La Voz de Asturias

Weimar

Opinión

Ignacio Fernández Sarasola
Estatua de Goethe y Schiller frente al Teatro Nacional Alemán en Weimar

02 Jun 2019. Actualizado a las 05:00 h.

Este año se cumple el primer centenario de una de las Constituciones históricas más relevantes: la Constitución de Weimar. No viene mal recordarla incluso en este «minidiccionario de la Constitución española del 78» porque nuestro actual texto normativo ha heredado parte del espíritu del documento alemán. 

La Constitución de Weimar representa el epítome de lo que se conoce como el constitucionalismo de entreguerras, que pretendía superar algunas de las deficiencias que habían caracterizado al constitucionalismo liberal; unas deficiencias que, entre otros factores demostrados por la experiencia, afectaban a la forma de Estado y de gobierno.

Por lo que se refiere a la primera, el liberalismo decimonónico se había asentado sobre una concepción sacrosanta de la propiedad privada y una separación tajante entre el poder público y la sociedad; todo ello reconocido bajo el principio property and liberty (propiedad y libertad) que constituía el paradigma del liberalismo. El carácter nuclear de la propiedad privada la convertía en el principal derecho; no en balde, siguiendo las teorías de Locke, se consideraba que los demás derechos eran derivación suya: la libertad de conciencia suponía la propiedad sobre los pensamientos propios; la libertad personal entrañaba la propiedad sobre el propio cuerpo, y así sucesivamente. Es más, la propiedad llegaba a condicionar un derecho político, como era el de votar, al establecerse en muchos países el sufragio censitario (solo el propietario podía ejercer el voto). Por su parte, la separación estricta entre poder público y sociedad suponía que esta última era capaz de autorregularse, por lo que el Estado debía abstenerse de intervenir en ella: de ahí que no existiesen coberturas por desempleo o jubilación (contingencias que se solventaban con el ahorro privado) ni hubiese surgido el Derecho Laboral (las relaciones entre trabajador y empresario se consideraban un asunto puramente privado, regulado por la voluntad libre de los sujetos y en la que el Estado no podía interferir).

La Constitución de Weimar implantó una nueva manera de abordar estos aspectos. Aun reconociendo la propiedad como un derecho fundamental, lo sujetó a una función social, permitiendo fórmulas como la expropiación. Del mismo modo, la tajante separación entre sociedad y poderes públicos fue reemplazada por un Estado Social, en el que las autoridades debían tener en cuenta y satisfacer las crecientes necesidades sociales. Bien es cierto que la zapatista Constitución mexicana de 1917 se había anticipado en dos años a estas regulaciones, pero la Constitución de Weimar las trajo a Europa.

Otro aspecto clave de la Constitución de Weimar fue la introducción del «parlamentarismo racionalizado». El siglo XIX se había caracterizado por lo que luego se denominó como «parlamentarismo excesivo»: el sistema electoral propiciaba Parlamentos políticamente muy fragmentados que, además, derribaban continuamente al Gobierno (a través de mociones de censura), generando inestabilidad, ya que, caído el Ejecutivo, las heterogéneas fuerzas políticas que integraban el Parlamento no conseguían ponerse de acuerdo para elegir nuevo Gobierno. Weimar cambió este paradigma, favoreciendo la formación de Parlamentos más homogéneos. Años más tarde sería otra Constitución alemana, la actual, aprobada en 1949, la que culminaría este proceso de estabilizar al Gobierno con dos exigencias para las mociones de censura: estas deben aprobarse por una amplia mayoría (mayoría absoluta) y, además, ser «constructivas», es decir, proponer un candidato alternativo a la presidencia del Gobierno, de modo que, si prospera la moción, dicho candidato reemplazará al presidente caído. Dos exigencias que hemos adoptado en nuestra actual Constitución.

Un último detalle podría destacarse en la Constitución de 1919: lo que se denominó como su «indiferencia axiológica». No había nada en el texto que no pudiera reformarse; de ahí que se dijese que la Constitución no se decantaba de forma absoluta por ningún principio: todo cuanto contenía era susceptible de enmienda. Circunstancia que aprovecho el Partido Nacionalsocialista para acceder al poder por vías democráticas para luego derribar el texto constitucional que había posibilitado su ascenso político. De hecho, cuando el líder nazi Goebbels, mano derecha de Hitler, accedió al Parlamento escribió en el diario Dar Angriff (1928): «Accedemos al Reichtag para esgrimir las armas democráticas. Si la democracia es tan estúpida como para darnos transporte ferroviario gratuito y dietas, ése es su problema (…) No venimos aquí ni como amigos ni como personas neutrales. ¡Venimos como enemigos! Como el lobo cuando ataca a las ovejas, así es como venimos».

A la Constitución de Weimar se la acusó precisamente de haber propiciado el ascenso del nacionalsocialismo por aquella indiferencia axiológica que no levantaba muros contra los enemigos de la democracia. Pero se trata de una acusación injusta: a la locura es difícil ponerle diques. El nazismo habría asaltado el poder por las buenas o por las malas. Nuestra Constitución también demuestra su talante democrático por permitir que incluso sus enemigos declarados puedan acceder al Congreso: por eso Bildu o ERC, a los que nada gusta nuestra ley fundamental, ocupan escaños. Es el precio que hay que pagar por una democracia: tener que aguantar las payasadas de Rufián (cuya simpatía sólo es equiparable a la de Donald Trump) o las provocaciones de los diputados de Bildu. Cosa distinta es que, a mi parecer, tales partidos debieran estar representados en un Senado auténticamente territorial, y no en el Congreso de los Diputados, porque tan sólo representan la voluntad nacionalista de algunos territorios, y no los intereses comunes del pueblo español.

En fin: la Constitución de Weimar introdujo un modelo de constitucionalismo del que nuestra actual Constitución es heredero. Quizás no tanto de forma directa, sino por interposición de la Constitución española de 1931, en la que la de Weimar influyó de forma directa, pero en todo caso bien merece recordar a un pariente próximo, sin cuya huella nuestra actual democracia sería posiblemente muy distinta.


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