La Voz de Asturias

Extraños en un tren detenido en Osorno

Opinión

Javier García Rodríguez Redacción

18 Sep 2016. Actualizado a las 05:00 h.

Usted circula en su tren de alta velocidad como un admirable viajero del siglo XXI. Ha pagado una escandalosa cantidad de euros por realizar un trayecto en alta velocidad para el cual no hay alternativa más económica ni más lenta. Le han traído sus auriculares perfectamente reciclados en su fundilla de plástico después de sucesivos usos de un abuelo del Imserso, una mochilera moldava, un soldado profesional con destino en Mahón que una vez volvió a casa por Navidad, una maestra rural y un niño de siete años con exceso de cerumen. Usted ha tomado un café en la cafetería del tren y lo ha pagado como si le hubieran servido género directamente traído de Jamaica y molido por medio de una técnica milenaria para extraer de él todo su aroma y su sabor. Pero se lo han servido en vaso de papel y con una cucharilla amorfa o con algo que vagamente sugiere la cucharilleidad o condición de cucharilla del artilugio. A su lado, el Duque de Álava, que no es duque ni nada porque nadie lo conoce, toma un menú wrap en mangas de camisa y qué pena da el solitario duque bebiendo una cerveza mala de solemnidad y qué pena da el wrap blando, fofo, laxo, inconsistente, como un proyecto de bocadillo nonato o como un título hereditario, con su media hoja de lechuguita de oreja de mulo o sus canónigos viejos y verdes o sus berros callejeros, su medio tomatito cherry cortado en finas rodajas y sus tiritas de rosbif o de ¿carne mechada? bañadas en una salsa que se sale por el borde o es bordelesa, amarilla y en ningún caso apetitosa pero a las finas hierbas aromáticas. Usted ha ayudado a su vecino de asiento a colocar en el espacio reservado la maleta king size que carga como un ataúd presentido; usted ha sufrido las melodías encadenadas, el volumen descabellado de un reggaetón sandunguero que preludia un perreo, las conversaciones destempladas, las risas volubles como los dietarios, las vibraciones sísmicas, los chistes soeces, las oscilaciones del IBEX-35 anunciadas en tiempo real, las declaraciones de amor adolescente, las citas clandestinas en hoteles caros, las listas de la compra, el recuento riguroso de los kilómetros recorridos y de las estaciones perdidas. Y entonces su tren de detiene en Osorno porque el maquinista ha cumplido con su horario. Y Osorno no es la estepa rusa. Ni siquiera es Soria. Y tampoco es invierno. De modo que usted no se preocupa, ni grita, ni protesta, y entiende al maquinista, un hombre probo y cabal donde los haya, afiliado a su sindicato de maquinistas y ayudantes, cumplidor de las normas. Y piensa usted que una cosa es la Norma y otra cosa es la Duval porque a esas alturas usted se ríe hasta de su sombra y no tiene prisa por llegar a ningún sitio porque no le espera nadie, como sí que le espera al maquinista una novia o un novio o ambos, allí en Osorno, provincia de Palencia, donde ha conducido su tren de alta velocidad como si fuera un tren particular, calculando su horario para ver a sus amantes pasajeros pero cumpliendo escrupulosamente con la ley y con el horario y con el convenio de maquinistas y ayudantes de maquinistas. Nadie baja del tren, nadie se apea del vientre de la ballena con ventanilla de emergencia. Los adultos hablan ordenadamente sobre Rita Barberá mientras los niños disfrutan de los dibujos animados de Hanna Barbera. El revisor trata de salvar la situación agarrándose a un calvo ardiendo. Amancio Ortega lleva cuatro o cinco días siendo el hombre más rico del mundo, pero a nadie parece importarle porque no está aquí para ofrecer una solución. Se escucha a lo lejos cómo gritan en un puesto del mercado de Osorno que tienen ofertón en el cojín pero todos los clientes se han ido a ver por televisión la reaparición de Luis Francisco Esplá por los ruedos de España. En voz baja un tipo tan anodino como uno mismo confiesa al vagón completo, sin venir a cuento, que hace poco se besó con una mujer a la que admira en una estación de metro de una ciudad europea y que no puede olvidarlo, y entonces comienza a cantar el estribillo de Mi querida España de Cecilia. El tren sigue parado como si viviera usted en un país sin gobierno, en un país que sufriera disgeusia o alteración del gusto. Llegarán autobuses para repatriar a los viajeros. Llegarán opiniones, noticias, expedientes informativos o sancionadores. Mientras llegan, el maquinista se aleja con las manos en los bolsillos silbando la melodía de El puente sobre el río Kwai camino de su cita a pares o nones, y usted se pone los cascos tantas veces usados y se queda mudo y feliz como Buster Keaton.


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