Vladimir Putin
Opinión
12 Oct 2016. Actualizado a las 05:00 h.
La concentración del poder es el sistema nervioso central de la Historia Mundial (el adjetivo Universal es un despropósito), la que posibilita que la narración de los hechos de los hombres no cuente otro argumento potente y no amplíe el lenguaje con el que lo cuenta, ni que varíe la sintaxis. La posibilidad de que el futuro arroje otra sinopsis, ni se plantea, a no ser como utopía, reediciones de las de Platón, Epicuro, Erasmo, Moro, Campanella, Rousseau o Marx, de práctica irrealizable porque cuando alguien intenta echarlas a rodar (Lenin y Stalin en Rusia o Mao en China), se tuercen y desembocan en el cauce natural de la Historia, la concentración del poder. Peor todavía: vivimos un presente que vocifera cuál va a ser el futuro inmediato; inmediato porque el hoy se ausente de sí para ir al mañana y más allá, no en balde la velocidad nos ha seducido con las tecnologías de la (des)información y, a mayor velocidad, más distorsión de la realidad, más confusión y aturdimiento, más sometimiento y control por las corporaciones de la concentración. Lo nuevo es la docilidad global, la reducción de la crítica y la extirpación de los movimientos contestatarios. Desde luego, cada uno de estos tres términos de la ecuación, a los que se podrían añadir más, se concatenan unos con otros, dando un resultado de matemática perfección.
Vladimir Putin es una prueba fehaciente de concentración clásica. Un icono. El más sagrado en la Rusia ortodoxa, que es la más ortodoxa de entre las ortodoxas. Putin es una religión. Es el Salvador de la desdichada patria. Él es, su pueblo no es. El pueblo es en tanto Él es su fetiche, su predicador del credo de la Madre Patria. Fieles ávidos de sentirse fraternos adoradores del mal supremo: la aniquilación del no eslavo, o la recuperación del ideal nazi que, curiosamente, los identificaba, a los eslavos (esclavos), con las bestias animales. Pueblo encharcado de la gloria derretida que ahora espesa el profeta, ante el que reniegan los feligreses de sus capacidades para entregársele sin culpa. No cabe en la Madre Patria el agnóstico; menos el ateo. Embriagado de Putin y de vodka está el rebaño, que jamás ha salido de la sumisión (una sola vez lo hizo pero su masoquismo lo encadenó más prietamente). Mimetizado, clama a Él que sea la plaga de Occidente, la yihad rusa, el zar sin corona, Stalin sin gulags.
A Vladimir Putin le son innecesarios los campos de concentración. Mete en la cárcel a los pocos magnates que le levantan la voz, o los mata, igual que a los disidentes, dentro o fuera del país; en Londres, por ejemplo, a la manera de un emperador romano, con veneno; en casa, a la manera de un mafioso, a tiro limpio (periodistas, políticos). Invade tierras ajenas con sus tanques (Crimea) y lanza misiles desde el este de Ucrania (el vuelo MH017 de Malaysia Airlines: 298 cadáveres). Para posicionase en Siria, con bases militares permanentes, arroja miles de bombas sobre Alepo, sobre más de un cuarto de millón de gentes corrientes, sobre hospitales, sobre convoyes de alimentos y medicinas para mitigar la desesperación. Putin es el carnicero de Alepo.
Pero no le bastan al zar estalinista-terrorista los juegos de guerra regionales. Pese a dirigir una nación enferma de miseria, de alcoholismo y de patriotismo, Putin cuenta con armas nucleares para vapulear el planeta varias veces. Y ahora sus enormes y temibles bombarderos sobrevuelan el espacio aéreo de Europa: Finlandia, Noruega, Gran Bretaña, Francia, España. No busca la guerra fría, busca la guerra caliente. Quiere ser el carnicero del Mundo. Da pistas extraordinariamente visibles y abundantes de su profesión. Y de su arrogante arrojo: no se arrugará ante la idea de que el Kremlin sea borrado del mapa por EEUU. Él está por encima de la vida y de la muerte. De continuar el delirio, a los servicios secretos rivales no les quedará otro remedio que dispararle una bala, pero no en el corazón, que no tiene, sino entre ceja y ceja.