Harakiri
Opinión
13 Jul 2016. Actualizado a las 05:00 h.
Se sabe, popularmente, que cuando un dolor es tan intenso y llega a rayar en lo insoportable, el hecho de sentir (o hacer sentir) de manera simultánea otro dolor, aunque más profundo, éste mitiga la intensidad del primero. Tal vez ese sea el principio del Harakiri: un dolor tan fuerte, que te arranca la vida desde las entrañas, pero que te alivia de otros pesares, tal vez, más profundos. Otro caso, no tan dramático, pero que versa más o menos sobre lo mismo, es el de los tarahumaras (o rarámuris); un pueblo indígena de México (conocido, entre otras cosas, por la costumbre ancestral de recorrer larguísimas distancias en la sierra del estado mexicano de Chihuahua en condiciones inhóspitas), quienes se latigueaban las piernas (incluso llegándose a hacer daño) con el objetivo de estimular la circulación y de mitigar (o distraer) el dolor muscular y de las articulaciones para poder seguir andando o corriendo. En ambos casos el punto es no mirar hacia atrás, el presente ya sólo es futuro.
Me vienen a la mente estos dos ejemplos porque le dan otra dimensión a conceptos como el dolor o la frustración. Ya sea en su forma física, emocional o espiritual, el dolor y la frustración pueden llegar a desgastar y a aniquilar a una persona, lenta o súbitamente, pero sorprende que en ocasiones (al menos desde la óptica de los ejemplos anteriormente mencionados) sea el mismo dolor quien resulte su misma vacuna. Ahora bien, esto llevado a un ejemplo concreto como lo es el desempleo y la falta de oportunidades laborales en la actualidad, especialmente en el sector periodístico, es interesante entender por qué, a pesar de condiciones tan adversas como la escasez de plazas en medios de comunicación, recortes, elites administrativas, entre otros, muchos periodistas siguen ejerciendo, aún sin cobrar y simplemente por el amor a la profesión.
Al respecto, recuerdo las palabras de Gustavo Cordera, cantante argentino y ex miembro de la banda Bersuit Vergarabat: «Ser gratis, de alguna manera, en todas las relaciones humanas: no vale nada». Él aplicaba esto al empobrecimiento de la cultura musical tanto en España como en Argentina, gracias a la trampa de que «al ser popular, debe ser gratuito», pero si abrimos el horizonte de la reflexión y lo aplicamos al caótico panorama del periodista recién egresado, del que no cuenta con las herramientas sociales para tener acceso a las esferas de poder en los medios de comunicación, podemos ver que sucede algo similar. El empobrecimiento del sector, pese a que la oferta sea cada vez mayor. Ese, tal vez, sea otro gran mito, o bien, el lado oscuro, del boom de la democratización de los medios de comunicación. Ante la falta de oportunidades dentro de las empresas de gestión informativa (ya sean de carácter noticioso o de profundidad comunicacional), se nos ha dicho a los jóvenes (desde hace prácticamente una década) que ser freelance (o autónomo) es la mejor opción. No seré yo quien diga lo contrario, pero tampoco reivindicaré esa postura como una verdad absoluta. Terreno escabroso el de la autogestión laboral, sin duda alguna, por lo tanto no ahondaré en él, ya que es una temática pertinente de otro texto (en el cual se debe tener mucho, muchísimo, cuidado para no caer en mitos o falacias demagógicas). Mi punto es que para hacerse de un nombre dentro de los medios de comunicación, o para alcanzar el prestigio necesario y ser considerado dentro de una redacción o una columna de opinión, es necesario trabajar sin cobrar (no me gusta la palabra gratis, ya que como bien dicen los fundamentos microeconómicos y del costo de oportunidad: nada es gratis en la vida) durante un tiempo indefinido. A esto podemos sumar el lado oscuro de la hipertextualidad. Los medios digitales nos han abierto canales de difusión informativa y un universo de contenidos digitales sin precedente, pero el precio a pagar por ello es, en definitiva, la profundidad. Así es, la profundidad temática, contextual, literaria y cultural. Parece ser que la apuesta de la nueva generación es sintetizar todo lo que ve, siente, tiene y anhela en 140 caracteres. ¿De qué sirve entonces tener tantas herramientas, tanta información disponible con la mayor facilidad del mundo, cuando las nuevas generaciones están creciendo adoctrinadas para autolimitarse a 140 caracteres?
Por otra parte, en lo literario se retoma la moda del cuento o del micro relato. Sí, la justificación es buena, ya que existe cierta complejidad en sintetizar y dar profundidad imaginativa en las incógnitas de una trama, del desarrollo de un personaje o de la apertura imaginativa contextual, pero el objetivo sigue siendo el mismo: leer y ahondar lo menos posible. Se nos tacha de nostálgicos a los que nos gusta leer aún el periódico o libros en papel (los cuales, en función de los salarios actuales y del ingreso medio, ya resultan productos de lujo, es decir: la cultura y la educación vuelven a ser un bien superior), mientras que son cada vez más modernos aquellos que descargan contenidos vía sus smartphones. En su justa proporción, un libro impreso y procedente de una editorial prestigiosa, no es un bien que cualquiera se permita, sin embargo la ropa de temporada es cada vez más barata (y por lo tanto cada vez de menor calidad). Tal vez el precio del libro es porque no cualquiera se lo permite, porque no cualquiera tiene o bien el tiempo para leerlo, o las capacidades intelectuales para comprenderlo, disfrutarlo y aprender de él. El libro está hecho para que dure, y para que su contenido (en muchos de los casos) trascienda en el tiempo. La mayoría de la ropa de temporada, así como un montón de bienes de consumo inmediato, no. Y como bien de consumo inmediato podríamos considerar también a las noticias que se leen en diarios digitales. Sí, me es muy complicado y duro decirlo, pero el tan fácil acceso a la información ha dejado como resultado (en muchísimos casos) a un lector haragán, quien busca lo inmediato muy por encima de lo profundo, aquel que medio lee superficialmente lo acontecido de forma más reciente. Los diarios, revistas o publicaciones con contenidos de profundidad, investigación y análisis, se han convertido en productos para especialistas y son de un precio mayor. ¿Debería ser de otra forma? No lo sé, tal vez es pronto para hacer cualquier tipo de sentencia y caer en la irresponsabilidad. Pero lo que sí sé es que a la gente no le gusta ya pagar por informarse, y mucho menos por informarse bien.
La mayoría de los medios de comunicación viven de la publicidad que se anuncia en sus espacios (físicos o digitales). Son muy pocos aquellos los que logran ponderar como su bien más preciado la calidad de sus contenidos. Al respecto, me permito destacar publicaciones como las revistas La Maleta de Portbou (Humanidades y Economía) y Negratinta (profundidad temática cultural), por mencionar sólo algunas, en donde los contenidos siguen apostando por la calidad en la profundidad y no a la inmediatez o la superficialidad. Este tipo de productos, que afortunadamente amplían sus horizontes, mucho más allá de la obsesiva especialización (otra moda que comienza a causar estragos en la tan pervertida y decadente sociedad posmoderna), brindan la oportunidad de rescatar al lector ávido del aprendizaje, de la interdisciplinariedad, de aquel que tiene la capacidad (y sobre todo, el interés) de conectar distintas disciplinas bajo un mismo texto. Toparse con este tipo de lecturas, en los tiempos que corren, es como estar con un buen conversador: ese que además de ser un buen escucha, tiene la capacidad de hilar distintos temas multidisciplinarios en una misma conversación, haciendo uso de herramientas como la ironía, el contraste, la continuidad temática, y más que nada, la cadencia argumentativa. Por desgracia, como bien señalé con anterioridad, el precio de estos productos editoriales no es precisamente amable para el ingreso medio de la población, pero retomando el argumento sobre los vicios de la gratuidad, de Gustavo Cordera, tal vez sea mejor así, tal vez ese elevado precio sea por una buena causa, es decir: la revalorización cultural por medio de su profundidad.
Finalmente, ¿por qué estaremos apostando por la inmediatez y no por la profundidad?, ¿por qué, mientras más inabarcable es el horizonte de la información en el universo digital, queremos leer menos? Filósofos y académicos como Andreas Huyssen y Jurgen Habermas fueron duros críticos ante muchos de los supuestos beneficios que traería la consolidación de la sociedad posmoderna. Marc Augé hablo, desde finales del siglo pasado, de los No Lugares (espacios públicos como aeropuertos, estaciones de servicio o centros comerciales, sin referencias culturales y característicos por la estandarización de todo su entorno, productos y servicios, independientemente de su ubicación geográfica). Tal vez esta relación diametral entre la cantidad de información que existe en el universo digital y el tan poco interés por la profundidad temática sea producto de los abusos que, como sociedad, hemos tenido respecto a la tecnología. Pero tal vez, es que como sociedad global no hemos podido tampoco resolver la incógnita característica que vertebra al posmodernismo: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, y la más angustiante, ¿hacia dónde voy? Tal vez, después de estos treinta o cuarenta años de obsesiva y compulsivamente estar buscando en el pasado las respuestas del presente, nos hemos agotado y estemos a punto de darnos por vencidos sobre quiénes somos y hacia dónde vamos. Tal vez sea momento de volver a leer y a escribir con profundidad para ahondar en esos rincones que tanto nos duele rascar de nuestro pasado y de nuestra memoria. Tal vez sea buen momento para dejar de hacernos un Harakiri cultural, buscando en otros dolores temáticos la distracción de la agonía principal que nos aqueja como lectores, como redactores y como sociedad de la información. Tal vez es que hemos naufragado en un limbo cultural, sin dirección, rumbo ni destino, pero aún podemos presumir que la bandera de la libertad sigue intacta (aunque seamos capaces de censurarnos a nosotros mismos con tal de defenderla).