Cuestión de principios, más que palabras
Opinión
25 Aug 2018. Actualizado a las 05:00 h.
No sé si me afecta algún tipo de sordera, pero sigo sin oír a la izquierda. Esta fue una semana propicia para la afirmación y reafirmación de convicciones, por los inmigrantes, porque ahora ya se empieza a decir la verdad sobre Grecia, por la tumba del dictador en ese esperpento arquitectónico que nos ofende. Yo oigo alto y claro que la tibieza con los inmigrantes provoca efecto llamada y que hay una amenaza para nuestro país; oigo que van a subir los impuestos y el déficit y que eso nos empobrecerá; oigo sobre la tumba de Franco cosas sobre abrir viejas heridas, con mirar hacia delante y con no remover. Las réplicas de la izquierda no se oyen porque las réplicas fuertes vienen de voces débiles y las que vienen de voces fuertes son réplicas débiles y medio acomplejadas. Vayamos por partes.
El foco, por supuesto, hay que ponerlo en el PSOE por su situación geopolítica. El PSOE marca los límites de lo que la gente percibe como ortodoxo o realizable. Lo que el PSOE rechace se sentirá como demasiado izquierdista, por radical o por poco realista. Lo que el PSOE acepte estará en el debate con normalidad. Podemos no está en la «centralidad» de la situación política, como había querido. Su voz es más débil y cuesta más que sus posturas se asuman como políticas posibles. En general la izquierda expresa sus ideas con medias palabras como si llevaran algo que pudiera ofender o asustar. El debate de la derecha y la izquierda me recuerda a cómo se habla cuando en la mesa hay alguien con principios especialmente compulsivos. Si hay algún vegano militante, algún creyente con restricciones alimenticias o rituales estrictos, algún buscador de extraterrestres o similares, generalmente el creyente se expresa con libertad y los demás con muchas limitaciones intentando no ser irrespetuosos. Algo así parece ocurrirle a la izquierda, especialmente al PSOE, el más preocupado por no parecer maleducado. No me refiero a que las ideas del PSOE sean mejores o peores, sino a sus limitaciones para expresarlas.
Franco mantuvo treinta años la guerra que había acabado en el 39. Franco mató en tiempos de paz a quienes no le gustaban de manera sistemática. Sus víctimas son como mínimo equiparables a las de ETA. ¿Piensa el PSOE otra cosa? ¿Es provocador o incorrecto decirlo? Si alguien, aunque fuera de tan bajo nivel como Lomana, hubiera dicho que lo que les ocurre a las víctimas del terrorismo es que no asumieron que habían perdido, ¿nos habríamos quedado tan tranquilos? Si alguien, digamos Rafael Hernando, dijera que la familia de Gregorio Ordóñez sólo se acuerda de su difunto cuando hay subvenciones, ¿podría despachar semejante vileza diciendo que sí, que se había pasado cuatro pueblos, y ya está, y a seguir en el escaño ladrando lo que se le ocurra? Si se dice que la memoria y recuerdo de las víctimas de ETA es dignidad, y sin duda lo es, ¿por qué el recuerdo y una mínima compasión con las víctimas de Franco es rencor y abrir heridas? ¿Sería respetuoso con las víctimas tener a líderes de ETA en mausoleos que los homenajearan? ¿Fueron esos líderes peores que Franco para España? Ya sabemos lo que piensa de estas cosas el prior de la Abadía de marras y lo que piensan Rivera y Casado. También conocemos el credo de Mayor Oreja, que igual defiende la vida de los no nacidos que le produce una «extraordinaria placidez» la vida eterna de los opositores a Franco. Pero no es esto lo que piensa el PSOE (quizás Alfonso Guerra, perdido en sus escoceduras). Y debería oírse de su boca y de la boca del resto de la izquierda con más intensidad y más compromiso la infamia de menospreciar a las víctimas del franquismo. No basta con ofenderse. Hay que exigir.
Más me sorprende el silencio de la izquierda con el final del rescate de Grecia. La derecha echó toda su artillería en su día sobre este episodio. Se puso a Grecia como ejemplo del desastre al que conducían los populistas de izquierda. Se presentó el fracaso de Tsipras como argumento irrebatible de que estaba equivocado él y quienes decían por aquí cosas parecidas. Ahora acabó el rescate y Grecia ya no es un monigote útil para ninguna propaganda. Ahora, ya todos calmados, el diario El País publicó un editorial en el que hace un resumen de lo obvio. La austeridad destruyó la cuarta parte de la economía griega, destrozó a muchas familias, dejó al país con una deuda enorme y, sobre todo, no era lo que técnicamente era aconsejable. Se aplicaron medidas dolorosas por razones políticas, prácticamente por propaganda. Debería haberse negociado otra forma de tratar la deuda y debería haberse exigido algún coste a los bancos que, por incompetencia o por corrupción, habían metido cantidades imprudentes de dinero donde no había solvencia. En definitiva, lo que dice este editorial es lo esencial de lo que decía Tsipras al llegar al poder. Tsipras tenía razón en lo fundamental. Su fracaso demostró quién era más fuerte pero no quién tenía la razón. Es lo único que demuestran las batallas, dónde está la fuerza, nunca dónde está la razón. La cuestión es que se utilizó el caso griego como propaganda para modificar aspectos importantes de nuestra convivencia y de nuestros derechos. Hoy estamos más desprotegidos y nuestras sociedades son mucho más desiguales. Cuando se hicieron las políticas que nos llevaron a esto, se puso a Grecia como ejemplo de lo que nos pasaría si no aceptábamos ese cambio de reglas. Ahora sabemos que para eso se le aplicaron medidas tan extremas, para propaganda. En España el caso fue más intenso por la necesidad de los partidos habituales de parar a Podemos y el PSOE se subió al carro de esa demagogia con verdadero entusiasmo (el PSOE de Pedro Sánchez, no lo olvidemos). Los mensajes de la derecha quedaron petrificados en nuestras mentes, tanto que aún siguen invocándolos. La pequeña relajación del déficit que pretenden PSOE y Podemos está siendo atacada agitando todavía aquellos fantasmas. Pero, así como la derecha dejó sólidos y macizos sus mensajes demagógicos, no oímos a la izquierda expresar las debidas conclusiones, ahora que es más fácil mostrar que la izquierda tenía razón. El desastre de Grecia no lo provocó Tsipras. El sufrimiento extremo de los griegos fue por hacer lo que la Troika quería y Tsipras no quería. La atomización del trabajo, la desprotección de los trabajadores y su precariedad y la disminución de los servicios públicos y consiguiente aumento de la desigualdad era la batalla propagandística que se libraba. Pero no oigo a la izquierda. Menos aún que en el caso de las víctimas de Franco.
Y, por supuesto, en la cuestión de la inmigración siguen hablando con la boca pequeña y a la defensiva. La izquierda no quiere papeles para todos y la entrada de inmigrantes no está suponiendo graves desequilibrios. Magnificar la situación y atribuir al Gobierno lo que no está haciendo es simplemente odio y propaganda. ¿Por qué no se oye alto y claro?
La derecha con posibilidades de poder no se priva de expresar sus ideas, incluso las que sabe que no podrá aplicar. Y hace bien. La izquierda, que suele considerarse éticamente superior a la derecha, curiosamente parece creer que lleva algún mal germen de provocación decir con claridad y con compromiso aquello en lo que contrasta más vivamente con otras formas de pensar, como si para llegar al poder no pudiera expresar su pensamiento, incluidas las convicciones que no podrá llevar a la práctica. Si cree que la banca debe ser más intervenida, pueda o no hacer tal cosa, por qué no ha de transmitirlo. Malo es expresarse sólo con principios. El sermón es el recurso de la falta de análisis. Pero malo es también no comprender que la quiebra de los principios nos dejan sin certezas mínimas para operar y ser reconocibles y que no expresarlos es abandonarlos calladamente. Hay que saber cuándo callar y cuándo hablar. Y cuando toca lo segundo, no olvidar a Wittgenstein: todo lo que se puede decir se puede decir claramente.