Identidad folixera
Opinión
04 Jul 2017. Actualizado a las 05:00 h.
Me estaría haciendo muy mayor si me pusiese a despotricar preventivamente contra los desfases que acompañarán a la multitud de eventos festivos que se nos viene encima en las próximas semanas. Aunque sí creo que hay motivo para alguna queja legítima, cuando uno ve el escenario después de la batalla, como si fuese parte de la programación -y no un crimen medioambiental- sembrar de desperdicios una playa, una calle o un descampado. Por otra parte, para constatar que la crisis empieza a remitir en la epidermis (cosa muy distinta es la amarga realidad más profunda) es buena muestra que los días de fiestas locales vuelven a estirarse animando a alargar también el presupuesto (el personal y los municipales), gastando otra vez la pólvora en salvas. Algo del fervor festivo en ciernes recuerda al estilo inmediatamente previo a la crisis, como describe ?despedaza- Antonio Muñoz Molina (Todo lo que era sólido, 2013), al apuntar que «uno de los rasgos menos examinados de la democracia española ha sido la propensión al paroxismo de la fiesta», en la que se unifica la conducta de la masa, casi existe la obligación de divertirse («defender la alegría de la obligación de estar alegres», dice el poema de Benedetti) y no se perdona a quien pone objeciones a la forma y naturaleza de la fiesta, por excesiva que ésta se haya tornado. No obstante, bienvenida sea la celebración veraniega a quien se la merezca y a ver si me toca algo.
Por lo que, sin embargo, no creo que debamos pasar sin darle una vuelta, es por la tendencia, cada vez más intensa, a moldear una identidad regional deformada que tenga su epicentro y práctica dimensión principal en la fiesta. No me molesta, en absoluto, que la bandera asturiana se exhiba para celebrar a tal o cual patrón, ni que con dos copas de más sea el momento de los cánticos de la tierra; faltaría más y que cada uno lo disfrute como quiera. Además, ese aspecto ha sido parte de la conformación de una apariencia regional abierta y amable, no problematizada, así que no todo es malo. Pero sí me revienta que los elementos de autorreferencia se queden ?cada vez más- sólo en lo festivo; que el catálogo de nuestras pertenencias culturales asturianas parezcan concentrarse en hacer el ganso en fiestas de prao; que el uso la lengua asturiana se confine al ámbito del jolgorio costumbrista (degradando el vehículo de comunicación pleno que es); y que, si el anuncio de una marca de agua mineral tiene razón, los asturianos no estamos solos porque nos juntamos para ir de folixa, bajar el Sella y comer cachopo. Se ve que sumar para otras cosas que realmente merecen la pena en la construcción de nuestra Comunidad no es nada cool o no vende botellines (para tranquilidad de la firma les diré que no he dejado de comprarles pese a la estupidez del mensaje publicitario, porque pesa más en mi ánimo de consumidor el apoyo al producto local). Es cierto que esto viene de lejos y que en nuestro catálogo sentimental regional el aspecto festivo pesa mucho, desde siempre. Ya decía Nuberu en 1994 (disco Agua de la fonte clara), en plan aguafiestas, aquello de «Ser asturianu nun ye / dir con montera picona / nin saber echar bien la sidra», con toda la razón. Pero la banalización folixera de la asturianía, llevada cada vez más al exceso y a cierta grosería de los tiempos que corren, es bastante cargante.
Decía Ortega (Discurso de Oviedo, 1932), que en Asturias nos sentimos región pero no nos sabemos región, apuntando a las limitaciones de nuestra querencia por nuestra tierra, sin capacidad para transformarla en un compromiso político más intenso por el autogobierno, singularmente en comparación con otros territorios. Ahora que, décadas después, tenemos un nivel apreciable de competencias e instituciones propias, nos sigue faltando la consistencia crítica y la conciencia completa de lo que ello representa. Y seguimos sin advertir que cada vez más dependerá nuestro futuro de nuestra propia capacidad de actuar; para lo malo también, que será mucho si no alcanzamos un dinamismo social y económico que, hoy por hoy, es claramente insuficiente. Seguimos, en suma, sin sabernos región, comunidad, país. Pero, además, la forma de sentirnos región también puede rebajarse a una noción empobrecida y frívola de la asturianía, que sólo nos servirá para echarnos unas risas asentados en la decadencia.