorno, papi». Tiempos idos.
Cuando una emoción intensa anula el raciocinio, la vergüenza es imposible. La razón y la vergüenza se van en el mismo trance. Igual que el humor no cabe cuando se está aterrado, la vergüenza no es posible en estados de ira o enardecimiento colectivo. La complicidad de grupo bloquea la vergüenza (en quienes la tienen). Y es una pena. Es una reacción muy humana, que no se da en otras especies, porque requiere racionalidad (su pariente, la ignominia, significa pérdida del buen nombre, una pista para el PP). La pérdida de estima social es una humillación que nos deja vulnerables e indefensos. Pasado el momento de arrebato, la vergüenza de lo sucedido es un castigo social que ayuda a modelar la conducta en público. Cuando se pierde la vergüenza, no hay freno para caer reiteradamente en la extravagancia moral y racional y en formas leves de locura y desadaptación.
Por eso la falta de vergüenza describe el ambiente. La poca vergüenza que hay en un estadio de fútbol indica que el ambiente allí es de conducta gregaria y enardecimiento grupal. Y eso no está mal, a todos nos divierte disolvernos momentáneamente en la multitud o tras un disfraz. Lo malo es que la desvergüenza se extienda en la vida pública de un país llevado al límite de su salud y de su hacienda por una epidemia. Eso indica que hay amplias capas que están en ese estado gregario y de ira que bloquea la vergüenza. En unos más que en otros. Porque son unos más que otros los que están airados y ansiosos de tocar la lira mientras Roma arde. Y son unos más que otros los que, por la costumbre, tienen ya oficio en desarrollar los dos antídotos de la vergüenza: el cinismo y la hipocresía.
Se echa de menos la vergüenza cuando oímos a Rajoy decir que es una «reparación moral» el auto judicial que establece que su partido, bajo su gestión y la de los anteriores, fue una organización delictiva que se lucraba con grandes cantidades de dinero que comprometían grandes partidas de gasto público. La prensa palmera, con la misma desvergüenza, corea que el auto deslegitima al Gobierno de Sánchez, como si no fuera el PP el señalado por corrupción sistémica y Sánchez no hubiera ganado dos elecciones. Solo desde la desvergüenza la señora Ayuso puede confinar los barrios humildes de Madrid, señalarlos y señalar su condición social como «una forma de vida» que extiende la pandemia, exigir al Gobierno policías y militares para tan clasista encierro, y después clamar libertad vestida de Agustina de Aragón cuando el confinamiento impuesto por el Gobierno afectó también a los vecinos de los barrios cayetanos, con sus cacerolas incluidas. Sin vergüenza se cae, decíamos, en formas leves de locura y a tal estado apuntan esas proclamas circenses sobre un Madrid con un Rey y una Justicia que «resisten» no se sabe a qué. Sin el freno normal del pudor, la audacia lleva a galimatías como ese de que «si cierras restaurantes, haces que el contagio se vaya a las casas», que, como diría el primer narrador del Quijote, no entendería Aristóteles si resucitara solo para ello.
Lo del Consejo General del Poder Judicial pone los pelos de punta. La ley que prepara el Gobierno es un paso autoritario. Deja al poder judicial en manos de la mayoría parlamentaria de turno y difumina la separación del legislativo y el judicial, teniendo en cuenta que, sin listas abiertas, ya la separación del legislativo y el ejecutivo era una broma. Solo se me ocurre algo peor que el gobierno de los jueces esté a merced del partido que gobierne: que esté a merced siempre del mismo partido, gobierne o no. Tal es la situación: o dejamos el poder judicial a quien gobierne o se lo dejamos al PP a perpetuidad. Elija su tragedia. Pero hablábamos de la vergüenza. Y se vuelve a echar de menos en quien es capaz de perorar por Europa que España elimina la independencia judicial y a la vez petrifica a sus afines en el CGPJ dándole el trile a la Constitución. El señor Casado alcanza cotas aún mayores de desvergüenza llamando golpe «a la polaca» a la ley en ciernes, cuando el propio PP fue el único partido conservador europeo que se negó a exigir a Polonia y a Hungría la independencia judicial, hoy inexistente en esas dictaduras de facto. Claro que tampoco se ve muy sonrojados a los jueces que disfrutan de ese momio nombrando cargos a diestro y siniestro. Ni se escuchan presiones hacia ellos de las asociaciones de jueces, tan alto que hablaron otras veces.
Cuando se planteó un impuesto especial para las rentas altas, González montó en cólera, la prensa de la derecha deliró amenazas chavistas y José Bono endilgó un artículo en el que hablaba del comunismo con una sonrojante fábula de dos hermanos que nos enseñaba que los ricos lo son porque ahorran y los pobres son pobres porque lo gastan. Ahora es el FMI quien pide esos impuestos a rentas altas y grandes empresas. Que lo pida el FMI no hace más justa la medida pero, teniendo en cuenta su muy acreditado ultraliberalismo, sí indica algo claro: que evaluar esa posibilidad fiscal desde el rechazo o aceptación del comunismo, en lugar de hacerlo por su necesidad en la actual situación límite, es una obsesión ridícula de obsesos ridículos que siguen obsequiándonos ridiculeces, porque la falta de vergüenza los incapacita para evaluar su conducta.
La falta de vergüenza afecta de manera notable a la ética y la estética del uso de los símbolos nacionales. Durante un tiempo la derecha preconstitucional, es decir franquista, denostó la bandera por haberle quitado el águila del Caudillo. Había dependencias del Estado y del Ejército que lucían la bandera con el águila, porque la «resistencia» de la derecha no es cosa de Ayuso, viene de lejos. Y también agraviaban al Rey, por ser un pusilánime que había traicionado los Principios del Movimiento Nacional que había jurado y le habían dado el trono. Fueron madurando hasta que un día descubrieron que, bajo la capa de honor impostado, no tenían vergüenza que los sonrojase y que así el campo expresivo se ampliaba de manera provechosa. No tuvieron entonces empacho en ser ellos los que exhiben hasta el empalago la bandera con la corona, los que se quedan roncos de gritar viva al Rey e incluso, porque a eso lleva la desvergüenza, a gritar viva la Constitución en nombre de los valores preconstitucionales. Todas aquellas palabras que los hacían sangrar las hacen suyas, aprovechando la ventaja de no tener vergüenza. Quien es republicano es quien está contra la Constitución y, por tanto, contra la libertad, la reconciliación y la democracia. Para eliminar como ellos quieren las jubilaciones o las autonomías también hay que cambiar la Constitución, pero eso es razonar y eso es para gente con vergüenza. Con esos agarraderos retóricos de libertad y constitucionalismo, se juntan veteranos desubicados que se sienten desplazados de los tiempos farfullando lealtades vacías y ayudando, como tontos útiles, a sus compañías tóxicas a colocar la transición y la dictadura en el mismo ciclo.
Con esos mimbres y esa falta de pudor se prestaron no sé cuántos a ese vídeo en el que desfilan gritando viva el Rey como posesos, cada uno en pose para la historia. Una horterada de primera. ¿Qué dirán en el extranjero? Los más graciosos son los que lo explican en nombre de la República, de la izquierda y de la democracia. El vídeo en sí es inofensivo. Pero me hizo recordar aquel anuncio lejano y el niño cabizbajo: qué bochorno, papi.