Juan Soto Ivars, escritor: «Desconfiemos de los culturetas pidiendo más dinero para la cultura porque, al final, son un lobby»
Cultura
El escritor y columnista murciano charla con La Voz de Asturias, horas antes de recibir el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos por su obra «La trinchera de letras»
02 Oct 2024. Actualizado a las 05:00 h.
Juan Soto Ivars (Águilas, 1985) es columnista y colaborador de diferentes programas de radio y televisión, además de autor de más de una decena ensayos y novelas. La última de sus obras es «La trinchera de letras» (Ediciones Nobel, 2024) por la que ha recibido el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos, galardón que recogerá en el Museo Casa Natal del ilustrado asturiano de Gijón, el jueves, 3 de octubre, a las 19 horas. Soto Ivars considera que, pese a que la cultura de la cancelación se está «revirtiendo», hoy en día «la irritabilidad cultural» sigue estando muy presente.
—¿Cómo sienta recibir este reconocimiento en una tierra a la que, además, le unen muchos vínculos?
—Sienta muy bien. Se da la casualidad de que Jovellanos como figura a mí me había interesado siempre mucho, precisamente por su posición entre dos aguas. Ha sido muy difícil de catalogar, de etiquetar, porque era una persona de pensamiento complejo y ese es el espíritu del libro que yo he escrito, sin que aparezca mencionado Jovellanos. Por otra parte, cualquier excusa para ir a Asturias a mí me parece un regalo porque, antes de tener los niños y de la pandemia, yo iba a Asturias todos los veranos, a una casita en Valdesoto que me prestaba un profesor jubilado de allí. Además, mi mejor amigo con el que compartí piso en Madrid es asturiano, el escritor Manuel Astur, y va a ser el que va a presentar mi libro. Por eso es una felicidad doble.
—¿Cómo nace la idea de escribir «La trinchera de letras»?
—Es un trabajo de muchos años, en realidad. Se trata de un libro que me ha costado muy poco trabajo escribir, porque está muy relacionado con algunos otros libros anteriores. Son temas sobre los que yo ya he estado pensando y trabajando en el periódico y en libros en los últimos años, pero que no estaban recogidos. Eran reflexiones que había ido dejando para otro lugar. Lo escribí un poco leyendo los periódicos, pensando cómo se ejemplificaban cosas que yo había estado pensando con lo que está pasando en el momento de escritura. Entonces ha sido un libro fácil de escribir, pero porque ya llevaba los deberes hechos.
—¿Es la cultura como tal un concepto «neutro»?
—Una de las cosas que a mí me revientan, y en el libro intento darle caña a eso, es esa idea de la cultura. Cultura es una palabra que tenemos identificada como algo bueno y no cuesta trabajo encontrar a personas que viven de la cultura, de la industria, decir que hay que meter más dinero, que la cultura es muy importante. Pero la cultura siempre está manipulada por el poder, también el del dinero. La cultura no es una cosa, como se pretende a veces decir, neutra y libre. Eso es el conocimiento. Entonces, en el libro yo lo que hago es oponer esos dos conceptos: por un lado la cultura como un conocimiento politizado, mediado por las ideologías y por las identidades y, por otro, el conocimiento como un territorio libre, en el que cada uno podemos encontrar la información sobre el mundo que nos rodea. Entonces utilizo la cultura como oposición al conocimiento.
—En un pasaje del libro usted dice que «la historia está poblada de fanáticos que han leído muchos libros».
—He visto auténticas tonterías que se dicen en este sentido, como que «leer te vacuna contra el fascismo». Hay grandes fanáticos, por ejemplo Juan Calvino, que son auténticos eruditos, por lo que la lectura no te cura de nada. Puedes adaptar todo lo que tú encuentras en el conocimiento a un molde preestablecido de fanatismo, que es lo que ocurre sin parar.
—También reflexiona en torno a que «la industria que produce cultura es la menos indicada para hablar de lo que la cultura es y de su importancia, pero desgraciadamente es la que más se aficiona a sacar el tema».
—Es que hay un conflicto de intereses evidente. Es como cuando las farmacéuticas hablan de la investigación. No demonizo el producto, pero desde luego me hace gracia que salga la gente que se gana la vida, a base muchas veces de subvención pública, hablándonos de la necesidad de proteger eso. Lo cual tampoco quita para que yo piense que está bien que se subvencione la cultura cinematográfica, porque no suele ser rentable. Pero desconfiemos de los culturetas pidiendo más dinero para la cultura porque, al final, son un lobby.
—¿Se nos ha ido de las manos la cultura de la cancelación?
—Se nos fue de las manos hace tiempo y ya está revirtiéndose el proceso, porque la gente está hasta el gorro. En el libro pongo algunos ejemplos de situaciones que generan una posible cancelación y que no terminan en ella.
—¿Por ejemplo?
—Carlos Vermut, el cineasta acusado en una especie de «me too» cutre por El País, denunció al periódico. Hubo gente que fue a juicio y resultó condenada, pero se ha visto que mucha otra que, no solo ha sido absuelta, sino que ha ganado luego demandas por difamación. Entonces empieza por ahí y también por la aceptación social que tiene, digamos, la víctima de la cancelación, que se convierte en un personaje a veces injustamente aplaudido. Fíjate que la estrategia de Alvise Pérez ha sido fingir ser cancelado. Eso nos habla sobre cómo se está revirtiendo el proceso y cómo, al igual que pasó en la caza de brujas de McCarthy, hubo un tiempo en que había miedo a ser señalado como comunista en la industria cinematográfica de Hollywood. Luego el péndulo se mueve, terminan esos procesos de inquisición y se vuelve un apestado el que tenía poder.
—Decía antes que considera que el proceso se está revirtiendo.
—Yo creo que se está dando ya eso en términos de cancelación. Pero claro, lo que nos encontramos es que esto ha abierto un nuevo terreno cultural, en el que cada vez más gente ve la censura como una herramienta válida. Por eso ahora tenemos ahí muchas cancelaciones de derechas. Muchas veces ves a gente que criticaba la cancelación, cuando venía de la izquierda, pero que ahora como lo hace a la derecha no le parece tan malo. Le parece justificable, porque les damos su propia medicina. Digamos que la cancelación «woke» está cayendo, pero la irritabilidad cultural del personal sigue muy alta.
—¿Cree que la sociedad actual es menos libre a la hora de expresarse que la de los 80 o los 90?
—Ese es precisamente el debate con el que empieza el libro. A esa pregunta no se puede responder, porque en el momento actual se da la paradoja de que la censura está viniendo de gente que libremente puede acceder al ágora y que antes no podía, porque no había redes sociales. Entonces se produce la paradoja de que hemos recibido un chute de libertad de expresión bastante grande con esas plataformas, pero que el enjambre la utiliza para perseguir al disidente de lo suyo. Entonces, a mayor libertad, mayor censura, y sí creo que hay una sensación extendida entre la gente que se expresaba sin ese tipo de respuesta antes de la invención de las redes sociales, que se siente más constreñida. También creo que hay más gente que nunca ha pertenecido al mundo de la expresión que se siente más constreñida, porque lo que ha pasado es que hoy, por cualquier cosa que digas, te puedes meter en un lío de mil pares de cojones.
—¿Por qué cree que pasa eso?
—Eso es una consecuencia de la tecnología y, también, sociológica. Porque la gente está muy crispada. Pero la tecnología ha tenido mucho que ver. Pasó con la imprenta. Fue un salto adelante en la capacidad del ser humano para expandir sus ideas, y lo que trae de manera inmediata es un auge de la inquisición, que ya existía, pero que tiene que defender el monopolio del conocimiento. Entonces, cada salto tecnológico de difusión ha traído consigo un salto de la censura.
—¿Ha tenido usted alguna vez la tentación de autocensurarse antes de que lo hicieran otros?
—Yo no, pero la autocensura es buena, porque es pensar las cosas dos veces. Es criterio propio. Tenemos arrebatos y luego, después del arrebato, vemos que no pensamos así. Cuando te callas por miedo, entonces hay censura. Es un error pensar en ella como una especie de organismo del Estado. Eso es una materialización de la censura en conceptos autoritarios, pero la censura no es eso, sino que es el miedo a decir libremente lo que tú piensas. Eso existe sin necesidad de funcionarios. Hoy más que antes. Porque ahora, si por hacer un comentario tú sabes que vas a empezar a tener unos problemas de reputación, te van a echar del trabajo o te vas a quedar sin amigos, pues ahí la espiral del silencio, que ya se vio en los años 60 lo que era, se vuelve mucho más constrictor.
—Hace poco se mudó de Barcelona a Madrid tras doce años ¿Qué motivó este cambio de aires?
—Hay muchos motivos. El principal es que tengo dos hijos pequeños. Me he mudado a una casa de campo en la Comunidad de Madrid, al lado de un pueblo pequeño. El motivo primordial ha sido qué vida queremos darle a los hijos. Queremos darles una vida con verde, con piedras para darse golpes y tener magulladuras permanentes en las rodillas. En la ciudad los niños se vuelven muy frágiles. No puedes evitar sobreprotegerlos, porque está lleno de coches y de hijos de puta. Entonces el principal fue ese, pero yo tenía muchas ganas de irme de Barcelona, porque nunca me ha gustado. Me metí en un lío porque dije en una entrevista que Barcelona es un coñazo. Pero es que es lo que he dicho siempre. Incluso viviendo allí siempre me ha parecido un coñazo de ciudad. Lo que pasa que no es lo mismo decirlo cuando estás allí, que cuando te vas, que se ve como una traición. Barcelona a mí me resulta un coñazo y Madrid me parece una ciudad abierta, pese a que a ciertos procesos políticos regionalistas de la Presidenta me preocupan, precisamente porque se pueden cargar eso tan bonito que ha tenido siempre Madrid.