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Cultura

12 Oct 2020. Actualizado a las 05:00 h.
Apostaría un puñado de dólares a que no existe ninguna persona capaz de decir que no ha oído-cantado-silbado alguna vez en su vida una melodía compuesta por uno de estos dos jedis de la música, incluso sin saberlo. Como dos hombres de las estrellas, el poder que ostentan estos verdaderos supermanes para crear melodías perdurables es único, y por eso tienen asegurado un puesto de honor en la historia como dos de los más grandes compositores de nuestro tiempo. Sin duda, ambos ocuparían los lugares más altos de una hipotética lista de Schindler de las artes.
Confieso que no me importaría pasar siete años en el Tibet escuchando y estudiando sus partituras: recordaría la amistad de Malena solo en casa mientras un extraterrestre me cuenta la leyenda del pianista en el océano; buscaría frenético a Sabrina en un bellísimo noviembre de 1941 para decirle aquello de érase una vez en América; viajaría al imperio del sol bajo el síndrome de Stendhal para oír, en canon inverso, las memorias de una geisha; cruzaría el puente sobre Estambul -por las antiguas escaleras- con la misión de encontrar la ciudad de la alegría en la guerra de los mundos; y buscaría la mejor oferta para dar un giro al infierno y escaparme con Lolita bajo una luz prodigiosa...
Y si el paraíso está en un cine, Morricone y Williams son los intocables que nos regalan el secreto poder de su música para morder como tiburones el anzuelo y quedarnos enganchados para siempre a la belleza y a las emociones: esa es su piedra filosofal, ese el genio y el poder de su música.
Mientras John mantiene vivo el espíritu (neo)romántico y fabrica melodías y leifmotivs que nos llevan por vericuetos estéticos marcados por los Wagner, Chaikovsky, Holst, Korngold y otros, Ennio -trompetista en origen, el creyente dudoso- elige un camino más ecléctico: se empapa a la vez de la música popular y de las corrientes más vanguardistas para crear un estilo único y pleno de recursos tímbricos originales que, y esto es un teorema, suena nada más y nada menos que a Morricone.
Por caminos tan distintos como las piezas blancas y negras de un tablero de ajedrez y siempre en primera línea de fuego, los dos consiguen la tan deseada inmortalidad que está al alcance de unos pocos: su música, que se alza por encima de los mortales, perdurará para siempre porque tiene la capacidad de aportar la sensibilidad suficiente para conseguir que el mundo sea un poco mejor.
Una última cosa, por pura formalidad: la entidad de estos creadores y su aportación a la cultura universal hace que el premio compartido se quede corto: en justicia divina (no digamos ya poética) se merecían el premio en solitario, tan solitario como es el oficio del compositor: un Princesa para cada uno sería lo más justo, y aún así seguiríamos estando en deuda eterna con ellos.
Ahora, sin importar si somos buenos, feos o malos, pajaritos o pajarracos, propongo que salgan a la calle silbando para festejar a los premiados. Apostaría otro buen puñado de dólares a que adivino, sin ser Potter, la melodía que tienen en la cabeza...
*Ramón Prada es músico.