Bella Otero, historia de la última gran cortesana
Cultura
El Ballet Nacional de España trajo a Oviedo, de la mano de Rubén Olmo, la biografía de la Bella Otero, su primera gran producción, obra que actualiza, por medio del drama-ballet, la vida de Carolina Otero, reina de la Belle Époque, y una de las últimas grandes cortesanas que hizo gala de independencia desde el trono parisino del Folies Bergère. El artículo inserta consideraciones extraídas de una charla mantenida con Maribel Gallardo, maestra repetidora y memoria viva del Ballet Nacional, antes de su estreno en Oviedo, y que en la obra da vida al personaje en el rol de Madame Otero. En Oviedo, la producción se estrenó con la Oviedo Filarmonía en el foso
14 Jul 2023. Actualizado a las 05:00 h.
Lo de que esté de moda todo lo que hagan las mujeres es una suerte. Y también que esté de moda todo lo que hicieron las mujeres de hace más de un siglo, porque es un patrimonio que se revisa, y para algunas generaciones, ahora, se conoce por primera vez. Con independencia de aspectos historicistas o espíritus revisionistas, hay que agradecerle mucho a Rubén Olmo (Sevilla, 1980), director artístico del Ballet Nacional de España (BNE) desde el otoño de 2019, que haya devuelto al conjunto su función dancística primordial como compañía pública de danza, anteponiendo principios artísticos a cualquier otra cosa. Vaya, pues, desde aquí nuestro reconocimiento por eso; y también por los resultados de su primera gran producción: La Bella Otero (2021), que, como obra en gira, cerró el último día de junio, en el teatro Campoamor, el festival de danza de este año. (Ahora la agrupación española, se encuentra con Invocación en Tel Aviv.) El relato bailado y dramatizado de la vida de la Otero recupera eso que se llamó drama-ballet, alicatado por una dramaturgia al servicio de la cronología biográfica, y acompañado por una partitura compuesta exprofeso para la obra, que redunda estilísticamente en todos los aspectos que se abordan. Estamos ante un estupendo biopic bailado; y, por extensión, dramatizado. En este artículo se intentará explicar alguna de sus claves.
El Ballet Nacional de España, una de las agrupaciones españolas más señeras y reconocidas dentro y fuera de nuestro país por propia trayectoria, llegó a Oviedo tras su paso, unos días antes, por el Festival de Música y Danza de Granada. El teatro ovetense, con todo vendido, acogió (con gran expectación) una gran representación sobre una de las últimas grandes cortesanas de Europa, la Bella Otero (así se la conoció artísticamente en todo el continente), clara seña de identidad, junto con otros grandes nombres, como la bailarina afrodescendiente Josephine Baker, de uno de los cabarés de variedades más icónicos y reputados de la Europa rupturista, plena de efervescencia en el París que bullía a caballo entre los siglos XIX y XX: el Folies Bergère, el símbolo por antonomasia, junto con el Moulin Rouge, de la Belle Époque. Estamos hablando del periodo comprendido entre 1890 y 1930.
Rubén Olmo, quien ya había confesado sentirse atraído por la vida y obra de esta carismática y emblemática mujer, tenía algo que contar y había argumento y engrudo para ello. Así que el sevillano, de la mano de la dramaturgia de Gregor Acuña-Pohl y de la partitura original de Manuel Busto, amasa tempranero todo el esplendor de la tragedia (e increíble) vida de Agustina Carolina del Carmen Otero Iglesias (Valga, Pontevedra, 1868-Niza, 1965), más conocida como Carolina Otero, o más popularmente como la Bella Otero. Una mujer con una vida tan legendaria como fantástica, distinta en todos los sentidos a una gran olvidada, coetánea suya, en ángulo vital y artístico completamente divergente, sobre todo, en lo que se refiere a formación intelectual y artística; nos referimos a la muy notable vida de la excelente bailarina y artista Carmen Tórtola Valencia, una mujer extraordinaria en todos los sentidos.
Breve repaso
Pero hay que liarse un poco y dar, aunque sea de soslayo, una breve pincelada sobre lo que marca a hierro la vida de Carolina Otero, una hendidura de la que no se recuperaría jamás, tal era su calibre, y que la convertiría en una viciosa ludópata materialista; marca de vida, que la confinó a la soledad y al abandono más absoluto en la última parte de su vida, en la ciudad de Niza de la década de 1960. Debe reconocerse, no obstante, que las fuentes documentales sobre el acontecer de Otero siempre han sido un asunto controvertido. Su origen y pasado parten del hecho cierto y terrible de la brutal violación que sufrió por parte del zapatero de su pueblo natal, siendo todavía una niña (contaba 10 años edad), una agresión que la dejó con la pelvis rota y estéril de por vida, y que hizo temer incluso por su vida, ya que estuvo a punto de desangrarse. Corría entonces el verano de 1879. Prácticamente criada en la miseria, dos años después del suceso decide abandonar Valga, adonde no volvería jamás, y a partir de ahí comienza a construir su propia vida (pasado incluido).
De madre soltera y padre no conocido, con cinco hermanos y sin acceso a una buena educación, se quedó pronto huérfana, y según las fuentes que se consulten, a veces se hace muy difícil distinguir cómo fueron los siguientes años, qué hizo o a quién conoció. Una compañía de cómicos de origen portugués aparece como una de sus primeras estancias, además de pasar por muy distintos oficios ya en Barcelona, primer gran destino conocido constatable, donde ejerció de criada y donde también se metió de lleno en la prostitución. Pero, además, en la Ciudad Condal conoció al banquero y empresario americano Ernest Jurgens, uno de los pocos hombres que estuvo siempre a su lado y que creó para ella (y junto a ella) un pasado tan fantástico como inventado, que le permitiría alejarse del horror vivido de niña; una experiencia que podría decirse que nunca superó (entre otras razones porque sus convecinos la acusaron de haber incitado al violador: ¡a sus tiernos 10 años!). Así, por ejemplo, Carolina Otero pasó de ser gallega a ser andaluza.
El espíritu abierto del fin de siècle, el roce mundano y el encuentro con su valedor, maestro y protector le permiten acceder a ambientes y personas donde tomó nota de lo que estaba de moda y lo hizo suyo. Eran los años del cuplé, acepción castellanizada del vocablo francés couplet, un estilo de canto picantón, entre gracioso y grosero, en el que Carolina Otero enseguida se hizo maestra. Todo ello, unido al auge de un incipiente tipismo español, el exotismo importando de Oriente (tan propio de la época), el cancán y esa estética fabulosa, si bien a veces vulgar, de la pluma para el desnudo nacarado en cabeza bien peinada, contribuyeron al desarrollo, lleno de posibilidades, de una personalidad ya de por sí resuelta y empática. Su peinado, la raya al medio con ondas al agua de la Otero, fue muy imitado: fue canon de belleza y marcó, como se dice ahora, tendencia; solo que entonces las modas duraban más, daba tiempo a conocerlas.
Con el salto a París comienza la etapa más fructífera de su vida, en la que llegó incluso a debutar en Nueva York, hacia 1890, con una especie de “Carmen”. Se dice, y se tiene por hecho fiable, que fue la amante de Alberto I de Mónaco, Nicolás de Montenegro, Leopoldo II de Bélgica, el Kaiser Guillermo II de Alemania, el rey Alfonso XIII de España o el legendario Rasputín; encamarse con la Otero se convirtió en un valor, daba prestigio, y prestigio entre la Realeza, además. Con su encanto consiguió incluso fascinar a artistas como Renoir o Toulouse-Lautrec. Julio Romero de Torres la inmortalizaría en uno de sus cuadros, aquellos que retrataban ese estilo afincado en el concepto de mujer española. Con todo ello (trabajo, fama, regalos, amantes y el juego) consiguió amasar enormes fortunas; pero su vicio ludópata terminó cobrándosela como víctima y sustituyendo su riqueza y su estatus por miseria y olvido. Montecarlo se hizo rico a costa de ella, legendarias fueron sus apariciones y pérdidas económicas en los casinos.
Pero la historia de la Otero es ante todo la historia de una mujer que tuvo que inventarse a sí misma, sin ser nadie, por tres razones: primero para sobrevivir, después para vivir y, por último, para sobrellevar (u olvidar) su propio pasado. Jamás lo logró. Eso sí, fue indiscutiblemente una de las grandes reinas de la Belle Époque y la última gran cortesana, exponente de un mundo preso de la inminencia de un tiempo que se acababa, que afrontaba raudo décadas de vertiginosos cambios sociales. No podemos olvidar, ni perder de vista, que Carolina Otero vivió el periodo en el que se pasó del corsé, el polisón, y kilos de enaguas a la minifalda de Mary Quant. (Falleció con 96 años).
Y ahora la pregunta es: ¿qué hace Rubén Olmo con todo esto? Sencillo. Monta una producción espectacular que narra la biografía bailada de la Bella Otero a través de catorces cuadros y un prólogo. Definido como ballet operístico, nosotros desde aquí nos atrevemos a decir que también rescata parte de las esencias del drama-ballet o ballet dramatizado, lo pone al servicio de la danza; una danza que en la obra enarbola todos los estilos posibles que el elenco del Ballet Nacional es capaz de abarcar, que son unos cuantos: danza española, flamenco, claqué, musical, teatro, mimo o canto (recitativo).
La obra: drama-ballet en dos actos, discurso para un acabamiento
Dos actos en dos horas, con un descanso que, encerrados -digámoslo así- en un paréntesis humano, explican el camino hacia el acabamiento desde su mismo inicio: la obra comienza igual que termina: dos mujeres en escena, la joven y la vieja Otero. Patricia Guerrero versus Maribel Gallardo, en los papeles de Carolina Otero y Madame Otero, respectivamente, expían la metáfora más poética, locuaz y descarnada de toda la función: la joven Otero detiene literalmente la rueda de carro (Galicia), aquí reloj con doce radios, mientras Madame Otero mira al vacío en el vacío de su vida. Y no se hace danza, sino teatro.
Bien es cierto que conjuntar dramaturgia y baile exige una fina dosis de ajuste, y justo es decir, en este sentido, que el primer acto discurre pleno de vigor, audacia en los cambios, rápido y plenamente empastado: danza, partitura, transiciones, mapa de luces y argumento amalgaman gracia bailada, verbo escénico y liturgia para la danza. Es una gozada el paseo visual; un retrato conseguido estupendamente y, además, preso del duende del resumen vistoso siempre en provecho de lo que se cuenta. Gran escaleta de cambios, utillería al servicio de la escena y de la dramaturgia se dan cita entre cajas y nada chirría, ni nada se va de sitio porque todo está en su sitio. Encajes en caja a la perfección.
Así, nos encontramos en la Galicia profunda, plena de folk y algarabía, hasta llena de esa especie de atavismo intrínseco de las zonas húmedas, que la tonalidad de la luz en escena potencia. Máxima expresión danzada para pasar al aire de exotismo zíngaro, tan presente en todo lo peninsular en el cambio de siglo. Buen paso a dos en el cuadro de los Canasteros, donde, igual que en la secuencia de la Romería y Llanto, la coreografía fija composiciones ensambladas y sueltas donde discurrir y teatralizar pudieran ser la misma cosa. Ligado y al unísono: estupendo. Y es que todo el acto hay que verlo como un hilo, como una continuidad en el sitio, mostrando la gracia ecléctica de un ballet hecho para suceder, hasta llegar al ballet dentro del ballet, ese guiño, tan teatral como cinematográfico, que Olmo ha querido honrar, a través del cuadro Carmen, al situar lo español a foco, pero fuera de foco, sin que por ello el espectador pierda de vista el relato vital de la protagonista, que ve en lo icónico de la música no solo una sugerencia para ella, sino el complemento a imitar. Inmaculada Salomón brilla como una Carmen que enseña a Carolina a ser Carmen. Disposición, entrega y experiencia escénica. Mención especial merece el momento para la castañuela, en el arpegio mesuradísimo de Miriam Mendoza. Excelente momento de madera templada. Firmamento. O también el tiempo para la recreación del musical, del tap tap, de las variedades; en definitiva, un mosaico de estilos que convergen verdaderamente bien ligados en caja escénica, y que se leen bien.
El segundo acto nos mete de lleno en el auge y caída de la vedette, y centra el interés en su huida hacia delante, en el tiempo lleno de los excesos y el esplendor de lo que Carolina Otero verdaderamente fue: la reina del Folies Bergère, en el que brillaba como una moderna: mujer libre adelantada a su tiempo. El hito de la actriz enfundada en un pensadísimo traje-joya rojo es uno de los momentos estelares de la bailarina, que también definen la independencia de su carácter, una mujer tan hecha a sí misma como caprichosa.
El estreno de Oviedo tuvo el aliciente de contar en el foso con la orquesta Oviedo Filarmonía, que, bajo la batuta de Manuel Busto, demostró, una vez más, la calidad musical de una agrupación que ya sabe medirse con bailarines en el escenario y atemperar ejecutoria de tiempo y compás a cuerpos bailando. Un ballet con música en directo es un placer que siempre suma sensaciones.
El descorazonamiento de una mujer a través de Patricia Guerrero versus Maribel Gallardo
Si algo tiene de sugerente llevar a escena el quehacer vital de Carolina / Madame Otero es precisamente eso: tener la oportunidad de encarnar a una mujer que se puso el mundo por montera y que hizo lo que realmente quiso (y pudo) en aras de olvidar. Espíritu de olvido como espíritu de vida.
Patricia Guerrero (Granada, 1990), artista invitada del Ballet Nacional para encarnar en esta producción a Carolina Otero, está estupenda, de principio a fin, en la piel de la protagonista; tanto, que nadie diría que entre ambas median más 120 años de existencia. Qué bien ha asumido Guerrero el rol de Carolina, cómo ha bailado el drama; pero, sobre todo, cómo lo ha hecho suyo, propio, indiscutiblemente personal y único. “He disfrutado mucho esta función de Oviedo. Ha sido muy especial”, dijo ya en camerinos instantes después de recibir la prolongada ovación del público. La granadina es uno de los exponentes más importantes del flamenco actual, por haber sabido incluir, entre otras muchas cosas, la raíz flamenca más genuina en el hueco contemporáneo que contempla el mestizaje, no solo como forma híbrida, sino como pareja desde el hecho diferencial: no dejas de ver lo de antes, sabiendo en todo momento que se baila añadiendo lo de ahora. No es fusión, hacen pareja.
La bailaora, en pleno auge de su carrera, ha entendido la tragedia interior y el deshabillé exterior de nuestra protagonista y lo ha combinado a la perfección, entendiendo que estaba bailando en otra época, pero desde 2023. Y eso se nota. Esas cosas ocurren cuando se cree por completo en el papel que se interpreta. La carga dramática de su flamenco es poderosísima y sabe de regla; media tanto en su discurso bailado como en la parte más actoral, e imita o ensaya mimo cuando es preciso, sin que por eso dejemos de ver nunca la constante de la obra: el cordón trágico que une un principio y un final, y el acabamiento al que ella misma se aboca, sin que por ello pueda evitarlo.
Principio y final que van de la mano de otra dama, Maribel Gallardo, el alter ego de Guerrero y el personaje que abre y cierra el paréntesis del que hablaba al principio. Gallardo es uno de esos tesoros que habitan en el Ballet Nacional, podríamos decir casi que desde siempre. Maestra repetidora desde 2002, en realidad lleva ligada a la compañía nacional desde 1981, y su tesauro fundamenta un currículum que pudiera parecer excesivo incluso para la grandísima bailaora y enorme maestra que es. Su conocimiento de una parte esencial de la historia del flamenco en España debe reconocerse como un bien en sí mismo, y debe cuidarse en la medida en que ella ha sido heredera de todo lo mejor de su generación: grandes maestros (Antonio Ruiz Soler, María de Ávila, José Antonio…), coreografías, actuaciones... Ahora se encuentra en un lugar en el que todo alumno quisiera estar a su lado: en el que se bebe directamente de la maestría de una herencia. Pocas personas como ella reúnen actualmente semejante bagaje en y para el Ballet Nacional. Su continuidad es un privilegio. Y así debe verse. El Conservatorio Profesional de Danza de Cádiz lleva su nombre en homenaje a su relevancia.
Rubén Olmo lo tuvo tan claro que le ofreció el rol de Madame Otero en la producción. «Pues imagina lo que significó para mí: seguir pisando escena con más de 60 años es todo un honor», dice. Y sin dejar de brillarle la cara, prosigue: «Amo mucho mi trabajo y esto ha llegado a mi vida en un momento donde todo es consciente, nuevo, lleno. Cuando me vi con el personaje encima, y me interesé por lo que había hecho esta mujer, decidí no juzgar, decidí dejarme llevar por el personaje, ponerme en su punto de vista, al final de su vida, olvidada, arruinada y sola. Y me entró ternura».
Su papel, que fundamentalmente es interpretativo y ocupa poco tiempo de escena ?aunque no por eso es menos significativo; de hecho, es lo que da sentido a una parte esencial de la dramaturgia?, incurre en eso tan del teatro, la presencia física y la palabra, que lleva al espectador a unirlo todo, a cerrar el círculo. El último cuadro, Espectros del pasado, resume, con el elenco al completo detrás de ella, todo lo que está en su cabeza. «No tengo nada en concreto estipulado, solo me tengo a mí misma en la escena, dejo que aflore lo que cada vez venga, e intento que sea algo diferente, que me permita sentir para entregarlo al público nuevo y fresco; y me imagino ternura en la vejez», explica la maestra repetidora. Gallardo, quien es referencia ejemplar en el arte de la castañuela, cuida sus manos como si fueran auténticas muñecas. Tanto es así, que cuando una está frente a ella, no puede dejar de mirarlas, se vuelven hablantes con el entorno por haber estado tan apegadas a la madera, por haber hecho sonido y primaveras. Y así es como empieza la obra: andando por castañuelas, una mujer en el eco del olvido de su propio sonido, el de un pasado que nunca se cierra. La Otero murió sola, prácticamente en la indigencia, y con el mismo corazón solitario, el que, en el fondo, le permitió sobrevivir, haciéndose bastión de su propia vida. El poeta escribe: «La realidad, dijo el actor, sólo está ahí para que moleste». Tal parece un verso para ella.
Mapa de luces y elenco
Debe hacerse, por justicia, mención especial de dos cosas; mejor, tres. El elenco del Ballet Nacional es realmente bueno, se comporta en escena con una fuerza tan ejemplar y totalizadora, completa de tal manera lo que sugiere la coreografía, que en su unidad deviene en un personaje más. En realidad, eso es un cuerpo de baile: una sola cosa llena de grandes individualidades, que sabe en todo momento de su vaivén colectivo tanto como individual. El buen elenco instituye una coreografía.
Rubén Olmo, que coreografía como nadie las secuencias de grupo, da con la dosis justa al llevar al cuerpo en escena el brío necesario que cuaje sin dudas el encuadre para la danza. Y a la vez todo ello, lo llena de la energía necesaria para que la dramaturgia discurra sin inconvenientes, diáfana. Su personal modo coreográfico, ya patente en aquel Horas contigo (2019), junto con su singular modo de entender lo flamenco en el escenario, son dos de sus señas de identidad, que en La Bella Otero también brillan. Ese modo de combinar el fraseo flamenco, unido a la personalidad de brazos fuertes y radiantes, se pasea hermoso a largo de la obra.
Y es un estímulo añadido para el drama-danzado que tanto la risa como el llanto estén bien iluminados. El mapa de luces de la producción está bien planteado, y se ajusta como un metrónomo a lo que sucede. Clásico, sí, pero bueno. El aire decadente de un tiempo tan al límite, como es el del paso del XIX al XX, está bien descrito; mejor dicho, está bien iluminado. Efecto, fondo, narración y forma. Cumple a la perfección su papel y se anticipa cuando debe, para que lo que no se tenga que ver no sea vea, o mejor: se quede en ese negro blanco o blanco negro. Mucha experiencia detrás de la iluminación de la mano de Gómez-Cornejo. En cuanto a lo de la sastrería es todo para enmarcar: la verdad es que es un lujo ver un ballet así: trajes de aldeana, zíngaros, flamencas antiguas, frac, smoking, trajes de noche, cancán o el impresionante momento, paseo fotográfico, de los trajes tipo Ascot a lo My fair lady que se vieron, amén de los vertiginosos (y casi mágicos) cambios de vestuario de Patricia Gallardo. Verdaderamente monumental. Y eso por no hablar de sombreros.
La Bella Otero de Rubén Olmo, que cierra hasta el año que viene el Festival de Danza de Oviedo, que registró esta edición dos aforos completos, también puede leerse en clave social. Es más, también debe hacerse así. De alguna manera, la obra diagnostica que es imposible vivir del empacho de nada que se dé en exceso, porque el resultado es una pérdida de criterio: una ceguera. Y eso sí que es un problema, porque nos deja sin las gafas de la perspectiva, sólo con las de las consignas; y de consignas solo no vive el pensamiento argumentado y crítico. Por eso, esta Bella Otero, que no siendo nada fue todo, nos alerta sobre la nadería del exceso, sobre esa parte del proceder típico español que se da demasiado a menudo en según qué ámbitos últimamente, algunos demasiado importantes, porque pueden condicionar, cuando no otra cosa, la vida de personas, ciudades y comunidades enteras. Y, por extensión, el arte, eso que decimos que nos faculta y enriquece. La vida de la Otero, a través de la mirada de Rubén Olmo, nos advierte de ello.
Ficha artística y técnica
La Bella Otero (2021)
Ballet Nacional de España (BNE)
Dirección y coreografía: Rubén Olmo.
Dirección musical: Manuel Busto.
Música: Manuel Busto, Alejandro Cruz, Agustín Diassera, Rarefolk, Diego Losada, Víctor Márquez, Pau Vallet y Enrique Bermúdez.
Dramaturgia: Gregor Acuña-Pohl.
Diseño de escenografía: Eduardo Moreno.
Diseño de vestuario: Yaiza Pinillos.
Diseño de iluminación: Juan Gómez-Cornejo.
Diseño de sonido: Luis Castro.
Realización de vestuario: Cornejo.
Calzado: Gallardo.
Utilería de accesorios: Beatriz Nieto.
Peluquería y posticería: Carmela Cristóbal.
Diseño de maquillaje: Otilia Ortiz.
Artista invitada: Patricia Guerrero, bailaora y coreógrafa.
Colaboración especial: Maribel Gallardo, maestra repetidora del BNE.
Elenco: Esther Jurado, Francisco Velasco, Aloña Alonso, Inmaculada Salomón, José Manuel Benítez, Antonio Correderas, Sergio García, Eduardo Martínez, Estela Alonso, Débora Martínez, Miriam Mendoza, Irene Tena, Cristian García, Albert Hernández, Matías López, Carlos Sánchez, Ana Agraz, Cristina Aguilera, Ana Almagro, Sara Arévalo, Pilar Arteseros, Marina Bravo, Merche Burgos, Irene Correa, Patricia Fernández, Yu-Hsien Hsueh, María Martín, Sara Nieto, Noelia Ruiz, Laura Vargas, Vanesa Vento, Sou Jung Youn, Diego Aguilar, Juan Berlanga, Alex Galán, Álvaro Gordillo, Antonio Jiménez, Álvaro Marbán, Adrián Maqueda, Víctor Martín, Alfredo Mérida, Javier Polonio, Pedro Ramírez, Manuel del Río y Sergio Valverde.
Orquesta Oviedo Filarmonía. Director: Manuel Busto.
Músicos flamencos del Ballet Nacional de España.
Músicos invitados: Alejandro Cruz, Agustín Diassera y David “Chupete”.
Agradecimientos: Carmen Solís.
Rubén Olmo: Premio Nacional de Danza en 2015, Premio Max (2014), Zapatilla de Plata de Indanza (2012), Giraldillo de la Bienal de Flamenco de Sevilla (2010) o el Premio de Interpretación de Danza Pilar López (2007). Sus montajes han recibido premios como el Premio de la Crítica del Festival de Jerez (2019) para Horas contigo o el Giraldillo Ciudad de Sevilla (2016) para Toda la vida bailando. Desde septiembre de 2019 Rubén Olmo es el director del Ballet Nacional de España.
Patricia Guerrero: Premio Nacional de Danza 2021, finalista Premios Max 2019 (mejor coreografía), Premio Compás del Cante Joven 2017, Giraldilla al mejor espectáculo en la Bienal de Sevilla 2016.
Maribel Gallardo: Creación del Ballet Folklórico Nacional (Pilar López, 1975), Ballet Nacional 1981 (Antonio Ruiz Soler), primera bailarina (María de Ávila, 1985). Comisión Artística del Ballet Flamenco de Andalucía (2011 ? 2019), Premio Nacional de Danza Cultura Viva (2011). Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes (Gobierno de España, 2021). Medalla del Instituto Universitario de la Danza Alicia Alonso (2022), entre otras distinciones.
Intérprete de numerosos papeles y artista invitada en importantes compañías y jurado de grandes citas y certámenes a lo largo de su carrera. Docente. Maestra repetidora BNE (2002 ? actualidad). Celestina con Adolfo Marsillach, Medea, Bodas de sangre (Antonio Gades, X aniversario Ballet Nacional).
https://balletnacional.mcu.es/
Ballet en dos actos con una duración aproximada de dos horas y cinco minutos, que incluye descanso de 25 minutos. Estreno absoluto el 7 de julio de 2021 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid.
Festival de Danza. Teatro Campoamor, 30 de junio. Oviedo, 2023