La Voz de Asturias

Trueba, reválidas y pacto por la educación

Opinión

Enrique del Teso Enrique del Teso

03 Dec 2016. Actualizado a las 11:33 h.

Hace unos días El País publicó un artículo muy divertido en el que se daban consejos para parecer inteligente en una reunión. Uno de ellos era decir seriamente alguna obviedad, del tipo: «tenemos que centrar los esfuerzos en las prioridades». Con la misma táctica, quien quiera parecer inteligente hablando de educación tiene que decir obviedades como que España necesita «un gran pacto por la educación» (y centrar los esfuerzos en las prioridades, supongo). Y todo el mundo quiere parecer inteligente hablando de educación.

Lo único real que hay en los actuales aires de pacto por la educación es lo que tienen de obvio y, por tanto, de vacuo. Es decir, nada. No hay nada en el contexto político y social que haga pensar que estamos ante una verdadera empresa nacional. El propio ministro de educación es seguramente la única persona que nunca quiso parecer inteligente hablando de educación. Llegó al ministerio retirando el cuadro de Unamuno y diciendo que no sabía mucho de educación, pero que sus secretarios eran unos hachas. Es cierto que el Gobierno deja sin efecto las reválidas, que son la espina más superficial de la LOMCE porque es la que primero y de manera más inmediata pincha y daña. Pero sólo es una espina. Y su derogación no es señal de que alguien quiera un gran acuerdo. Es señal de abandono. Wert y Gomendio hicieron un estropicio insuperable, a sus anchas y sin templanzas: en el Parlamento mayoría absoluta y al Gobierno de la educación sólo le importaba recortar gastos y los intereses de la Iglesia. Se fueron a sus canonjías europeas y dejaron una de las leyes más denostadas de la democracia como flotando y sin que nadie quiera ni derogarla ni batirse el cobre por aplicarla. La supresión de las reválidas es más apatía y desinterés por la educación que aires de apertura y ganas de entendimiento.

Aunque no tenga relación con la enseñanza, el boicot a Trueba dice mucho del contexto en el que se pretende ese acuerdo. No importa si el fracaso de su película se debe a que sea mediocre y ni siquiera importa si el boicot fue real. Lo que importa, y eso sí fue real, es el arrebato de ultraje y dolor patrio porque el cineasta dijera no sentir la españolidad en sus venas «ni cinco minutos». El nombre de la nación y sus símbolos no se usan hacia fuera como una forma de afirmación identitaria orgullosa, ni como expresión de unidad interna. Se usan hacia dentro como una forma de exclusión y como un límite de la discusión racional. Se dice alto y fuerte «España» para señalar españoles y excluirlos. Lo expresó de manera insuperable Ronald Reagan en su debate contra el candidato demócrata W. Mondale: «se ha ido usted tan a la izquierda que se ha salido del país». La Constitución, la bandera, la defensa frente al terrorismo o el nombre de España se gritan y se sobreactúan para ahorrarse el razonamiento y atribuirse una legitimidad natural y dogmática. Así se pretende excluir y prohibir porque sí.

Esto viene a propósito porque hay una tendencia a entender que España es el PP, C’s y el PSOE (versión Susana Díaz, mousse de socialismo con la consistencia del papel bajo el agua). Los demás, Unidos Podemos y nacionalismos varios, son «los otros», los salvajes de Juego de Tronos. Todo indica que un acuerdo entre el PSOE deconstruido, PP y C’s sería considerado como «un gran acuerdo nacional». Los disconformes estarían tan fuera del país como Mondale y no sería necesario razonar, sólo protegerse de ellos. Ya en la creación de esa comisión para el Gran Acuerdo se abstuvieron Podemos y los nacionalistas. El gran acuerdo nacional engloba sólo a los españoles propiamente dichos.

Hay decisiones de Estado que tomar sobre la educación y no se ve que lleguen siquiera a ser planteadas en esta versión jíbara de España que se adivina. Recordemos algunas:

 


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