El pasado efímero
Opinión
27 May 2016. Actualizado a las 05:00 h.
En Oviedo, hace unos días, se impartió una conferencia sobre la «inmerecida fama» (sic) del general Rafael del Riego. La noticia pasó medio inadvertida, pero sirve para constatar dos cosas: que hay gente a la que sólo se le da bien salir de meritoria en La Regenta y que el pasado es un lugar de naturaleza efímera en el que no cabe dar nada por sentado. Hubo un tiempo en el que estas cosas se tomaban en serio. Para ganarse el respeto de la posteridad había al menos que batallar en una guerra, emplear veinte años en el viaje de vuelta a casa y encontrar una vez allí a la mujer espantando un enjambre de pretendientes. Ahora que nadie ha leído La Odisea y muchos creen que Homero es una marca de detergente, todo se vende más barato, también la percepción de lo que fue. Se mira el pasado con ojos suspicaces porque no interesa comprender lo que ocurrió, sino rebañar en él todo lo que resulte medianamente aprovechable con vistas al presente. En Twitter, esta misma semana, un doctor en Historia del Arte calificaba a Lorca de «escritor pequeño burgués» para afearle a un diputado de izquierdas que prefiriese Poeta en Nueva York a Vientos del pueblo. No mucho antes, allá por las vísperas o las resacas del 2 de mayo, alguien censuró al pobre Jovellanos por haber muerto aferrándose a su patria en vez de bailarle el agua a los de Napoleón.
No es nuevo el revisionismo que a lo largo de los siglos, desde el Cantar de Mío Cid en adelante, ha intentado mostrar galgos donde sólo hubo podencos, pero resulta curiosa la irrefrenable vocación de reescribir la propia historia para ir acomodándola al signo de unos tiempos que avanzan cada vez más rápido sin dejar de ser por ello menos tristes. Hemos llegado a un extremo en el que se exige más a los muertos que a los vivos, tal vez porque los primeros ya no pueden defenderse y los segundos aún tenemos la capacidad de ir buscando el abrigo del sol que más caliente. Culpamos a Manuel Azaña de no haber sabido hacer frente a los golpistas de 1936, pero en cambio erigimos en paladín de la lucha proletaria al primero que se arremanga para darle una leche a un concejal. Escrutamos cada rincón de la memoria colectiva con el propósito de hallar los claroscuros más inverosímiles al tiempo que aceptamos sin rechistar demasiado la primera astracanada que nos pongan por delante, siempre que quien la pronuncie haya conseguido reunir a un séquito de admiradores prestos a romperse las manos aplaudiendo. Cualquiera puede hacerse un traje a medida porque en estos grandes almacenes de la moral por cuyos pasillos deambulamos a diario habrá alguien dispuesto a comprarlo y nadie se atreverá a proclamar en voz alta que el emperador va desnudo. Así, burla burlando, El Lute se convierte en un preso político, Álvarez-Cascos resulta ser una reencarnación de los viejos ilustrados del XVIII y Otegi oficia de incansable luchador por la paz y las libertades. De tanto pervertir los significados hemos terminado por quedarnos con los significantes, tan dúctiles y maleables que lo mismo causan un roto que arreglan un descosido. Escribió Antonio Machado: «El vano ayer engendrará un mañana / vacío y ¡por ventura! pasajero». El último delirio llegó hace poco desde Córdoba, lejana y sola. Allí han resucitado a Julio Anguita, aquel califa que en realidad sólo supo ser visir y que, por lo visto, está llamado a convertirse en el símbolo de la nueva era. «¡Estamos en 1977!», dijo al despertar, aturdido y descolocado como si regresara de un coma profundo. Sus fieles aplaudieron enfebrecidos. Y digo yo que para irnos tan atrás en el tiempo no hacía falta inventar la política del futuro.