¿Comete el Gobierno un genocidio en Madrid?
Opinión
02 Apr 2020. Actualizado a las 05:00 h.
Desde luego, no. El concepto de genocidio, que empieza a ser utilizado por personas bienintencionadas que están viviendo la hecatombe (en origen, el sacrifico de cien reses que hacían los griegos antiguos a sus dioses) en los hospitales de Madrid, no es pertinente por dos razones. Primera, porque no estamos ante un «exterminio sistemático». Segunda, porque entre las causas para el exterminio no se incluye la edad, sino la «raza, etnia, religión, política o nacionalidad» (cabría actualizar estas causas suprimiendo la de raza; no existen las razas). A modo de ilustración, genocidio fue el cometido por los turcos contra los armenios a comienzos del siglo XX, donde sucumbieron, probablemente, más de millón y medio de personas.
Bien, entonces ¿cómo calificar lo que está sucediendo en los hospitales madrileños? Rápidamente, antes de responder, hay que determinar lo que sucede, lo que espanta a los equipos médicos que atienden (tratan de atender en demasiadas ocasiones) a los pacientes con coronavirus. Las informaciones que nos llegan, verificadas, señalan que se están retirando los respiradores a las personas mayores para ponérselas a los menores de 65 años y, una vez sin respirador, se les administra sedación y se las deja morir.
No estamos en condiciones de aseverar que esta sea una práctica general, pero sí que no es inhabitual. Tampoco podemos aclarar de quién parte la iniciativa, si de los responsables médicos, si de los responsables de cada centro, si de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid, si del Ministerio de Sanidad, si en la decisión participan dos o más de estos.
Nos chocaría que fuese una consigna que se va extendiendo entre los médicos, por cuanto la Medicina es (debe ser) la profesión más cercana a la Ética, entendida esta como el «cuidado de los cuerpos». Más todavía, son estos profesionales, y el resto de personas que trabajan en los hospitales, la primera línea de combate en la guerra contra el SARS-CoV-2 y, por ello, donde más bajas hay tras los ancianos, y los que más padecen, psicológicamente, la virulencia, que está próxima a lo que Dante narra en la Divina Comedia, apartado Infierno. El New York Times los comparó con los kamikazes japoneses que estrellaban sus cazas contra los portaaviones estadounidenses).
Ahora bien, esto no excluye que algún neumólogo o intensivista tenga necesariamente que elegir entre un nonagenario y un treintañero de disponer de un solo respirador en un tiempo y espacio dados. El beneficiado será este último, al margen de la Ética (individual) y la Moral (colectiva), precisamente porque en la guerra el tiempo se para y el hombre es víctima de sí mismo en la excepcionalidad. Pero, sobremanera, la Ética y la Moral, como la Prudencia, la Virtud, el Bien, la Bondad, en cuanto son Ideas mayúsculas, han de ser realizadas, y una diferencia de sesenta años es, en el límite, decisiva operatoriamente.
Todavía más. Esta cuestión ha de ser acometida asimismo a crítica, no dejarla navegar por un tiempo congelado, por la excepcionalidad, por una práctica ético-moral a la desesperada. Porque, de ser así, el siguiente paso sería no discriminar por edad sino por etnia (propuesta de Vox), por religión, etcétera, etcétera, sumergiéndonos en el submundo del nazismo (las Vascongadas y Cataluña; desde la Generalidad han recomendado a las UCIS que «hay que limitar el esfuerzo terapéutico a los mayores de 80 años, priorizar la atención a los que más se puedan beneficiar, en términos de años de vida salvados o máxima posibilidad de supervivencia»; esta edad la rebaja a los 70 años cuando la situación sea insostenible; si sumamos esto a que Cataluña ya tiene más infectados que Madrid en las UCIS y que está poniendo impedimentos para que la UME entre en las residencias de ancianos para salvarles la vida, nos da un régimen exterminador de ancianos).
Además, se parte de un anacronismo. La Tercera Edad, que comienza a los 65 años, era pertinente hace unas tres décadas. Hoy, con la esperanza de vida subiendo (España es el segundo, quizá el tercer, país del mundo), se ha añadido la Cuarta Edad, no sé si a partir de los 75 años o edad más o menos próxima. Por tanto, dejar morir a una persona de 76 años en beneficio de una de 66, cabría incluirla dentro de la gerontofobia, y de ser beneficiado uno de 56 frente a uno de 66, sería, llanamente, un acto criminoso.
Estimamos que, excepto en situaciones límite, es decir, raras, seleccionar a una centena, mucho más a un millar, de pacientes que superen los 65 y los 75 años para su sacrificio, como recomienda Cataluña, es una hecatombe, nada inusual por otro lado en una postmodernidad donde lo joven, lo bello, lo aparente y lo lustroso que es el poseer capacidad de gasto, es capital, en contraposición a la tradición grecolatina, en la que el magisterio era el súmmum, y, naturalmente, pertenecía a los ancianos, los más venerados entre los venerados.
Ni siquiera apelando a la supervivencia de la especie se sostiene el sacrificio. El fallecimiento de tres o cuatro mil individuos en edad reproductora no tendría repercusión. Como mucho, supondría un mínima pérdida productiva y recaudatoria (impuestos), tan nimia en relación a los dispendios políticos y de la sociedad opulenta, que hace innecesario argumentar más, salvo añadir que esta España, por individualista y depredadora, ha dejado de tener crías suficientes de reemplazo.
Llegamos, ahora sí, al porqué de la hecatombe, del infierno dantesco de los hospitales de Madrid (y de Barcelona), y cada vez más de otras ciudades y regiones. El Gobierno (y la Generalidad) es el porqué. Sabiendo con una antelación de varias semanas ante qué tipo de patógeno nos enfrentábamos, veloz, altamente contagioso, que mataba (no al 3,7%, como se dice; hasta el 20%) y que arrojaría al caos a todo el país, no actuó ni a tiempo ni con los medios apropiados. Pero ni el tiempo y los medios fueron tenidos en cuenta incluso cuando la pandemia ya estaba entre nosotros. Los errores, un rosario. Que autoridades de otros estados hayan cometido estos errores, no exime a las nuestras; a la inversa, las radiografía hasta el tuétano de sus huesos.
Mucho peor aún. El Gobierno mismo abrió de par en par las puertas al virus: las manifestaciones multitudinarias del 8-M. La vicepresidenta primera, Carmen Calvo, declaró que, en ese día, «nos iba la vida», y es una ironía macabra el hecho de que, en efecto, les fue la vida a muchas, contagiadas en las calles y plazas de un país absurdo. Ella porta el bicho, como la ministra Irene Montero que, en uno de sus picos de despotismo populista, congruente con su doblez conductual y su lengua borboteante, achacó las críticas por la celebración del 8-M a los «fachas».
Pudiendo poner a empresas de todo el país a fabricar respiradores, mascarillas y el equipo adecuado de protección, Pedro Sánchez dio luz verde al inicio de la matanza. Teniendo todo el poder, pudiendo comportarse como un estadista, Pedro Sánchez se amilanó ante los fascismos periféricos y los ombligos de las autonomías. Gran Bretaña, Francia e Italia tienes desplegados a los soldados por sus geografías. Sánchez, reo por conveniencia personal de los nacionalismos raciales, impide al Ejército entrar en esas sagradas tierras, salvo a la UME, y excepcionalmente.
No obstante, esta pandemia pasará factura. En vidas, especialmente, y, secundariamente, en la economía y en las mentalidades. Pero el presidente y el PSOE, Pablo Iglesias y UP (no Torra y los miles de cabecillas de las SS catalanas, bien asentadas en un pueblo rabiosamente xenófobo), tendrán que rendir cuentas, posiblemente no en los juzgados porque tienen en un puño al Poder Judicial, empero en las urnas, sí, y solo en ellas, porque queda descartado que deje rastro en sus conciencias.
(A: La mancha humana, de Philip Roth: «… por muy inteligente que uno pueda ser, Voluptas hace que casi todo lo que quieres pensar sea cierto, ciertas posibilidades ni siquiera se formulan jamás, y, por descontado, no son objeto de eficaces conjeturas…», página 195, de la Editorial Random House Mondadori, Colección Debolsillo, Barcelona, 2008, 430 páginas; B: Edipo Rey, de Sófocles: «-Edipo: ¿Cuál es el rito de la purificación? ¿Cuál es la índole del mal? -Creonte: Con el destierro de un hombre, o bien haciendo expiar la sangre derramada con un nuevo derramamiento de sangre, como si esa sangre fuera la tempestad que azota la ciudad», página 103, de la Editorial Labor, 1988, 284 páginas, volumen que contiene, además de la obra de referencia, la de Antígona y Electra; C: Cásate conmigo, de John Updike: «—Ruth [a su esposo]: ¿Crees que somos perversos? ?Jerry: Normalmente perversos. Diría que somos humanos», página 155, de la Editorial Noguer, Barcelona, 1977, 308 páginas).