La Voz de Asturias

Democracia

Opinión

Ignacio Fernández Sarasola
Un ciudadano busca su documentación para acreditarse antes de votar

27 Nov 2018. Actualizado a las 09:57 h.

Para ser un concepto tan antiguo (o quizás por eso), es sorprendente que exista tanta confusión sobre qué es la democracia, un principio que nuestra Constitución proclama en su artículo primero. Buena prueba de estos equívocos -en este caso interesados- se perciben entre el independentismo y sus corifeos pseudoprogresistas, que identifican sin más democracia con votación. Falso: votar sin un procedimiento ajustado a las normas, transparente e igualitario no es democracia sino demagogia. Pero como aquí no se trata de convencer a fanáticos, sino exponer nuestro sistema constitucional (que por otra parte les importa muy poco), vamos a ello.

Las señas de identidad de la democracia que establece nuestra Constitución pueden resumirse en las siguientes:

1.- Soberanía popular: La definición que hace la Constitución no puede ser más confusa «la soberanía nacional reside en el pueblo español». Sin entrar en disquisiciones teóricas que llevarían mucho tiempo, puede resumirse que tal precepto reconoce que sólo el pueblo español en su conjunto está dotado de la soberanía, lo que tiene un efecto sustancialmente negativo: no pueden declararse soberanos ni los territorios que comprenden la nación (comunidades autónomas, municipios y provincias) ni tampoco ningún órgano del Estado (por ejemplo, el Rey, las Cortes o un Parlamento regional). La soberanía del pueblo excluye por tanto otros entes y sujetos soberanos.

2.- Origen popular de los órganos y funciones estatales: Como consecuencia de la soberanía popular, todos los poderes del Estado (legislativo, ejecutivo, judicial y de gobierno) surgen del pueblo, directa o indirectamente. Ello no quiere decir que todos los órganos tengan que ser elegidos de forma inmediata por el pueblo; por ejemplo, no sucede así con los jueces. Pero aun en ese caso, también ellos tienen a la postre un origen popular: la forma de acceso a la judicatura está determinada por la ley, expresión de la voluntad popular por emanar de nuestros representantes políticos, las Cortes Generales. Eso sí: sólo aquellos órganos que derivan de una elección directa por parte de los ciudadanos pueden calificarse como «órganos representativos del pueblo». Por tanto, esta condición sólo se puede predicar de las Cortes Generales, los Parlamentos autonómicos, las Diputaciones Provinciales y las Corporaciones Municipales.

3.- Participación política: Como consecuencia de lo anterior, el pueblo participa en todas y cada una de las funciones del Estado. La participación puede ser inmediata (esto es, sin intermediarios) o a través de comitentes (actuando el pueblo mediante representantes), y de ahí derivan dos tipos distintos de democracia: directa y representativa. En ocasiones oirán referirse a la primera como «democracia participativa», lo cual es una tautología. Toda democracia es participativa, porque de lo contrario no es democracia; de modo que hablar de «democracia participativa» tiene el mismo sentido que decir «negro oscuro». El concepto correcto sería el de democracia directa, que cuenta en España con distintos instrumentos, como el referéndum, el derecho de petición o la iniciativa legislativa popular. Pero la realidad es que nuestra democracia es fundamentalmente representativa: la mayoría de las decisiones políticas el pueblo las adopta a través de sus representantes. Este es uno de los mayores déficits de nuestro sistema constitucional: casi no disponemos de instrumentos de democracia directa y los que están en nuestras manos resultan poco eficaces. Por ejemplo, el referéndum nunca puede ser convocado a iniciativa de los propios ciudadanos, no puede tener por objeto leyes (excepto en el caso de aprobación y reforma de Estatutos de Autonomía) y cuando versa sobre cuestiones políticas (lo que técnicamente sería un plebiscito) no tiene siquiera carácter vinculante. Por no hablar que, por ejemplo, la iniciativa legislativa popular -otro clásico instrumento de democracia directa- requiere del apoyo de 500.000 firmas y que no puede versar sobre materias muy importantes (tributarias, internacionales, indulto y materias de ley orgánica, entre la que se encuentra la regulación de los derechos fundamentales principales y, por ejemplo, el Código Penal). Y, como guinda, resulta que tampoco tenemos los ciudadanos iniciativa para reformar nuestra Constitución. Unos déficits que convierten nuestra democracia en esclava de los partidos políticos.

4.- Partidismo: Ligándolo con lo que acabamos de decir, nuestra democracia entraña un protagonismo (excesivo) de los partidos políticos, a los que la Constitución convierte en piezas esenciales para concurrir «a la formación y manifestación de la voluntad popular». Ciertamente los partidos son claves en una democracia avanzada, porque canalizan las demandas sociales. Éstas son tantas, que es lógico que tengan que conducirse a través de asociaciones que las uniformen de algún modo, imprimiéndoles más fuerza: las aspiraciones comunes de varios ciudadanos dispersos en distintos territorios tengan una aspiración obtienen mayor fuerza si un partido las asume y las defiende como parte de su programa. Ahora bien, se ha hecho de la necesidad virtud, y ahora los partidos fagocitan todo el sistema democrático; es complejo canalizar cualquier demanda sin el respaldo de estas voraces asociaciones cuyos dirigentes, además no siempre están a la altura. De ahí la desafección generalizada de la ciudadanía hacia los partidos: son inevitables, pero cada vez existe menos fe en ellos… algo de lo que el populismo siempre saca tajada.

5.- Principio de la mayoría y pluralismo político: Suele decirse, con razón, que la democracia entraña que la mayoría es quien decide. Ciertamente. Aunque hay que introducir matices. Por una parte, porque existen distintos tipos de mayoría: la simple (más votos a favor que en contra, sin tener en cuenta abstenciones y votos en blanco) y las reforzadas, que implican superar un umbral de votos para poder considerarse que una decisión se ha adoptado. Dentro de estas últimas nuestra Constitución contempla la mayoría absoluta (mitad más uno de los votos emitidos por un órgano), de dos tercios (requerida por ejemplo para la reforma total de la Constitución) o de tres quintos (para una reforma parcial de la Constitución que no afecte a sus componentes esenciales). Cuanto más reforzada sea una mayoría, más apuesta el sistema por la continuidad, por el statu quo y por dificultar el cambio. Pero hay que hacer otra precisión: la democracia no supone la fuerza arrolladora de la mayoría, sino también el pluralismo político, es decir, el respeto a las minorías. Estas no suelen tener capacidad de decisión, pero tienen que ser necesariamente oídas. Han de poder participar en el proceso y han de tener oportunidad de exponer sus planteamientos, siquiera para intentar convencer de su postura a la mayoría.

6.- Igualdad formal: Pieza básica del sistema democrático es el reconocimiento de que todos somos iguales «en» la ley (es decir, que las leyes nos tratan a todos igual) y «ante» la ley (esto es, que las leyes se nos aplican a todos de la misma forma). Es un postulado básico, sin el cual todos los puntos anteriores pierden sentido. De ahí también la importancia del procedimiento por el que se adoptan las decisiones: si éste no atiende al principio de igualdad, todo el castillo se viene abajo y la resolución final no podrá reputarse democrática.

Como puede comprobarse por este breve esbozo, la democracia es un asunto serio y más complejo de lo que habitualmente suele considerarse. Por eso, cuando la próxima vez oiga a algún diletante político de aluvión decir que votar es siempre democrático, haría Vd. bien en esbozar una sonrisa de condescendencia, porque ese sujeto no hace más que alarde de su ignorancia.

 


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