La Voz de Asturias

Lavapiés: una visión de primera mano

Opinión

David M. Rivas

20 Mar 2018. Actualizado a las 05:00 h.

Me cogen los conflictos de Lavapiés en Argañosu, en mi casa del concejo de Villaviciosa, pero también tengo casa en ese barrio, donde vivo la tercera parte del año. La noche del jueves hubo altercados de cierta envergadura en Lavapiés, en Madrid. Nada parece muy claro pero lo cierto es que un mantero senegalés, Mame Ndiaye, murió de un infarto en el barrio en el que vivía. Unos dicen que la policía municipal lo perseguía, mientras que el ayuntamiento, de Podemos, niega ese extremo. No obstante algunos concejales de este grupo lo califica como «una víctima del capitalismo», en frase estúpida donde las haya, salvo que nos definan como víctimas a todos los que no formamos parte del 0,05 de los dominantes o que para ser víctima haya que morir. Pero sentémonos a pensar con los menos prejuicios posibles.

Conozco Lavapiés muy bien desde finales de los setenta, siendo estudiante. Viví allí toda una década, desde mediados de los ochenta a mediados de los noventa. Regresé a una buhardilla ya en el 2000, cuando Madrid para mí solo era residencia cuatro meses al año y los otros ocho Asturias, como lo sigue siendo. Pero, en total, hablo de cuarenta años. Vi transformarse el barrio desde el casticismo al multiculturalismo, viví la gentrificación, la eclosión cultural y también la dicotomía social que hoy padece. Colaboré con su asociación de vecinos y con sus asociaciones culturales, y lo sigo haciendo. Sé de qué hablo.

Lavapiés no es un barrio, sino dos. Las calles de Lavapiés y Ave María, que confluyen el la plaza, separan, utilizando la terminología de la estructura económica, un Lavapiés del norte y un Lavapiés del sur. El del norte tiene su calle principal en Argumosa, donde yo vivo. En su perímetro están el Museo Reina Sofía, la Casa Encendida, la Cultural Tabacalera, el Circo Price y el Centro Dramático Nacional. Es uno de los principales centros culturales de la ciudad. En mi calle no hay conflictos, pasaría por un bulevar parisino, no hay infravivienda, la renta media es de las más altas de Madrid, los inmigrantes sólo gestionan fruterías y bares exóticos y el gintonic cuesta siete euros. El Lavapiés del sur representa todo lo contrario: marginación, población sin papeles, conflictos entre la población de siempre y la recién llegada, tráfico de droga, economía irregular, choques entre mafias...

En Lavapiés, en general, no hay racismo. Pero se aprecia un notable clasismo de los progres ricos a los que les encanta eso de la multiculturalidad pero que nada comparten con los inmigrantes. Y en Madrid, como en toda España, es el clasismo el factor dominante. Pero resulta que los nuevos y jóvenes vecinos tampoco comparten nada con los vecinos de toda la vida, que acaban siendo expulsados por las exigencias económicas de las nuevas comunidades de propietarios de cada edificio, con rentas mucho más altas.

La respuesta del jueves por la noche, los sucesos del viernes por la mañana y la manifestación de la tarde del mimo viernes, «contra el racismo institucional», hay que saber interpretarlos.

No hay ningún motivo para suponer que la muerte del joven senegalés del jueves esté motivada directamente por el racismo, pero tal vez sí lo esté indirectamente. Mame Ndiaye llevaba viviendo en Madrid doce años y aún no había logrado tener papeles. Era una persona ilegal y, como tal, condenada a vivir de la economía irregular, cuando no ilegal o delicuencial. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo es posible que un hombre que llega a España con 23 años años muera con 35 sin tener ningún derecho?

La existencia de miles de situaciones como las de Ndiaye son debidas a una ley de extranjería que sí es racista e impropia de un país democrático y, más aún, de un país de emigrantes de siempre y que hoy dice preocuparse por los españoles en el Reino Unido tras el Brexit. Es necesario abordar este problema globalmente, empezando por lo social y lo laboral. Si sólo recurrimos a argumentos de orden público tendremos asegurado, como ya pasó varias veces, el desorden total.

Pero hay más. Los senegaleses de Madrid mostraron su indignación y su repulsa ante la muerte de su compatriota el jueves por la noche pero no practicaron la violencia. Quienes actuaron de otro modo fueron jóvenes caucásicos bien organizados y encapuchados. De un lado espontaneidad y rostros descubiertos, del otro organización y ocultación. Cuando los vecinos de Lavapiés -me refiero a mis vecinos, con los que hablé por teléfono- trataron de apagar los contenedores ardiendo junto a sus portales fueron apedreados y vieron cómo rompían sus ventanas a botellazos. Pero no eran senegaleses los agresores, no, eran los otros.

Y, colofón. Siempre se dijo, permítaseme la expresión, que ni todos los pobres están en el sur ni todos los cabrones están en el norte. El caso es que, cuando el viernes por la mañana llega el embajador de Senegal, los senegaleses allí reunidos le tiran piedras, sillas, mobiliario urbano... Gritan que sus políticos son los culpables. Y el político africano se refugia en un bar a persiana cerrada hasta que, con intervención contundente de los antidisturbios, consigue huir de sus enfurecidos compatriotas.

La convivencia en Lavapiés tiene sus problemas, pero son más de clase que de etnia en su norte, y más de mafias que de clase en su sur. Lavapiés sufre la política irresponsable de los largos años del gobierno municipal del PP que nunca quiso realizar ni tan siquiera un programa o un plan para afrontar lo que estaba llegando. Porque son tan clasistas que siempre creyeron que todo acabaría yendo un problema entre gente de la clase trabajadora. Negros, amarillos, blancos... ¿qué más da? Y hoy empieza a ser un problema global en el que, repito, el clasismo es más determinante que el racismo. Yo trabajé como técnico en el ayuntamiento hace tres décadas y ya entonces participé en estudios sobre los cambios que se estaban empezando a producir en el centro de Madrid, tomando como ejemplo otras ciudades europeas. Al PSOE le dio lo mismo, al CDS no le dio tiempo y al PP le venía bien el conflicto porque los vecinos viejos, asustados, seguramente le darían el voto, como pasó.


Comentar