Episodio 6. Holofonias - Perdedores - Revelaciones - Música Discreta - Bucles Desintegrados
Opinión
15 Apr 2017. Actualizado a las 05:00 h.
A primeros de año mi familia y yo asistimos a una sesión de holofonía. Como oyen. Me encerré con otras 200 personas en una especie de aula de techos altos y sin luz del exterior, y tras una breve introducción a cargo de alguien que se presentó como Hugo Zucarelli las luces se apagaron y durante unos 50 minutos escuchamos el «Parachutes» de Coldplay a oscuras y en completo silencio, sin posibilidad de distracción y a través de unos altavoces como de cuatro metros y medio de alto situados al fondo de aquel cuarto. Tras la experiencia recibimos una explicación detallada a cargo de esta misma persona, Zucarelli, quien resultó ser el visionario creador del sistema holofónico, y que más allá de las cuestiones técnicas nos introdujo en un mundo de vicisitudes y batallas cruentas contra las grandes corporaciones que habían arrinconado a su criatura ya en los años 80, para lograr imponer así la dictadura del sistema Dolby. La holofonía sería al sonido lo que el holograma a la imagen, es decir, la simulación de un in situ, escuchar una grabación holofónica con auriculares supone la ilusión de escuchar cada sonido de ese registro con unos planos y distancias, con una panoramización que logra reproducir fielmente el efecto entorno, como estar a pocos centímetros de la fuente de ese sonido, ya sea una banda de rock sinfónico en su local de ensayo, una abeja posándose sobre un plato con miel o un fósforo encendiéndose.
Quizás el haber escogido para la demostración un disco tan insustancial y sin chicha como «Parachutes» no le hiciese demasiado honor a este sistema. Sin embargo, y como luego pude comprobar, la escucha con auriculares del «Final Cut» de Pink Floyd o el «De Ushuaia a La Quiaca» de León Gieco (Zucarelli figura en los créditos de ambos discos) resultaba una experiencia impresionante.
Desconozco si en 2012 se pudo dar un encuentro entre Zucarelli y Roger Waters cuando éste último vino a Buenos Aires para reventar el estadio de River por nueve noches con «The wall». Yo en aquel momento vivía en Belgrano, cerca del campo del «equipo millonario» y desde el ventanal de mi casa veía por ojos y oídos el paso de los aviones que llegaban y se iban de Aeroparque. A esta banda de sonido se sumaban el cantar de los trenes que atravesaban el barrio chino camino de El Tigre y por varias noches de aquel salto entre el verano y el otoño, el sonido diáfano de Comfortably Numb entrando por mi balcón. Yo me dejaba acunar por todo ello mientras no paraba de pensar en lo que sucedía con mi vida. Me hubiese gustado saber entonces de la existencia de Zucarelli y tratar de convencerlo para que registrase el sonido de aquellas noches en el departamento aquel de apenas 60 metros cuadrados en Manuel Ugarte. Las epifanías definitivamente pueden abrirse paso en nuestro interior a través de los oidos.
Hay varios momentos «revelatorios» en mi vida relacionadas con el sonido, sé que esto puede sonar un tanto petulante pero seguro que en más de una ocasión les ha sucedido igual a ustedes, mi vida ha sido otra (otra mejor, quiero decir) gracias a la fortuna de haber nacido con dos orejas grandes y pacientes, capaces de dejarse mimar por el sonido. Del mismo modo sufro también de absoluta intolerancia al ruido, evito centrifugados de lavadoras, aspiradoras, martillos neumáticos, gente gritona en el desayuno, guitarras de doce cuerdas, la música sonando directamente por el altavoz de un móvil...
Cuando tenía 11 años recuerdo una tarde de Invierno con un agresivo pico de fiebre, cubierto de mantas hasta las cejas, mi madre había ido a buscar a mi hermano al colegio, así que me quedé solo por un rato, dormitando, desde la cocina me llegaba por entre la espesura de la fiebre los flecos de alguna radiofórmula, supongo que cosas tipo Supertramp, Ricchi e Poveri o Joan Bautista Humet... Hasta que una estridencia me rescató del sueño, un sonido que a priori no tendría por qué estar saliendo por un transistor, una sierra me pareció, o el acero cortado con algún tipo de láser sofisticado, o el latido de un astillero en pleno funcionamiento. Y de repente la calma. Y luego una épica que no había conocido antes. Es muy probable que mi vida en algunos aspectos no hubiese sido la misma si aquella tarde de 1981 no hubiese escuchado «Joan of Arc» de OMD. Digamos que esa canción que (no olvidemos) sonaba en continuidad en los 40 principales, marcó una señal luminosa en mi cuarto que luego se completó con un segundo y un tercer punto cardinal cuando escuché «Golden Brown» y «European Female» de los Stranglers.
Hace unas semanas me desperté con una extraña sensación de placidez, estaba solo en casa y a diferencia de otras veces no salté de la cama para darme una ducha fría y correr a chequear los correos del cambio horario, me quedé en la cama, mirando el techo y sin moverme, por ráfagas me llegaba de la calle un sonido familiar, que no lograba identificar, un sonido que definitivamente me hacía sentir bien. Se mantuvo durante la hora siguiente, cuando me metí bajo el agua, cuando desayuné y abrí las contraventanas, sencillamente sentía que los minutos llegaban ordenadamente y en fila, que podía organizar mi día, que mi jornada de trabajo inesperadamente no era un apelotonamiento ruidoso de temas pendientes. Luego me di cuenta de que había dejado encendido el equipo de música toda la noche con un disco sonando en bucle, el volumen 1 de los «Disintegration loops» de William Basinsky, formando un runrun gozoso que me llegaba en oleadas, cuando los ruidos de la calle permitían que el sonido alcanzase mi dormitorio. Basinsky nunca compuso los casi 300 minutos de sonidos que se incluyen en los cuatro volúmenes de sus Disintegration Loops. Es decir, sí. O no exactamente. Estas cinco horas de bucles sonoros surgen en realidad de un error técnico, eran en su origen viejas composiciones que Basinsky había registrado en cintas magnéticas que se dañaron de modo irreversible por algún tipo de agente externo, desconozco cuál. Cuando el compositor trató de volcarlos a un soporte digital para evitar que siguiesen dañándose redescubrió todos estos sonidos transformados en otra cosa, algo diferente, una colección de mantras surgidos del azar y que sonaban a sus oídos completamente nuevos y ajenos. Y lo que yo había percibido desde mi cama no era ni siquiera eso, era un paso más allá; los bucles envueltos por el entorno de mi casa, de mi calle, de mi barrio, llegaban de modo intermitente hasta mi colchón, como sonidos en fuga que el ruido de la calle atrapaba de un puñado para luego abrir la mano, dejarlos circular pasillo adelante y cerrando la mano silenciarlos de vuelta.
Esto me recordó una anécdota relacionada con Brian Eno, que en 1974 sufrió un grave accidente de circulación que lo tuvo convaleciente durante un tiempo. Una tarde Eno estaba solo en su casa , y tras un esfuerzo importante logró incorporarse y poner en su equipo un disco de arpa barroca. Una vez en la cama se dio cuenta de que el volumen estaba casi al mínimo, pero ya no tenía fuerzas suficientes como para volver a levantarse, así que vivió una experiencia que marcaría el resto de su carrera, la de escuchar las cuerdas del arpa diluidas en los sonidos que llegaban de la calle, el tráfico, la lluvia, alguna conversación ocasional. Eno empezó a pensar a partir de ahí en la posibilidad de una música que no necesitase mirarte a los ojos interrogándote o agarrarte de los hombros y menearte pidiéndo atención, una música que sencillamente se podría confundir con tu entorno, asomar ocasionalmente, ocultarse tras los muebles, permitir que a ratos pudieses olvidarte de su presencia y en otros momentos llegar a emocionarte. Es así como nace el ambiente.
Escribo todo esto en un 31 de Marzo de 2017. Apenas llevo 24 horas en Buenos Aires y no he logrado aún reubicarme, no es tan sencillo, tiendo siempre a deshacer la maleta nada más llegar a casa, luego pongo una lavadora, devuelvo a sus estanterías los libros que llevé conmigo, etc etc. Pero siempre hay un extra que lleva más tiempo, un espacio donde juegan y hacen trampa mis 47 años, el viaje, el cambio horario, el salto de una geografía de acentos, caras y nombres a otra completamente distinta. Y todas las conversaciones interrumpidas de golpe que sabes no podrás retomar a 11.000 kilómetros.
Tratando de aposentarme vuelvo a «Ruins», el disco que Liz Harris (alias Grouper) escribió y registró en un cuatro pistas en 2011, durante una estancia de mes y medio en Aljezur, el pueblo portugués al que la compositora decidió retirarse por un tiempo huyendo de todo y todos. Están las canciones, bellas de la primera a la última, y está también el sonido ambiente colándose en la grabación, las chicharras frotando sus alas en la noche, la campanilla del micro ondas, el crujir de una silla, un trueno retumbando... Sin embargo nada de esto logra acallar hoy el ruido de las excavadoras arañando el suelo en la estación de servicio abandonada que hay bajo mi casa. Cuando me vine a vivir a este departamento el lugar llevaba años ya fuera de servicio, los propietarios del solar tuvieron que esperar a drenar el suelo antes de levantar las estructuras donde estaban los surtidores. Y ahora ha llegado el momento de desmantelar todo; hay un montón de tierra cubierta con plásticos negros, como el cadáver de un coloso que alguien piadosamente ha decidido ocultar, el ruido es infernal desde primera hora del día y nadie nos dice los planes que hay para el lugar, pero de momento las perforadoras hacen temblar las paredes de mi casa y el solar apesta a nafta. Yo intento concentrarme en Liz Harris, me agarro a ella mientras me habla, And in the image of the other hand a needle drawing pictures in the blood that runs the valley, pero el poder protector de su música y sus palabras es insuficiente para detener el latido del suelo, que me bombea en los pies acompasadamente, y el vibrar enfermo de las ventanas, que amenazan con ir a reventar en cualquier momento.