Mentiras informativas
Opinión
14 Mar 2018. Actualizado a las 05:00 h.
Parece que Vladimir Putin y otros estrategas mundiales han descubierto hace tiempo ya que la difusión de noticias falsas interesadas por medio de las modernas redes sociales es una buena manera de crear opinión distorsionada. Y de perturbar las buenas costumbres occidentales, donde las mentiras están socialmente aceptadas si proceden de fuentes fidedignas, es decir de nuestros gobiernos, instituciones y medios de comunicación reconocidos.
Por ejemplo el 11 de marzo de 2004 el Gobierno Aznar se empeñó, contra toda evidencia, en acusar a ETA de los atentados en los trenes de Madrid en compañía de Pedro J. Ramírez y otros conspicuos periodistas. Una mentira desmontada rápidamente por la diligencia policial a unas horas de unas elecciones generales que ganó, probablemente ayudado por esa anómala circunstancia, José Luis Rodríguez Zapatero y que perdió Mariano Rajoy. Después no solo no hubo rectificación alguna si no que durante toda esa legislatura y hasta el final del juicio que condenó a los acusados yihadistas y a sus colaboradores españoles, el Partido Popular y sus informadores de cabecera siguieron machacando con teorías conspiratorias cada vez más descabelladas que no se les hubieran ocurrido a los rusos en la vida. Dicho de otro modo: bulos, mentiras a conciencia, afán de distorsionar la realidad, intereses partidistas y negación de las evidencias más palmarias.
Ese mismo partido, encabezado por el mismo presidente, es el que ha anunciado, por medio de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, que el fenómeno de las fake news (noticias falsas) perjudica a la sociedad. Y más recientemente ha subrayado que «es fundamental educar para que seamos, como siempre, capaces de discriminar la mentira de la verdad y, sobre todo, para que tomemos decisiones sobre premisas veraces».
Eso lo dice la representante de un gobierno cuyo principal dirigente envía mensajes de aliento al tesorero de su partido, Luis Bárcenas, investigado por graves delitos (fraude, blanqueo de capitales, cohecho, apropiación indebida…) cometidos presuntamente en función de su cargo para el que fue designado por el propio Rajoy. Un presidente que sigue en el cargo tan tranquilo, despreciando olímpicamente a quienes se lo recuerdan: como si no fuera cierto. Recuérdese que un presidente de Alemania, Christian Wulff, dimitió en 2012 por presunta corrupción y tráfico de influencias (vacaciones pagadas por empresarios, financiación irregular electoral) de las que fue absuelto posteriormente.
Las premisas veraces hace tiempo que han sucumbido en medio del ruido informativo. El desprestigio viene de muy atrás y afecta igual a los medios tradicionales que a las modernas redes. Muchos periódicos, algunas radios y diversas televisiones llevan arrimando el ascua a su sardina (véase el caso catalán) saltándose a la torera las evidencias y los más mínimos criterios éticos. Pero como son nuestros mentirosos de siempre los aceptamos con naturalidad.
El hecho cierto es que hoy casi nada es fiable. Ni lo que inventan los rusos ni lo que dice Donald Trump. Y eso va a peor. Por eso cuando la vicepresidenta se pregunta retóricamente «¿quién vigila a los vigilantes?» está claro que, en nuestro caso, no podemos poner de guardián a quien por activa y por pasiva no ha sido veraz intencionadamente tantas veces y de manera tan reiterada como el actual gobierno y sus principales dirigentes.