Urgente necesidad
Opinión
19 May 2019. Actualizado a las 00:13 h.
La ley, en cuanto elaborada por los representantes que hemos elegido democráticamente, goza de una posición preminente y de un privilegio jurisdiccional. La posición preminente entraña que sólo está sujeta a la Constitución; de ahí que sea incorrecto considerar que un tratado internacional o una ley orgánica (que no es más que un subtipo de ley) sean superiores a las leyes parlamentarias. El privilegio jurisdiccional, por su parte, implica que sólo el Tribunal Constitucional puede declarar la inconstitucionalidad de las leyes; los demás jueces tienen prohibido hacerlo, de modo que, si tienen dudas sobre la constitucionalidad de una ley, han de elevar una cuestión de inconstitucionalidad a aquel órgano, y esperar a que decida.
Pero en España, aparte de leyes, hay otras normas que tiene su misma preeminencia y privilegio: son las llamadas normas con fuerza y rango de ley, como los tratados internacionales, los reglamentos parlamentarios, los Estatutos de Autonomía, los decretos legislativos y los decretos ley. De estos últimos quisiera hablar hoy.
Los decretos ley son normas con rango y fuerza de ley que aprueba el Gobierno, por sí solo, pero sometidos a importantes cortapisas. La primera es de carácter material: estas normas no pueden afectar a derechos y libertades, a instituciones básicas del Estado, al régimen electoral general, o al régimen de las Comunidades Autónomas. La segunda se refiere al cuándo puede hacerse uso de los decretos ley: sólo en casos de “extraordinaria y urgente necesidad”. Y la tercera atiende a la duración limitada de estas normas: en principio sólo perduran durante treinta días; para que tengan una vigencia ilimitada (es decir, para que perduren «sine die» hasta que sean derogados por normas posteriores) tienen que ser convalidados por el Congreso de los Diputados dentro de ese mismo plazo.
La justificación de los decretos ley se halla en el Estado social: éste obliga a que los poderes públicos atiendan a las demandas sociales, y que lo hagan con rapidez. Y los decretos ley se pueden expedir con una celeridad superior a la de las leyes: estas últimas se someten a largos debates en dos cámaras (Congreso de los Diputados y Senado), se sujetan a posibles enmiendas y han de seguir toda una serie de trámites que demoran su publicación como poco durante un par de meses. Los decretos leyes lo tienen más fácil: el Gobierno goza de unidad ideológica y está sometido a las directrices del Presidente, lo que permite que se pueda elaborar un decreto ley con inmediatez. Y, en el momento en que se aprueba, no debemos olvidar que es una norma que vale exactamente lo mismo que una ley, es decir, que la norma que elaboran nuestros representantes.
Que el Gobierno tenga a su disposición la facultad de dictar decretos ley parece coherente con nuestro Estado Social. Pero el problema no está en el uso, sino en el abuso del que los dos últimos Gobiernos han hecho, especialmente el de Pedro Sánchez en la pasada legislatura, aunque también Rajoy hizo lo mismo en su momento. Al hallarse en minoría parlamentaria, y tener dificultades para aprobar leyes, el Gobierno de Sánchez optó por el atajo de legislar espuriamente a través de decretos ley. Se trata de una táctica que sólo se salva por la timorata posición del Tribunal Constitucional a la hora de determinar cuándo puede expedirse un decreto ley.
En efecto, como hemos dicho, estos sólo caben en caso de «extraordinaria y urgente necesidad» pero, ¿qué se entiende por tal? ¿Cuándo se existe esa circunstancia? El Tribunal Constitucional ha señalado que no es necesario que exista un estado de crisis (alarma, excepción o sitio) para dictar un decreto ley, porque ese tipo de situaciones ya disponen de sus propios mecanismos. La necesidad a la que se refiere la Constitución para los decretos ley sería de menor intensidad: una necesidad de carácter puramente política, por la que el Gobierno, para cumplir con sus objetivos, necesita aprobar una regulación con rango de ley de forma urgente (no puede esperar a que se apruebe una ley) y extraordinaria (para resolver una cuestión imprevista). Hasta aquí coincido con el criterio del Tribunal Constitucional: lo que no se entiende es por qué no lo aplica con severidad. Muchos decretos leyes se elaboran para regular cuestiones que ni son urgentes (basta ver que se utilizan con más profusión al final de la legislatura, de forma precipitada… ¿acaso no hubo tiempo antes? ¿o acaso no tuvimos más de 40 años para sacar a Franco de su tumba?), ni hay una necesidad extraordinaria (el problema que se trata de atajar no es un imprevisto). Dicho de otro modo, se utilizan los decretos ley como una forma ordinaria de legislar.
¿Y qué consecuencias tiene? En primer lugar, que, a diferencia de las leyes, los decretos ley no reflejan más que la posición del Gobierno: no hay un debate parlamentario, ni las minorías pueden hacer oír su voz… muy a diferencia de las leyes. Cierto es que luego se somete a convalidación, pero esta no admite enmiendas, de modo que el Congreso de los Diputados sólo puede optar por aceptarlo o rechazarlo en bloque, perdiéndose así el pluralismo que por el contrario sí caracteriza a la tramitación legislativa. Dicho de otro modo: un decreto ley es necesariamente menos democrático que una ley. Finalmente, y lo que es más grave, ese decreto ley disfruta de los privilegios jurisdiccionales de las leyes, de modo que sólo el Tribunal Constitucional los puede declarar inconstitucionales y, además, no pueden quedar suspendidos durante el plazo para que dicte sentencia: se seguirán aplicando porque se presume que son constitucionales en tanto el Tribunal Constitucional no diga lo contrario.
Creo que dotar al decreto ley de este último privilegio representa un error grave. Entiendo que disfrute de él la ley, por su componente democrático, pero el decreto ley tiene, como he dicho, un importante déficit democrático (le falta pluralismo) por lo que no debería disfrutar del mismo parangón que las leyes que elaboran nuestros representantes. O, al menos, se podría incoar un procedimiento específico para que, impugnado un decreto ley, el Tribunal Constitucional hubiera de resolverlo con inmediatez. En todo caso, legislar mediante decretos ley refleja una perversión de nuestro sistema constitucional.