La Voz de Asturias

Tierra de nadie

Opinión

Jorge García Monsalve

27 Jul 2017. Actualizado a las 05:00 h.

Durante este periodo estival, he podido leer, con gran deleite por mi parte, la monumental y definitiva biografía del político catalán, Francesc Cambó, escrita por el historiador, periodista y político andaluz, Jesús Pabón. En estas más de mil quinientas páginas, de obligada lectura para entender, siquiera mínimamente, la deriva del actual procés en Cataluña, Pabón describe, minuciosamente, el nacimiento del catalanismo político durante la época de la Restauración, así como el papel de las distintas fuerzas políticas en el mismo. A la hora de explicar el origen del catalanismo político, el autor señala que en aquel, confluyen cuatro corrientes. A saber: el proteccionismo económico, el federalismo político, el tradicionalismo y el renacimiento cultural o Renaixença. Sostiene, pues, el autor, que el catalanismo es, en su génesis y desarrollo, un movimiento profundamente conservador. Este matiz, es de vital importancia, a mi entender, a la hora de explicar cual debería ser la postura de la izquierda, y especialmente del partido socialista, en relación con ese fenómeno político. Lo cierto es que, la práctica totalidad de los padres del catalanismo, (Verdaguer y Callís, Prat de la Riba, Joan Estelrich o el mismo Cambó), fueron figuras políticas profundamente conservadoras, muchas de ellas provenientes de familias de honda raigambre tradicionalista y carlista, (un tío abuelo de Cambó, Miguel Cambó de Gayola, El Barrancot, fue unos de los primeros guerrilleros carlistas de la zona del Ampurdá y el propio padre del prócer catalanista fue el jefe o representante del canovismo local).

Históricamente, han existido dos maneras de afrontar el contencioso catalán, personificadas en dos figuras de primer orden de la vida pública española durante el periodo republicano y que se pusieron de manifiesto, con toda nitidez, en el debate sobre el estatuto de Cataluña, celebrado, en las cortes republicanas, durante todo el mes de mayo de 1932. (Haciendo un  inciso diré que, durante ese debate, se produjeron intervenciones de una grandísima altura política e intelectual, y como muestra, invito, a los interesados, a la lectura del Diario de Sesiones del día 6 de mayo, con una intervención del diputado, por aquel entonces independiente y años más tarde fundador del influyente Partido Nacional Republicano, Felipe Sánchez Román, sencillamente magistral). Así, nos encontramos, por un lado, con una postura que podríamos definir como pesimista, una visión trágica del conflicto entre España y Cataluña, postulada por José Ortega y Gasset. Según el filósofo, el problema catalán no se puede resolver, sólo conllevar, ya que es un problema perpetuo y por tanto insoluble. No cabe así, una solución definitiva para el problema histórico de la configuración del estado español.  Por el contrario, Manuel Azaña, mucho más optimista, considera que una «política inteligente» puede solucionar definitivamente la cuestión. Para Azaña, el estatuto de autonomía es el instrumento que ayudará a resolver, de forma definitiva, el problema político que supone el «hecho diferencial» catalán, mostrándose, el alcalaíno, partidario de ser «generoso» en las transferencias educativas, de hacienda e incluso de orden público al gobierno catalán. Posteriormente, como testigo directo de los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona y de la deriva del govern, la opinión de Azaña sobre la autonomía y el gobierno de la Generalitat, presidido por Companys, variará sustancialmente. Así, en la última parte de sus Memorias, correspondientes al periodo de la guerra civil, el, ya por aquel entonces, Presidente de la República, habla de la «ineptitud» de los gobernantes catalanes, la «deslealtad» y «la insolencia» de los separatistas, y señala que la gente común, el vecindario pacífico, «suspira» por un  gobierno fuerte que «se lleve la autonomía, el ineficiente orden público y la F.A.I., en el mismo escobazo».

 Ya en la actualidad, el que un partido, surgido del aluvión y del descontento y que ha renunciado, desde un primer momento, a plantear un proyecto común para toda España, limitándose a concurrir en los distintos procesos electorales territoriales con sus confluencias o  «marcas blancas», se muestre ambiguo y contradictorio en relación con el mal llamado, «derecho a decidir» del pueblo catalán, entra dentro de la lógica política. Pero, que una organización como el PSOE, se preste a ese juego, moviéndose en el filo de la navaja, con continuas piruetas verbales y ocurrencias improvisadas, buscando desesperadamente una, a todas luces imposible, nueva vía, mediante una reforma constitucional que los propios soberanistas catalanes ya han dado por amortizada, denota, como mínimo, poca perspicacia política por parte de sus actuales dirigentes. Y ello, porque, a estas alturas de la partida, las reglas del juego ya deberían estar claras. Así, en un Estado de Derecho, lo que debe hacer un gobierno, cualquiera que sea su signo político, es cumplir y hacer cumplir la Ley y la Constitución (artículo 155, incluido); y lo que debe de hacer un partido de oposición, serio y responsable, es apoyar al gobierno en ese trance y velar para que éste lleve a cabo su labor, diligentemente y sin demora, cumpliendo escrupulosamente el ordenamiento jurídico; por lo que, tomar atajos, buscando la equidistancia entre el que debe hacer cumplir la Ley y aquellos que se saltan la legalidad constitucional, supone situar al partido en «tierra de nadie».

Qué duda cabe que, en sus casi 140 años de historia, el PSOE ha cometido numerosos errores de criterio y de estrategia política; el más grave, en octubre de 1934, pagando un precio  muy alto por ello. Esperemos, pues, no repetir, de nuevo, errores pasados, sobre todo, porque nos la estaríamos jugando por unas ideas, el nacionalismo y el independentismo catalán, profundamente reaccionarias en lo político e insolidarias en lo económico, y por tanto, totalmente ajenas al ideario y a la base social de un partido socialdemócrata. Aprendamos, pues, de la Historia: la de España y, también, la de nuestro gran y viejo partido.


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