Retrato y cantares del Dylan que viene
Cultura
Así se espera que sea el concierto que el músico norteamericano ofrecerá este domingo en el Palacio de Deportes de Gijón, a la vista de sus últimas actuaciones
28 Apr 2019. Actualizado a las 05:00 h.
Un hombre con la soga al cuello. Un hombre que sabe que su tiempo ha pasado; que ha renunciado a entender la locura en torno a él, que nada tiene ya que demostrar y mucho menos que predicar. Un hombre que ha intentado incluso darse esquinazo a sí mismo mientras llega el momento en que la trampilla se abra y tenga que hacer el mutis definitivo. Así es el protagonista de Things have changed, aquella canción de 2009 con la que Bob Dylan se embolsó un Oscar y con la que abrirá casi con total seguridad su concierto de este domingo a las 21,00 horas en el Pabellón de Deportes Adolfo Suárez de Gijón; y así, como el protagonista de la canción que hoy pone como aviso a navegantes en la obertura de sus conciertos, es seguramente en tantas cosas el propio Dylan de 2019: el músico y poeta que puede que ya no esté del todo en su época ni en su mundo, pero que ha encontrado un lugar y un tiempo a su medida en una gira sin fin, la interminable sucesión de escenarios donde sigue emboscándose detrás de un piano y de sus canciones al borde de unos 78 años no mal llevados.
El del domingo en Gijón justo a la hora de los primeros recuentos electorales será para Dylan un bolo más, indistinguible de tantos cientos de otros en ese no-lugar y no-tiempo escénico donde ha elegido refugiarse para rehacer una y otra vez a su santo antojo la parte de su colosal legado que cabe en una hora y cincuenta minutos, aproximadamente. Así lo hizo en los dos conciertos que ya ha ofrecido de ocho que le aguardan en España, el jueves en Pamplona y el viernes en Bilbao. Things have changed fue la primera de una veintena de composiciones que el maestro sirvió sin más comunicación con el público que su propia música. Más vale que así sea, después de ver la bronca que les cayó a sus espectadores en Viena por atreverse a sacar el móvil para intentar capturar el esquivo y aquilino perfil de la leyenda. Mejor que Dylan se limite a desgranar sus canciones con su voz cada vez más abollada -cuándo importó eso- y el piano y la armónica con las que las interpretó, escoltado por la eficiencia de Charlie Sexton (guitarra), Tony Garnier (bajo) Donny Herron (teclados y de todo un poco) y George Receli (batería), una pequeña banda de cómplices a ratos exquisita y a ratos tempestuosa según los cambios de registro de un repertorio en el que, a excepción del acústico y plañidero juglar de guitarra y armónica de los primeros discos, Dylan está repasándose en todas sus encarnaduras: las más eléctricas, las más intimistas, las más agrestes, con momentos realmente estremecedores como el que protagoniza a solas con su piano y el contrabajo para interpretar Don't Think Twice, It's Allright.
Con todo, la estadística del setlist está siendo mucho más estable y complaciente para el fan en esta gira que en las anteriores, cuando el maestro no solo echaba mano de la impresionante bodega de su repertorio sino también de piezas rescatadas de la tradición popular norteamericana, esa especie de Biblioteca del Congreso musical que el de Minessotta se conoce y manosea como pocos, desde el bluegrass o el blues primitivo a las baladas de los grandes crooners, a los que se empeñó en parecerse en su penúltima metamorfosis. Para delicia de la parroquia, Dylan parece haber condescendido a compartir de nuevo en directo algunas de las canciones por las que tanto se le ama: It Ain't Me, Babe o Highway 61 Revisited, Blowin' In The Wind, Like a Rolling Stone, Simple Twist of Fate, It' takes a lot to laugh…- junto a algunas de las más robustas piezas de producción reciente: la de apertura, Scarlet Town, Early Roman Kings, Soon After Midnight… Incluso algunas veladas está repescando canciones como Gotta Serve Somebody, aquella explosión de gospel que el exjudío compuso en sus días en modo cristiano esperando un Juicio Final que Robert Zimmerman tiene ya más que sentenciado a su favor, venga cuando venga. Solo que esta vez no suena gospel en absoluto.
Porque otra cosa es que el respetable vaya a reconocer las interpretaciones. Dylan se toma en serio este último concepto y se versionea a sí mismo sin empacho del mismo modo que otros intérpretes han releído decenas de canciones de su mochila (una de ellas, Adele con un Make you feel my love que su autor ha retomado para esta gira). Si no fuese tan inapropiado para Dylan, la tentación es decir que Dylan se deconstruye: desestructura sus propias canciones, les busca vueltas armónicas inesperadas, las despoja de todo -casi de la música también- para mostrar el meollo de lo que siempre hizo. La pura música de las palabras. Es decir: poesía.
Como David Bowie, Bob Dylan ha sido todos los que ha querido ser y puede permitirse seguir siéndolo. Pero a diferencia de del genio británico, que se catapultó hacia el futuro, hacia el espacio exterior, hacia el agujero negro de Blackstar para ser engullido adonde quiera que finalmente encontrase acomodo, Dylan se ha ido retrayendo desde sí mismo hasta su tierra nutricia, está desandando el camino a los orígenes y arropándose en su tradición como quien vuelve a casa: enterrándose en el suelo del que siempre se alimentó y que él mismo ha fecundado como nadie. Al fin y al cabo, en giras como, más allá de del concepto de versiones originales, de la autoría, sus derechos y sus vanidades, su legado viene a ser ya lo mismo que el folklore del que partió: pura música popular blowed in the wind, cultura sin dueño y a disposición de cualquiera que quiera seguir transmitiéndola, aunque sea a costa de deformarla, retocerle la muñeca y desautorizar a quien compuso aquello. No de otra forma ha ido creciendo y reinventándose cualquier tradición. Es algo de lo que veremos en Gijón de boca del profeta que empezó cantando a tiempos que estaban cambiando y que ha podido comprobar que, en efecto, mucho han llegado a cambiar en 55 años. Aunque no exactamente hacia donde él profetizaba.