«Somos las mujeres que primero pedimos anticonceptivos, luego guarderías y, al final, atención a dependientes»
Gijón
María José Capellín, exdirectora de la Escuela de Trabajo Social, repasa los cambios de la ciudad a través de su lucha por los derechos de la mujer: «Fui embarazada de seis meses a una manifestación por el aborto, la policía cargó y uno, al verme, no hacía más que repetir 'estáis locas, estáis locas'»
14 Sep 2020. Actualizado a las 05:00 h.
«En los primeros años 80 nos llamaron a la tele a cuatro mujeres de todos los partidos», recuerda María José Capellín (Cangas de Onís, 1950), «el resto eran del Partido Socialista, UCD y Alianza Popular. No íbamos a hablar de divorcio porque ellas dijeron que no se hablaba de ello. ¿Y eso? Todas estaban divorciadas y yo, que iba por el Partido Comunista, era la única que estaba casada. No querían entrar en la contradicción del asunto. Estas historias hoy resultan asombrosas. ¿Por qué la derecha no se va a divorciar? ¿Qué tontería es esa?» Capellín, que se jubiló hace cinco años tras casi 30 al frente de la Escuela de Trabajo Social de Gijón, trae a colación esta anécdota porque en esta entrevista, como aquel día de la Mujer en la tele, llega a la conclusión de lo absurdo que resulta politizarlo todo. O mejor dicho, partidizarlo todo.
Algo que abunda en estos tiempos tan complicados, con una crisis sanitaria de gran calado en la «que tiene el mismo peso lo que diga sobre el coronavirus la Organización Mundial de la Salud (OMS) que Miguel Bosé», y por ello lamenta que exista «una pérdida de referentes muy fuerte que se va percibiendo también en las dinámicas de las ciudades». Pone como ejemplo que, cuando se cambia de color político, se rompa tajantemente con lo anterior. «La gobernanza de una ciudad tiene que notarse en la función política, pero tiene que darse una continuidad porque tiene que haber determinados consensos con determinadas políticas». Echa en falta el consenso que, por ejemplo en Gijón, sirvió para que la ciudad avanzara en un modelo completamente distinto al que conoció cuando llegó de niña desde Cangas de Onís o cuando tuvo que exiliarse de España, primero a Suiza y luego a Rumanía, por defender la libertad en los últimos años de la dictadura.
Ese mismo consenso, pese a que menciona que se generó debate en torno a la doble militancia, consiguió que la lucha feminista de antaño corrigiera sobre el papel las desigualdades que entonces condenaban a la mujer al ostracismo más absoluto. Capellín, que desde muy joven participó en movimientos sociales, políticos y feministas, vive en la misma casa de la calle Cabrales a la que se trasladó desde Cangas porque se la compró a sus padres: «No he cambiado de zona pero la zona sí que ha cambiado».
-¿Qué recuerda del Gijón de su niñez?
-Hay un Gijón que no ha cambiado, al menos para quienes vivimos en el centro, que es la referencia del Muro, del parque Isabel la Católica, el muelle, Begoña, la calle Corrida. Ese Gijón de los fuegos, de la playa y de la feria ya existía y sigue existiendo a pesar de los cambios.
-¿Qué destacaría de esos cambios?
-Vi cambiar y destruir un Gijón de casas modernistas, con palacetes o viviendas unifamiliares muy bonitas en las calles del centro, para construir estas moles de la especulación salvaje. A finales de los 60, cuando por ejemplo se fue destruyendo el Muro de San Lorenzo, en donde todo eran pequeños chalés, los adolescentes hacíamos la broma con que a Gijón solo lo arreglaba la sexta flota americana. En mi calle, la destrucción fue terrible. Donde había una vivienda unifamiliar, con jardines enfrente y todo en ese plan, se construye un bloque dándole la misma anchura a la calle y quitándole el sol a todas las viviendas. Hay veces que lo miras y te apetece llorar. Toda esa especulación salvaje de los años 60 a los 70 se permitió por la corrupción que en sí misma implica la dictadura, que deja cicatrices en las personas y también en las ciudades.
-Los barrios de Gijón no tenían nada que ver con los de ahora…
-Aquel era un Gijón en el que los barrios estaban muy desarticulados del centro, hoy es una ciudad muy compactada, con una red de transporte público notable, pero además con una continuidad, ya no hay una ruptura urbana como entonces. Los barrios también estaban terriblemente abandonados, con las calles sin asfaltar y muchísima infravivienda. Todo lo que es la avenida del Llano eran chabolas. Era un mundo muy muy diferente en cuanto al espacio físico, que sin duda influye de alguna manera en la vida de la gente sobre todo si tienes un entorno hostil. En los barrios por ejemplo no había parques, ni tampoco escuelas. En esas épocas todavía había niños sin escolarizar porque no había espacio físico para ello. De hecho, las escuelas y los institutos se construyen mucho después, ya en democracia, y una de las razones obvias fue que no había sitio donde meter a los niños. No había plazas ni colegios. Sí había muchos solares, muchos espacios para jugar, pero los niños, porque las niñas estaban muchísimo más controladas para ese tipo de cosas…
-¿Por ejemplo?
-Yo vivía a 100 metros del colegio y, a esa distancia, íbamos en autobús porque las niñas no podían andar por la calle. Las niñas no podían estar en la calle, no podían hacer ni esto ni aquello ni lo otro. Luego, ya en mi juventud, no podíamos ir solas a los bares. Las chicas no iban a bares si no querían ganarse problemas. Los bares eran un mundo masculino. Era sorprendente. Las chicas podían ir a cafeterías pero tampoco mucho, poco a poco y en grupo. Una idiotez que hemos seguido padeciendo. En más de una ocasión, en que estábamos ocho amigas, te llegaba un chico y te preguntaba: ¿estáis solas? Hombre, pues mira, somos ocho, ¿cómo que si estamos solas?, ¿a qué te refieres? Ese modelo, además, reforzaba estos estereotipos y estos compartimentos que hoy te causan entre risa y asombro.
-Son una prueba, además, de cómo han cambiado las cosas para la mujer.
-De niña no lo percibes, pero entonces las mujeres tenían unas reglas de cómo vestir en la calle, en la playa, en la iglesia… Antes las mujeres no podían salir a determinada hora, no podían conquistar el uso de la calle como no fuera para ir a trabajar. Y no es cierto que las mujeres empezaran a trabajar en los años 60. Habían trabajado siempre y, en el siglo XIX, con una tasa de empleo mayor de la que tenemos hoy. Salvo en el franquismo, que prohibió el trabajo a la mujer casada. Entonces, al casarse, solo podían trabajar en la economía sumergida y eso creó este problema que existe hoy con las pensiones de las mujeres más mayores. En mi generación, que ya es la que trabajó, no llegábamos ni al 50%, pero ahora estamos jubiladas y tenemos pensiones dignas. Las de la anterior generación tienen pensiones no contributivas debido a que les prohibieron trabajar. Ahí se ve cómo los modelos tienen impacto en la vida cotidiana de la gente no solo cuando ocurren, sino que 50 años después siguen teniendo ese durísimo impacto.
-No todos los cambios son tan visibles para apreciarlos…
-Cuando se plantea lo poco que se ha cambiado y las muchas cosas que hay que hacer todavía, me asombro de lo mucho que ha cambiado todo en una sola vida. De mi infancia a ahora. Para las mujeres ha sido un cambio absoluto. De joven, cuando los niños eran pequeños, ya teníamos un reparto doméstico en casa. Mi marido era el que bajaba a la compra y en la tienda, nada más verle, le decían ‘pasa, pasa, si hay un hombre comprando es que algún problema hay en casa. Tu mujer está enferma’. Ahora cuando va a hacer la compra le dicen ‘eres el octavo hombre que entra y todavía no ha entrado ninguna mujer´ y nos reímos recordando lo de antes. Hay cambios que si no se han vivido no se aprecian. Aunque parezcan menores, realmente son muy significativos para lo que implica el modelo de relaciones familiares, la igualdad o el modelo de ciudad. Desde luego, una de las cosas que se puede percibir es que a las ciudades les sienta muy bien la democracia. O, mejor dicho, necesitan democracia.
-Tras volver del exilio, termina Antropología en Madrid y regresa a Asturias como secretaria de Horacio Fernández Inguanzo en 1977. ¿Qué Gijón se encontró?
-Un Gijón que hervía con posibilidades, propuestas, ideas y sueños, pero que tenía una notoria falta de cuadros preparados para la nueva situación. Los sueños y el coste habían sido tan altos que lo que perseguíamos parecía que nunca era lo suficiente. No fue fácil adaptar tantos sufrimientos, tantos sueños y tantas esperanzas a una realidad tan a pie de tierra.
-La lucha por los derechos de la mujer ya había pasado a estar a pie de calle…
-Ahora resulta asombroso lo que demandábamos, pero el tema del aborto sigue aún en el debate. Entonces, evidentemente, era muy dramático porque los abortos se hacían en unas condiciones brutales con un riesgo para la salud enorme. Una de las movilizaciones más surrealistas para mí fue la lucha contra el adulterio. Estaba penado por ley para las mujeres. Hoy resulta asombroso pero una mujer podía ir a la cárcel por denuncia y pruebas de adulterio, pero un hombre no era denunciado por adulterio a no ser que se llevara la relación adúltera a casa. En 1976 tuvimos que hacer manifestaciones en toda España con el mensaje ‘Yo también soy adultera’ para que se cambiara la ley. Recuerdo que yo iba con mi marido y los comentarios de la gente al pasar eran sonoros… En otra de las muchas manifestaciones que tuvimos que hacer por el aborto yo estaba embarazada de mi segundo hijo. Muy embarazada porque estaba de seis meses. La policía cargó y me hice una bola para que no me dieran en el vientre. Uno de los policías quedó sorprendido: ‘Pero si estás embarazada de verdad, pero ¿qué haces manifestándote por el aborto?’ Le dije que yo quería estar embarazada pero que otras mujeres no. Se quedó quieto con el palo en alto, repitiendo ‘estáis locas, estáis locas’. No se entendía que el tema de fondo era la libertad de decisión de las mujeres. Durante más de una década ese fue el tema de fondo, luego ya nos planteamos otras agendas y algunas siguen sin resolverse del todo, pero cuando se dice que no ha habido cambios… Los cambios han sido tremendos.
-En la ciudad, además, se partía de una situación de bienestar social paupérrima en todos los sentidos.
-El nivel de pobreza y de falta de recursos de los sectores más desfavorecidos era brutal y la falta de servicios, que siempre afecta evidentemente a los que están en peores condiciones, era tremenda. Los políticos se han ganado a pulso que exista cierto desánimo y descrédito de la democracia, pero al mismo tiempo ese ganárselo de los políticos enmascara las conquistas reales que consiguió la población movilizada, articulada en movimientos sociales, vecinales, de mujeres, de sindicatos… No somos conscientes de todo lo que hemos conseguido y que también es democracia. La sanidad pública, la escuela en todos los barrios, los parques y los jardines en todos los barrios, los centros de mayores en todos los barrios… Hacer una ciudad compactada que tenga los mismos derechos en un barrio que en el centro, eso es la democracia. Y no se hubiera podido hacer sin ella. Cuando no hay articulación democrática de libertad de elegir lo que hay es lo hubo aquí en los 60: determinados grupos de interés que se quieren hacer ricos y pueden destrozar una ciudad y construir viviendas no solo feísimas sino pisos donde te pasas tu vida pagando una hipoteca para encontrar que son encima de mala calidad. El cambio sustancial de Gijón, por lo tanto, fue que aparecieran otros planteamientos, otros derechos y otro modelo de mujer.
-¿Qué otros momentos fueron claves para el feminismo en Gijón una vez que las movilizaciones en las calles tuvieron su reflejo en las leyes?
-El movimiento feminista en Gijón tuvo mucha fuerza cuando relanzamos el asunto en otros espacios de encuentro con la tertulia Les Comadres, con la que tratamos de recuperar el movimiento en otras bases, y con las vocalías de la Mujer en las asociaciones vecinales. Se pasa de un espacio de reivindicación a uno de socialización. Las mujeres tienen una alternativa, un espacio propio en el que pueden hablar y debatir sobre lo que sea. Se consigue un continuum de relaciones entre colectivos feministas y colectivos de mujeres de barrios que, al principio, entran diciendo que el feminismo es una cosa terrible pero que terminan declarándose feministas en ese proceso. Luego las mujeres entran en las instituciones y, algunas como en el caso de la Escuela de Trabajo Social, vamos generando discusiones y apoyando determinadas necesidades. En la escuela se hizo el primer estudio sobre mujeres maltratadas en Asturias y, más tarde, abordamos la dependencia. Hay ahí una historia generacional: somos las mujeres que pedimos primero anticonceptivos, luego guarderías y escuelas infantiles y, al final, atención a dependientes y centros de día. Nos toca todo el ciclo vital. Y eso también se ha notado en Gijón, que fue de las primeras ciudades que tuvo un piso de acogida de mujeres víctimas de maltrato que no había manera de alquilar hasta que la primera casa la cedió Paz Fernández Felgueroso.
-Siempre ha dicho que Gijón es una ciudad solidaria…
-Y muy activa. Como entonces los proyectos eran muy concretos, se generaban redes de relaciones y de apoyos que trascendían de la política. De la partidización, que es justo una de las cosas que creo que ahora faltan, o que no soy capaz de percibir por una cuestión generacional. Cuando te movilizabas en una asociación de vecinos, aunque quienes nos movilizáramos fuéramos los rojos, los de siempre, el semáforo, el asfaltado o el colegio interesaba a todos. Cuando estabas en la asociación de padres, si se necesitaba más profesorado o un patio de colegio, también interesaba a todos. La democracia hizo de Gijón una ciudad muy grata para vivir y en ello tuvieron mucho que ver todos esos movimientos sociales que exigían.
-¿Y ahora?
-Ahora hay una polarización social excesiva que impide compartir agendas. No podemos compartir ni el proyecto de mascarilla… Quizá pueda estar ligado al fracaso como país que estamos teniendo en la respuesta a la covid-19. Hay algo que no funciona bien porque no existe sinergia entre quien dice la ley, quien la aplica y quien la acata. Y ahora que se habla tanto del fracaso del régimen del 78, lo que sí hubo entonces fue una confluencia de intereses en que no se podía volver a ese pasado, en que había que cambiar y mejorar. Hubo una actitud por parte de todo el espectro social de llegar a acuerdos y a agendas comunes para aparcar lo que nos diferenciaba y establecer proyectos en común. Todo eso creó una cultura que se ha roto.
-Y que no vendría mal en un escenario de cambio climático como el actual…
-El problema del coronavirus, que lo tenemos para un par de años muy seriamente, se va a quedar pequeño ante la amenaza del cambio climático. Esto tiene que hacer modificar conductas, modelos económicos, sociales y políticos. Ahí sí hay una agenda común y no se está percibiendo. El virus nos ha caído encima pero el cambio climático lo vemos venir y, sin embargo, como no somos capaces de encontrar una visión común de lo que nos afecta a todos el resultado es a quién se beneficia. La crisis del 2008 dio muy mal ejemplo: estuvo motivada por el capital financiero y hubo un momento en el que parecía que podía ponerse en cuestión ese modelo económico. Sin embargo, se reforzó, se agudizó. No hubo respuesta política. No hubo capacidad de responder precisamente porque ya no había niveles de acuerdo y eso nos deja desarmadísimos socialmente ante estos nuevos retos.