La Voz de Asturias

Giselle hace de puente al romanticismo español

Cultura

Yolanda Vázquez

La Compañía Nacional de Danza estrena la primera obra de envergadura de la era Joaquín de Luz y presenta una versión del clásico ambientada en España y en la poesía de Bécquer

19 Dec 2020. Actualizado a las 10:39 h.

La poesía de Gustavo Adolfo Bécquer y la aragonesa sierra del Moncayo son los escenarios por los que transita la nueva Giselle de la Compañía Nacional de Danza (CND), cuarta gran obra de repertorio clásico de la compañía y la puesta de largo de su director actual, Joaquín de Luz. Este 2020, sumido en tiempo-covid, ha condicionado otros modos, otras maneras de vivir y trabajar, y ha instituido, a todos los efectos, su propio itinere. Un camino que, por una parte, ha hecho reventar calendarios y citas culturales, pero que, por otra, ha traído al frente el importante papel que juega el arte y el pensamiento en la labor de intentar protegernos con algo de criterio en esto de la cosa cultural; verdadero refugio seguro, antes, durante y ahora, de muchas de las consecuencias de la pandemia. Sin embargo, tanto cambio y tanto parón hacen que las representaciones estén siendo «una auténtica locura», tal como afirmaba, entre la irritación y la esperanza, un veterano programador asturiano. «No podemos trabajar más allá de tres meses, y eso con suerte».

Con esa suerte y con un trabajo que se las ha tenido que ver con un montaje y ensayos parcelados, mascarilla mediante, es como la CND ha confeccionado una Giselle a la española, que ha conseguido, más que dignamente, hacer aflorar el aura de la evanescencia en el esplendor del allongé, a través de los brazos de la «espectro-willy» encarnada en los huesos y la piel de Giada Rossi. Y eso, pese a la responsabilidad y los nervios que supone un estreno de este calibre, el que tuvo lugar el pasado día 9 en el teatro de la Zarzuela de Madrid. Porque parte de lo que aconteció fue el reposadísimo pincel corporal de alargar el candor del tacto que se mueve justo antes de desaparecer, ese momento en que uno se va a otro lugar cuando ve lo que ve. Y diga lo que se diga, apareció. Pero abordemos, en primer lugar, qué tiene de bueno rehacer una obra como Giselle en tiempo y modo pandémico, en la segunda década del siglo XXI; y, sobre todo, qué nos puede decir hoy un ser preternatural para no desfallecer.

Giselle, el ballets de los ballets por antonomasia, la Hamlet de la danza académica más canónica, ha persistido desde siempre en su propio arquetipo, dejando un tanto fuera, o de lado, el sentido que tiene que un ballet se ajuste a una idea original, o sea, a la escritura, es decir, a la literatura; en este caso a la de un cuento infantil que bebe en primera instancia de las leyendas y el agua como fuente de magia y naturaleza, una idea que De Luz rescata a través del planteamiento dramático de Borja Ortiz de Gondra, amplificado en las pulcras rimas de Bécquer, y ayudado por la proyección de imágenes de ríos, estanques y bosques.

Y es que, en ocasiones, se nos olvida que la danza, incluso la más contemporánea, además de dramaturgia y escritura propias, tiene su origen, muchas veces sin saberlo, en algo escrito (cantado o contado) que tiene más que ver con la idea literaria que con el hecho de dar en danza exactamente; eso viene después: con la contemporaneidad que desde su sí mismo imprima el autor a su propia escritura, sea este del siglo XXI o del siglo XV. Es una idea concreta de espacio-tiempo, de la que deviene después la atemporalidad y, por tanto, la invisible vigencia de la idea en una emoción, y de la emoción en una idea. Esa que, 180 años después, todavía se considera universal: la sabiduría del buen amor siempre es posible. Y de eso, en parte, va este artículo, de ver por qué ahora los cuentos pueden ser más importantes que nunca, al margen de analizar el día del estreno, que tuvo muy buenos momentos, sobre todo en el segundo acto, el del ballet-blanc, en una acertada y española puesta en escena. La verdad, bonito.

El libreto de Giselle, está basado en un cuento-leyenda infantil y fue escrito por Théophile Gautier (1811-1872) y Jules-Henri Vernoy (1799-1875). La obra, como gran ballet, se estrenó en la Ópera de París en junio de 1841, con la gran Carlota Grissi a la cabeza. Al romántico y luego parnasiano Gautier, poeta, novelista dramaturgo, crítico literario y periodista, se le ha considerado precursor del simbolismo y del modernismo. Giselle representó para él un éxito prematuro, pues era prácticamente desconocido como autor, y la buena acogida de la obra hecha danza fue sorpresiva; hasta tal punto, que solo en el siglo XIX se hicieron ya varias versiones de la composición, lo que ayudó, sin duda alguna ?además del danzar en puntas de las bailarinas? a convertir este ballet-cuento en canon y apuntillar, nunca mejor dicho, lo que debía conceptualizarse como ballet-blanc y prima ballerina. Comenzaba así para la historia de la danza, del ballet clásico en este caso, su verdadera modernidad. Así de claro. (Siendo su antecedente más importante y próximo La Sylfide.)

Así que, siguiendo este mismo hilo, el canon como ancestro hunde su raíz ?como no podía ser de otro modo? en la mitología de los bosques y la humedad; una imagen que solemos siempre proyectar como hacia un norte y un adelante. Es curiosa la percepción de esta orientación, porque, inconscientemente, lo frío se sitúa arriba y lo caliente abajo. Algo que si lo pensamos bien, seguimos haciendo porque forma parte de nuestro conocimiento como especie; es el aprendizaje de un emblema ancestral: llueve desde arriba (cielo) y el fuego se hace desde abajo (suelo). Es antropología y memoria, o sea, historia y humanidad. Historia de la Humanidad.

Por lo tanto, tratemos de ver el mito balletístico sin mito, sin princesismo, porque, si solo vemos mito, no vemos la raíz del cuento, que es, aparte el ballet, de lo que se trata. Así pues, seamos sencillos: seamos bosque, seamos árbol, luego seamos rama; analicemos primero el fondo, vale decir, la estructura, y luego la forma de ver el bosque al completo; pero con todas sus individualidades: veamos a la mujer, solo a la mujer, aunque la convirtamos (o no) en un hada o en un ejército de hadas, eso que se representa en el segundo acto de esta gran obra.

La Giselle de la CND ha dado habitáculo a espectros-hada de bosque y su estilismo lo corrobora: tutú largo de muselina sin alitas (y esto es importante, más de lo que parece; se recupera un origen), adornado en el pecho y el talle con apliques verdes en forma de guirnalda de hojas. En la Asturias mitológica, por ejemplo, algo parecido a una ayalga, o a una ninfa del agua (lo del frío Norte). Tiene bastantes similitudes esta versión. No obstante, ayalga es la que guarda un tesoro, la que lo defiende.

Así, siguiendo la pista del cuento, debemos remontarnos a las leyendas medievales germanas, en las cuales se cuenta cómo seres mitad mujer, mitad pez, cantaban a la orilla de los ríos, mientras peinaban sus cabellos con enorme dulzura y belleza, rodeadas de una tenue luz; al menos, así se las representa. Eran como una especie de espíritus elementales, tal como los concibió Heinrich Heine, poeta y ensayista alemán, autor de De L’Allemagne (1835), obra en la que se basó Gautier para elaborar su libreto.

Por eso la Giselle del ballet, en un buen número de versiones, aparece rodeada de un misticismo cromático nebuloso y semiazul, que prepondera el origen del agua como fuente continua de vida y oportunidad. Porque la mujer que habita, ante todo y por encima de todo, en Giselle es un ser que vuelve de otro mundo para recuperar, en el mundo real, el espacio que necesitan otros tras haberlo perdido. Y así lo vio magníficamente, por ejemplo, el coreógrafo anglo-bangladesi Akran Khan, con su propuesta de Giselle en los pies de la bailarina española Tamara Rojo. Aquí la protagonista se convierte en una mujer obrera enfrentada al empresario y al capital, dejando al descubierto a una persona que lucha por aquello que considera lo más justo y verdadero para todos.

Estreno absoluto, estreno mayor

Por eso, y volviendo a la Giselle de Joaquín de Luz: cómo conectar la sencillez de algo en el fondo tan mágico e invisible con el romanticismo español: pues incrustando el nombre de Giselle en la significación de las rimas de Bécquer. El nombre de Giselle proviene de la acepción germana Gisil-hard, que significa «la que es fuerte por la flecha, la que es fuerte como una rama o un palo» (y de aquí viene el bosque), un aspecto que la dramaturgia y el planteamiento escénico de la Giselle de la CND aprovecha para mostrar esa fortaleza sin excesos ni ambages, a través de lo más natural de la tierra: vendimia, vid, raíz. Y dándonos también algo así como una Xisela, que, aunque nombre gallego o asturiano, si se pronuncia átono, es bien nórdico.

El elenco [previsto por la CND para llevar por primera vez a tabla mayor este clásico] estuvo acertado. El primer acto, la vida campestre en la vendimia del Moncayo aragonés, se deja festejar brioso, y los roles más teatralizados insertos en la pantomima del XIX salen y se ven. Presentación de los personajes que principian el argumento para llevarlo después a las rimas de Bécquer y al agua; un sonido perenne en toda la obra. Estupendos estuvieron en su paso a dos, de paisano y paisana, Haruhi Otani y Yanier Gómez. Ella, atinadísima, verdaderamente lograda y muy bien elaborada su intervención, lo mismo que la de su partenaire. Una verdadera delicia. Coqueta estuvo la vendimia con estilo de Kermesse. Los cuadros de chicas y chicos en su sitio, y bueno y justo el encuentro entre Giselle y Albrecht, a cargo de un veterano ya de la CND como es Alessandro Riga.

En el segundo acto, el mejor de los dos, Giada Rossi nos dejó ver su Giselle. Para ser el estreno que era, y ante la variación de las variaciones del ballet de los ballets, la italiana tiró de serenidad y aseguró bien la dificultad. Eso fue así; diga lo que se diga. Inteligencia, profesionalidad y talento; no era nada fácil la papeleta, pues una bailarina, una buena bailarina, en esos momentos puede llegar a sentir en la misma proporción el miedo que la valentía, algo que de vez en cuando conviene decir para que se sepa. Bailar bien no es fácil.

Y lo que todo buen espectador espera, el reencuentro en que se perdona a Albrecht, estuvo bien. Riga es un perfil de bailarín más bien lírico, un aspecto que su pose plantea bien en escena. Ella, con unos brazos y un cuello de impresión (no en vano es la protagonista de la cartelería institucional de la obra), nos dejan en el ensueño del remanso de unos lentísimos port de bras que funcionan como un instante que fía largo la suave levedad de la caricia del querer de una brisa. Algo así, más o menos.

Pero, volviendo al principio, a la idea de universalidad en origen del argumento que hay en todo buen cuento: Giselle, Xisela, es una rama; y una rama que, pese a la intemperie, intenta seguir siendo robusta a la vez que llena de enorme sensibilidad: fuerte y vulnerable. Eso es lo que produce muchas veces la imagen de un árbol, dicen algunos fotógrafos: su potencia en la debilidad. La emoción humana perdurará en tanto en cuanto la sepamos cuidar. Parte de nuestro imaginario colectivo estriba en ello, por mucho que haya cambiado el formato en el que se presenten los cuentos: un ordenador, un móvil o un carísimo reloj de última generación. Es el criterio adulto el que debe conducir el misterio que encierra todavía la majestad de un cuento y saberlo luego trasladar. Si perdemos definitivamente eso, entonces sí que se estará operando un cambio, cuya fuerza en la totalidad ya no podremos superar: el hombre del próximo futuro no puede perder eso. No sería bueno.

Por todo ello, si nuestra Giselle es una fuerte fuente- delicada rama, y aquí entraría también la lectura de lo femenino en su feminismo (y esta es otra historia que debería contarse algún día), es decir, si tenemos una Giselle_rama, y si a la palabra rama le quitamos la “r”, nos quedaría Giselle ama. ¿Y cómo ama Giselle? Pues Giselle ama en cualquier tiempo, en cualquier lugar y para cualquier dimensión.

Y, eso, además de universal: ¿no es moderno?

 

Ficha técnica y artística:

              Giselle

Coreografía original de Jules Perrot y Jean Coralli basada en el libreto de Theophile Gautier y Jules-Henri Vernoy. 1841

 

Coreografía y dirección escénica: Joaquin De Luz

Música: Original de Adolphe-Charles Adam, 1841. (versión de Joaquin De Luz y Óliver Diaz)

Dirección musical: Óliver Diaz

Libreto y dramaturgia: Borja Ortiz de Gondra

Escenografía: Ana Garay

Figurines: Rosa García Andújar

Diseño de iluminación y creación de vídeo: Pedro CHamizo

Voces en off: Pedro Alonso y Ángela Cremonte

Asistentes al coreógrafo: Pino Alosa, Joan Boada y Yoko Taira

Bailarines invitados: Elisa Badenes y Gonzalo García

Ayundante de escenografía: Isi Ponce

Ayudante de vestuario: Lucía Celis

Confección de vestuario: D’Inzillo Sweet Mode

Peluquería: Mª Jesús Reina

Taller de utilería: Carlos del Tronco

Producción de la grabación fonográfica: Fernando Arias (Aria Classica)

 

Elenco de la representación del día 9 de diciembre de 2020

 

Giselle: Giada Rossi

Albrecht: Alessandro Riga

Hilarion: Isaac Montllor

Wilfred: Joan Boada

Berthe: Eva Pérez

Bathilde: Elisabet Biosca

Courland: Toby William Mallitt

Pas de Paysans: Haruhi Otani, Yanier Gómez

Amigas: Laura Pérez Hierro, Daniella Oropesa, Pauline Perraut, Natalia Muñoz Campesinas: Natalia Butragueño, Tamara Juárez, Martina Giuffrida, Helena Balla, Sara Khatiboun, Celia Dávila

Campesinos: Erez Ilan, Íker Rodríguez, Álvaro Madrigal, Shlomi Shlomo Miara, Marcos Montes, Miquel Lozano

Corte chicas: Irene Ureña, Mar Aguiló, Sara Fernández

Corte chicos: Rodrigo Sanz, José Alberto Becerra, Cristian Lardiez

Myrtha: Kayoko Everhart

Moina: Ana María Calderón

Zulma: Haruhi Otani

 

Wilis: Helena Balla, Celia Dávila, Elena Diéguez, Tamara Juárez, Sara Khatiboun, María Muñoz, Clara Maroto, Daniella Oropesa, Natalia Butragueño, Laura Pérez Hierro, Pauline Perraut, Ana Ramos, Irene Ureña, Martina Giuffrida

Albrecht II Acto: Napo Beguiristain

 

Estreno absoluto por la Compañía Nacional de Danza el 9 de diciembre de 2020 en el teatro de la Zarzuela de Madrid.


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