La Voz de Asturias

Los riesgos de deslegitimar las instituciones

Opinión

Ignacio Fernández Sarasola

23 Oct 2016. Actualizado a las 05:00 h.

Una de las mayores amenazas a las que han enfrentado tradicionalmente los sistemas representativos y democráticos ha residido en la oposición que algunos iluminados han pretendido realizar entre los conceptos de legalidad y legitimidad. Bajo tal premisa se sostiene que existen conductas que, aun siendo ilegales, son perfectamente legítimas, lo que las convierte por esa misma razón en válidas. La legitimidad sería, de resultas, más fuerte que la legalidad vigente.

El argumento es perverso, porque obviamente es el infractor quien se erige en árbitro para decidir que su conducta es perfectamente legítima, aun siendo ilegal. Y es todavía más deleznable cuando, además, se identifica legitimidad con democracia para revestir de más fuerza sus argumentos, desconociendo que en realidad, la democracia sin procedimiento legal deja de serlo.

Pero este tipo de manipulaciones, por absurdo que sea, ha supuesto un coste real y grave para las democracias, puesto que ha servido de coartada para justificar por igual totalitarismos de izquierdas y de derechas, y se ha puesto en práctica por los movimientos fascistas; no en balde, fue  uno de los teóricos más caros al nacionalsocialismo (el alemán Carl Schmitt) quien popularizó la dicotomía entre legitimidad y legalidad.

Conociendo este pasado, resultan preocupantes los constantes pulsos al Estado constitucional que estamos viviendo en los últimos tiempos en España en nombre de la diosa legitimidad. En este mismo mes, hemos contemplado cómo varios concejales de Badalona escenificaban entre aplausos su desobediencia al Estado rompiendo la resolución judicial que les obligaba a mantener cerrados los servicios municipales durante un día festivo nacional, del mismo modo que hemos asistido al lamentable espectáculo ofrecido en la Universidad Autónoma de Madrid por parte de dos centenares de energúmenos impidiendo la celebración de una conferencia. Y lo peor es que tales conductas no hallan un reproche unánime de los partidos políticos, sino que son justificados y coreados por las fuerzas independentistas y por el cada vez más radical, errático y antisistema Podemos. Un partido que tendría que hacerse mirar qué está haciendo tan mal como para que la mayoría de los votantes españoles prefiera una y otra vez la corrupción del PP a que Podemos llegue a gobernar.

Asusta el nivel de ignorancia del que puede llegar a hacer alarde un representante político al decir, como los concejales de Badalona, que su acto de desobediencia es democrático y que está habilitado a realizarlo por su condición de representante. O sea, que las normas electorales y la Ley de Bases de Régimen Local, en virtud de las cuales es representante, sí valen, pero la Ley Orgánica del Poder Judicial que obliga a cumplir las resoluciones judiciales no. Dicho de otro modo, sólo cumplo lo que me beneficia. Pero, seamos al menos coherentes: si su postura reside en no admitir la normativa vigente, se les podría preguntar «¿qué haces disfrutando de un sueldo de concejal, cuando has sido elegido conforme a esas mismas normas?». Aplicando sus mismos argumentos, esos concejales carecerían de total legitimidad y, por tanto, ninguno de sus actos administrativos tendría que ser obedecido. Es pura coherencia, algo que en sus débiles cerebros no parece caber.

Otro tanto se puede decir de la actuación pandillera protagonizada por los manifestantes en la Universidad Autónoma de Madrid, convirtiendo la indignación en indignidad. Porque se puede discrepar de Cebrián y Felipe González, por supuesto (y me pongo a la cabeza); se puede uno manifestar pacíficamente a la puerta o portar pancartas? pero impedir que hablen ya forma parte del Código Penal. Si no admiten la libertad de expresión de los conferenciantes, tampoco ellos dispondrían de tal libertad, de modo que su conducta no sólo es manifiestamente ilegal (de hecho es constitutiva de un delito contra los derechos fundamentales), sino también ilegítima bajo su propio prisma. Pretender que ellos pueden disfrutar de la libertad de expresión, pero que pueden coartarla a los demás es más propio de quienes vestían camisas negras en la Italia de Mussolini o de las juventudes hitlerianas que intimidaban a los ciudadanos en tiempos que, por desgracia, con estas conductas parecemos llamados a revivir.

Hace unos días oía a Iñaki Gabilondo decir que las revelaciones de Francisco Correa estaban causando más daño al PSOE que al propio PP, ya que le ponían muy difícil justificar su posible abstención en la hipotética investidura de Mariano Rajoy. Añadamos ahora que el apoyo de Podemos y de los nacionalistas catalanes a las conductas que hemos visto estos días le facilitan esa misma abstención, porque parece inviable querer unir fuerzas con aquellos que desprecian al sistema democrático y al Estado de Derecho.


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