Otro tazón de porcelana de Sèvres
Opinión
10 Apr 2019. Actualizado a las 05:00 h.
Hace unos días sufrimos la despedida de los diputados asturianos en el último pleno de la Junta. Aunque ni había para tanto ni consiguieron emocionar a nadie al margen de sus familiares, algún discurso nos dejó humos de aquel «No lamentéis mi destino» de Napoleón a su guardia imperial antes de partir al exilio en la isla de Elba tras veinte años poniendo patas arriba la vieja Europa. Por fortuna no todo son despedidas excesivas. El ciclo de la vida política se renueva esta primavera y también se suceden las presentaciones de los nuevos candidatos. A todos ellos, a los que se van atribulados, a los pocos que sobreviven y a los que llegan ilusionados, quiero dejarles la mejor alegoría que conozco sobre el poder político, una maravillosa escena del séptimo capítulo de la cuarta temporada de The Wire, por si pudiera servirles de algo.
Tras ganar las primarias demócratas de Baltimore, Tommy Carcetti desayuna en la barra de un bar con un viejo exalcalde de su partido. Carcetti le pregunta por qué no intentó en su día repetir mandato, cuando contaba con todo a su favor para ser reelegido. Y el exalcalde, sosteniendo la taza de café en el aire, le contesta: «Déjame contarte una historia, Tommy. El primer día que asumí la alcaldía me sentaron en una mesa en un gran salón de madera oscura, con muchas cosas hermosas. Pensé: ¿Podría ser mejor todo esto? Llamaron a la puerta y Pete entró con una gran taza. Llevaba un precioso tazón de porcelana de Sèvres, tallada a mano. Era así de grande. Lo mandan los sindicatos, me dijo. Así que creí que era un regalo para conmemorar mi primer día como alcalde. Se acercó y lo puso sobre la mesa. Lo miré y era asqueroso. Le dije: ¿Qué coño es esto? Dijo: Demonios, ¿qué parece? Respondí: Parece mierda... ¿qué quieres que haga con ella? Y me dijo: Cómela. ¿Que me la coma?, le dije. Sí, me contestó, eres el alcalde, tienes que comértela. Era mi primer día y Pete sabía más que yo, así que me la comí. Cuando acabé llamaron a la puerta. Y Pete entra llevando otro tazón igual. Este era de los negros. ¿Esta también?, le dije. Y asintió. Empecé a comer y cuando acabé llamaron a la puerta de nuevo. Otro tazón. Este de los polacos. Y después de aquel otro de los ministros. Y ¿sabes qué, Tommy? Eso es: estás comiendo mierda todo el día. Día tras día. Año tras año».
Una escena universal. Esos días de estrenar despacho, de ilusión en el cargo, de palmadas y buenas palabras interrumpidos bruscamente por la llegada del primer problema. Con la determinación del recién llegado, el político se prepara para enfrentarlo. Habla con unos y otros, atiende a los medios, explica sus razones y propuestas. Pero la cosa no va bien. En su contra convergen mil colectivos dispuestos a defender con uñas y dientes el trozo de pastel acumulado durante años y otros mil ansiosos por meterle el diente. Todos alegando el bien común, con su espacio en los periódicos, su troleo constante en redes sociales y sin cosa mejor que hacer. Es cuando nuestro político descubre que todo lo público padece una enfermedad incurable de la que no se muere pero tampoco se vive. Pasarán semanas de sufrimientos pero el fuego mediático acabará apagándose, momento de esconderse con el rabo entre las piernas y convertirse en un atechado más que ya no intentará cambiar nada en todo su mandato. Solo unos pocos seguirán adelante, dispuestos a hacer lo que deben. Son los héroes.
«Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia», dice la cita de Scott Fitzgerald que sirve de título a otra serie de David Simon sobre la historia real de Nick Wasicsko, alcalde de Yonkers, una ciudad próxima a Nueva York, a finales de los 80 del siglo pasado. Te escribiré una tragedia porque es el género constitutivo de los héroes. Acumulan tantos enemigos en cada batalla, propios y extraños, que tarde o temprano acaban cayendo. El heroísmo es hoy solo una actitud ante la derrota segura. Seguir luchando contra todo, contra todos y pese a todo. En ese proceso algunos se dejarán, entre sumial y lexatin, lo mejor de sí mismos. Un desgaste que solo les agradeceremos cuando mueran, como si solo entonces pudiésemos considerarlos respetables.
Si volvemos al café de Baltimore del principio, la escena continúa. El viejo exalcalde, todavía con la taza de café en el aire, y justo antes de acercarla a sus labios para darle el último sorbo, termina de explicarle a Carcetti por qué no se presentó a la reelección: «Cuando me di cuenta decidí que ser abogado en el centro y ver a mi familia todas las noches era mejor vida. Una vida muy buena».