La democracia y el sueño de la Ilustración
Opinión
12 Jul 2016. Actualizado a las 05:00 h.
La Ilustración vinculaba el progreso de la Humanidad con la difusión de las luces. La educación era el instrumento fundamental. Esa idea pasó al liberalismo y se mantuvo en los planteamientos progresistas, como el institucionismo español, y socialistas de los siglos XIX y XX. La Francia revolucionaria no solo creó un moderno sistema de educación pública, sino que la Convención estableció por primera vez la obligatoriedad de la enseñanza primaria.
La libertad y la educación eran requisitos indispensables para la democracia representativa, por eso la Constitución española de 1812, que instituía el sufragio universal masculino en primera instancia, dispuso, en su artículo 25, que «desde el año de mil ochocientos treinta deberán saber leer y escribir los que de nuevo entren en el ejercicio de los derechos de ciudadano». Si el requisito hubiera entrado en vigor ese mismo año pocos hubieran podido votar, pero le dedicaba también un título específico, el noveno, a «la instrucción pública», algo excepcional. Por desgracia, ni el nuevo sistema educativo pudo dar los beneficiosos efectos que de él se esperaban, ni la Constitución se mantuvo vigente hasta 1830. La falta de formación del pueblo llevó a muchos ilustrados a rechazar la democracia y sirvió a los liberales decimonónicos para justificar el sufragio censitario, de carácter exclusivamente clasista.
En el siglo XXI, el analfabetismo es prácticamente inexistente en los países ricos, se ha reducido notablemente en América Latina y sus tasas nunca habían sido tan bajas en todo el mundo. Sin embargo, la enseñanza obligatoria, incluso el elevado número de universitarios, no ha logrado crear una población razonablemente culta. La capacidad de leer y escribir es una herramienta con la que, sensatamente, los estados modernos han dotado a sus ciudadanos, pero eso no supone que la usen. Hasta cierto punto, es comprensible. Se puede vivir con comodidad y tener una feliz vida personal sin leer literatura, historia, filosofía, ensayos científicos o teoría política. Lo malo es que eso no convierte a la gente en votante consciente, ni en administrador competente.
Algo tienen que ver la desigualdad social y el sistema educativo, concebido para crear minorías muy formadas que ocupen los puestos dirigentes y mayorías más o menos tituladas, pero solo limitadamente capacitadas. Ese es el verdadero modelo anglosajón, el que combina Harvard, Yale y Oxford con universidades de escasa calidad para clases medias y pobres y un elevado nivel de fracaso escolar en los niveles inferiores de la enseñanza. En cualquier caso, ser rico no implica ser culto, esa era la gran falacia de los defensores del sufragio restringido, y ni siquiera esa cualidad es algo necesariamente asociado a la posesión de un título universitario.
La educación, al igual que la riqueza, tampoco cambia la naturaleza humana. No quiero decir que Hobbes tuviera razón, pero es innegable que quienes, desde los ilustrados a los socialistas, creyeron que con ella, incluso con la igualdad, se podría crear un hombre nuevo estaban equivocados. Por eso las utopías son imposibles, el siglo XX lo demostró de forma trágica. Es un derecho, es imprescindible, mejora nuestra sociedad, pero no produce cambios milagrosos.
La democracia liberal, la que respeta la libertad y los derechos del individuo, es el mejor sistema político, pero, más de dos siglos después de que las primeras revoluciones establecieran sus fundamentos, sigue teniendo un problema parecido: aunque alfabetizados, los seres humanos continuamos siendo los mismos, poco ilustrados y no necesariamente honestos y bondadosos. Egipto es un ejemplo extremo: tras la caída de Mubarak, el pueblo eligió la teocracia integrista, la alternativa fue una dictadura corrupta y criminal, aunque «laica». Lo malo es que la civilizada Europa tiene en su seno a Putin en Rusia, al integrismo católico del PIS en Polonia, a Orbán en Hungría... En EEUU, Donald Trump representa una seria amenaza. El autoritarismo y la xenofobia, a veces teñidos de integrismo religioso, cobran una fuerza creciente en muchas democracias.
Una de las mayores tonterías que siguen diciendo los políticos después de unas elecciones es que «el pueblo siempre tiene la razón». Mayúscula cuando, como ahora en España, ni siquiera se sabe lo que quiere el pueblo: un tercio de los votantes, aproximadamente la cuarta parte de los ciudadanos, desea que gobierne Rajoy, la inmensa mayoría no le ha votado ¿qué parte del pueblo tiene razón? ¿Los que votaron al PP? ¿Los que lo hicieron a otras candidaturas o se abstuvieron? Incluso cuando hay mayoría absoluta de un partido, que no quiere decir que lo haya apoyado la mayoría de los votantes, los electores pudieron equivocarse.
Quizá el Brexit sea un error, pero es una opción que se puede defender razonablemente y los ingleses tenían derecho a elegirla, lo peor es la sospecha de que influyó en la decisión la desinformación de un electorado poco educado y, sobre todo, el nacionalismo radical y la xenofobia de parte de los que lo apoyaron.
El vaso está medio lleno. Aunque imperfectas, nuestras democracias son los mejores sistemas políticos que nunca han existido, gozamos de un buen nivel de libertad, pero estamos muy lejos del sueño de la Ilustración, que, aunque nunca llegue, debería seguir siendo un objetivo. Mientras tanto, permanezcamos en alerta hacia nosotros mismos.