La Voz de Asturias

«La vejez en el mundo urbano es un drama»

Cultura

Pablo Batalla Cueto Gijón Antropólogo
Adolfo García Martínez

El antropólogo Adolfo García Martínez acaba de publicar en KRK el manifiesto «Alabanza de aldea», en el que aboga por dignificar y recuperar la vida campesina

02 Feb 2017. Actualizado a las 11:57 h.

El antropólogo estadounidense Jared Diamond escribió hace unos años un ensayo que tituló El mundo hasta ayer y en el que exponía qué cosas podemos y debemos aprender las sociedades urbanas modernas de las prehistóricas aún existentes en las profundidades de Brasil o Nueva Guinea. A Adolfo García Martínez no le hizo falta sumergirse en las selvas de las antípodas para encontrar esa clase de enseñanzas valiosas. Él no practicó el extrañamiento que recomiendan los manuales de etnografía y se quedó en Asturias, donde estrenó su extensa bibliografía en los años setenta con un minucioso trabajo sobre los vaqueiros de alzada. Cuarenta años después, acaba de publicar un librito de poco más de cien páginas, Alabanza de aldea, que ha publicado KRK en su colección de «Cuadernos de pensamiento», y que de alguna manera resume toda su obra. En él aboga por dignificar y recuperar la vida campesina y por una idea de progreso que no consista en arrumbar la tradición, sino en fundirse con ella en un proceso dialógico que no tire, como dicen los ingleses, al niño con el agua sucia.

-Cuando uno se imagina a un antropólogo, se lo imagina sumergido en realidades lejanas como Papúa o el Amazonas. Usted, sin embargo, se quedó en Asturias.

-Sí. Yo estudié en Italia y Francia, y en el año 1971 saqué una plaza de profesor en el antiguo Dahomey, lo que hoy es Benín. Iba a dar clase en un instituto de Kotonou, la capital, mientras preparaba mi tesis sobre un grupo étnico: los iwi, y estaba muy ilusionado. Lo tenía ya todo preparado: trámites, vacunas, etcétera, y el sueldo era muy interesante, con vivienda incluida. Pero al final me tuve que volver a España por circunstancias de la vida y resultó que aquí no tenía nada. Tenía un montón de títulos franceses e italianos, pero no me valían de nada, porque no había equivalencias. Me dije: «¿y ahora qué hago?», y lo que hice fue abandonar mi tesis sobre los iwi y hacerla sobre otro grupo étnico sobre el cual podía investigar sin moverme de Asturias: los vaqueiros de alzada.

-Los manuales de etnografía suelen subrayar la importancia del extrañamiento, es decir, de que el antropólogo tenga lo menos que ver posible con la comunidad que estudia a fin de que sus conclusiones sean rigurosamente imparciales.

-Hoy eso ya está bastante superado. Sí: estudiar una comunidad con la que uno tiene cierta empatía tiene sus problemas. Puedes dar por supuesto y normal algo que en realidad no lo es. Pueden no impactarte cosas que a otro sí impactarían. Pero también hay ventajas: estudiando una realidad próxima, también captas y comprendes mejor determinadas cosas que alguien de fuera puede encontrar incomprensibles y acabar haciendo sobre ellas una interpretación errónea. Yo creo que lo ideal, en realidad, es un equilibrio: estar fuera y a la vez dentro. Es complicado, claro, pero yo creo que es lo ideal. Y en todo caso no hay más remedio que hacerlo así. La historia de la antropología se divide en tres etapas: nace como la ciencia que pretende estudiar las comunidades simples, ágrafas, primitivas, a las que la historia y la sociología habían dejado de lado y vive una primera fase que dura hasta mediados del siglo pasado, cuando los antropólogos occidentales ven que los laboratorios naturales se acaban y vuelven a casa; una segunda en la que se estudian sociedades rurales a caballo entre las primitivas y las industriales y una tercera, en la que se está entrando hoy, en la que, estudiadas ya también esas sociedades rurales, ahora la atención se central las urbanas, algo muy complicado porque es mucho más difícil delimitar, desgajar, el objeto de estudio. Una aldea, una parroquia, es un entorno fácilmente delimitable; un barrio, no. Lo que quiero decir es que de aquellas sociedades prehistóricas y remotas en las que se podía practicar el extrañamiento total ya no queda nada por estudiar; ya se han agotado como objetos de estudio, y con lo que queda por estudiar es inevitable tener un mínimo grado de relación. Pero eso no necesariamente es malo si se aplica el método etnográfico con rigor.

-Acaba de publicar en KRK Alabanza de aldea, un librito escrito -dice su sinopsis- «para comprender qué es hoy un pueblo, para constatar cuánto y cómo han cambiado y, sobre todo, para reivindicar la necesidad por el bien de todos de mantener esa forma de poblamiento y sociabilidad que eran las aldeas y que está casi perdida». En la primera parte expone sucintamente cómo eran las aldeas asturianas hasta los años sesenta.

-Sí. Para poder analizar la situación actual y plantear razones de por qué hay que salvar esto, primero hay que ver de dónde venimos. Si no, no se entiende nada. Hoy uno va a una aldea y entiende poco de lo que ve: hay restos de antes, cosas de ahora... Y eso obliga a ir hacia atrás.

-Usted explica aquellas aldeas como microcosmos en los que lo manso y lo bravo se retroalimentaban.

-Yo uso mucho esos dos conceptos de lo manso y lo bravo, sí. Lo manso era lo antropizado; aquellos terrenos de los que el hombre había eliminado lo bravo, lo salvaje, sirviéndose de las herramientas a su alcance: el arado, la azada, el fuego y el nombre. El nombre era tan importante como lo demás: darle a algo un nombre es una forma de dominarlo. Sucede en todos los campos: una enfermedad, mientras no tiene nombre, es temeraria. En la Biblia, Yavé no quiere dar su nombre: «Soy el que soy». El nombre domina, y antiguamente, cuando se decía «Fulanito conoció a tal mujer», significaba que la había poseído. En la aldea, el paisano avanzaba así, luchando contra lo bravo y dando nombre a aquellos lugares de los que se iba adueñando. Y fue estructurando así un paisaje divisible en círculos concéntricos, tal como yo hago en algún gráfico que incluyo en el libro: un primer círculo de construcciones, uno más grande de tierras de labor, otro de prados, otro de monte común y otro de brañas y puertos. Hoy lo bravo se ha apoderado de todo y ha llegado prácticamente a los cimientos de las casas. Tenemos una homogeneización del paisaje que es poco ideal en todos los sentidos. Antiguamente no era así. El paisaje tradicional era un paisaje verdaderamente diversificado y en el que se daba un equilibrio ecológico perfecto entre especies animales.

-Y fuera de ese conjunto de círculos concéntricos estaba Lo Otro; ese mundo proceloso del que el campesino desconfiaba y al que sólo acudía cuando no tenía más remedio: la ciudad.

-Un mundo con el cual el paisano tenía escasa relación, sí. Allí, las relaciones estaban basadas en la reciprocidad negativa, mientras que la aldea se caracterizaba por la reciprocidad equilibrada: hoy por ti, mañana por mí. Cuando, en la aldea, uno le hacía un favor a alguien, o le prestaba un servicio -un acarreto, ayudarle en la matanza o en las mayadas, apoyarle en una desgracia, etcétera-, el que recibía quedaba en deuda con el que daba, pero era una deuda simbólica: el receptor no tenía que efectuar inmediatamente esa devolución a la que estaba obligado. En la aldea, lo que Marcel Mauss llamaba el contradon no era una obligación inmediata. En la ciudad, sin embargo, sí. El paisano sólo bajaba a la ciudad cuando tenía que inscribir a un hijo para ir a quintas, cuando tenía una enfermedad, cuando tenía que pagar una multa... Eran todo relaciones negativas: se daba sin recibir y lo que se pagaba se pagaba inmediatamente. La base no era el hoy por ti, mañana por mí sino la ganancia, el lucro, la especulación, el engaño... Y cuando el campo fue entrando en crisis, esa forma de relacionarse fue adueñándose de las aldeas: hoy la muyerina a la que, en el pueblo, un vecino le lleva un carro de cucho paga ese servicio al instante y se dan conversaciones como: «¿Cuánto te doy?»; «No, mujer, no me des nada»; «No, no, cóbrame, que luego no sé cuándo te acabo de pagar», etcétera. Esto también se puede ver en las típicas especulaciones que hay con los viejos; esos repartos entre hijos que se hacen hoy: un mes con Fulanita, dos meses con Menganito y uno con Zutanito. Una sociedad así está herida de muerte, sobre todo en esos lugares en los que las instancias administrativas están lejos y donde la providencia de papá Estado no cubre todos los campos.

-Por decirlo en los términos propios de la antropología británica, la fisión se ha impuesto sobre la fusión.

-Efectivamente. Esos términos los acuñaron Meyer Fortes y  Edward Evans-Pritchard en un estudio famoso sobre sociedades africanas publicado en 1940 para referirse a las relaciones internas de los grupos sociales, y yo los utilizo mucho. Benito [García Noriega, editor de KRK] me ha reñido un poco por utilizarlos en este librito, porque dice que son excesivamente técnicos y que la colección de la que forma parte el libro es de divulgación, pero yo creo que son muy útiles y que se entienden bien. Lo que yo trato de explicar en Alabanza de aldea es que ese conjunto de esos círculos concéntricos en los que se puede dividir la sociedad tradicional es también una gradación entre la fusión y la fisión. El círculo más pequeño, el núcleo o átomo en torno al cual gira todo, es la casa, el grupo doméstico. Las casas se estructuran en un pueblo; el pueblo, junto con otros pueblos, forma una parroquia; varias parroquias forman un valle y así sucesivamente. Y cuanto más pequeño es el círculo, más predomina la fusión, la unión, que es absoluta en el seno del grupo doméstico o familiar; mientras que a más grande el círculo, mayor predominio de la fisión, del distanciamiento, de la ruptura, que es total cuando el campesino va a la ciudad.

-En los círculos intermedios, coexisten ambas cosas.

-Sí. En el seno del pueblo, a diferencia de en el de la familia, la fusión es muy fuerte, pero no total. Los habitantes de la aldea comparten muchas cosas, pero no lo comparten todo. Había ciertas cosas que las casas asturianas jamás daban ni vendían a nadie: la manera de hacer el pan, la de guisar el pote, la de manipular la carne… Era algo íntimo que nunca se enajenaba. Esto se da en todas las sociedades humanas: hay muchísimos estudios sobre ello a cargo de Mauss, de Boas, de Malinowski... Es lo que yo llamo guardar para dar: para poder dar algo, tengo que guardar algo, y ese algo es la identidad. En la familia, cuando alguien rompía ese principio fundamental, la mujer de más edad, que era en quien recaía la responsabilidad de vigilar que nadie diera nada -la responsable de la vergüenza, la llamo yo en alguna parte-, lo castigaba muy duramente. Por cierto, en la sociedad actual ha pasado algo muy curioso; toda una inversión de los términos: la fisión se da en el entorno próximo y la fusión en el lejano. Ahora, mediante los medios de comunicación, lo próximo es lo lejano y lo lejano lo próximo. Esto se ve muy bien en una comunidad de vecinos; en lo violento que es hacer un pequeño viaje en ascensor con un vecino. Y lo sufren sobre todo los ancianos cuando sus hijos que están lejos les dan un teléfono móvil. Por más que los llamen todos los días, ellos dicen: «Ya, ya, pero no vienen...».

-Usted nunca habla de campesinos, sino de paisanos.

-Utilizo la palabra paisano, sí, en parte por mi formación francesa. Siempre me ha gustado mucho la palabra paysan, que equivale al contadino italiano, al Bauer alemán y al boer holandés y es algo más que un mero campesino; engloba más cosas. Engloba paisaje, cultura, una determinada visión de la vida y un concepto de bienestar mucho más rico que el actualmente vigente porque parte de un concepto también más rico de lo que es y significa ser hombre. El paisano es un hombre tridimensional que mantiene relaciones armoniosas con su entorno, con los demás y con un mundo de valores y que no se limita a aquello en lo que queremos convertir hoy al hombre, que es un individuo meramente consumista, materialista, satisfecho y que no ve ni vive más allá del presente rabioso; del carpe diem que decían los poetas romanos. Todo eso significa la palabra paisano. Y significa seguir los ritmos de la naturaleza y de la vida; que cada generación tenga su propio espacio en lugar de lo que sucede hoy, donde hay unos que tienen demasiado espacio, los niños, y otros que no tienen ninguno, los viejos. Y significa respeto por la tierra. El paisano respeta a la tierra; tiene miedo de hacerle daño. Hoy miras el paisaje y lo ves lleno de arañazos tremendos: pistas, carreteras, deforestaciones...

-En el libro, usted alude a otra interesantísima dicotomía entre el campo y la vida tradicional, por un lado, y la ciudad y la vida moderna, por otro: la establecida entre tiempo cíclico y tiempo fungible.

-Sí. En las sociedades tradicionales, el tiempo tiene dos versiones. Por un lado hay un tiempo lineal evidente: uno nace, luego es niño, luego adolescente, luego es joven, luego es adulto y luego es viejo. Pero por otro hay un tiempo cíclico que predomina sobre ese otro y que está marcado por los ciclos de la naturaleza. En la naturaleza, a través de los ciclos estacionales y de los de producción de la tierra, todo está naciendo y muriendo constantemente y se nace para morir, pero también se muere para nacer. El invierno siempre da paso a la primavera: el eterno retorno que decía Eliade y del que ya hablaban los antiguos poetas hindúes, y más gente. Cada año uno vuelve a conectar con el principio de la vida, y eso tiene la enorme ventaja de que amortigua considerablemente la angustia que genera el tiempo lineal; la angustia por el paso del tiempo, por el tiempo perdido, por el sueño de detener el tiempo, que es la angustia del hombre de hoy porque el hombre de hoy vive de espaldas a la naturaleza. Los ritmos de la naturaleza se aceleran o detienen a voluntad y ya no marcan la vida humana y social, por lo que el tiempo cíclico ha desaparecido y el predominio del fungible y de la angustia vital que comporta son absolutos. En las sociedades tradicionales, además, la familia era troncal: estaba formada por tres generaciones que convivían juntas, y eso reforzaba aún más ese amortiguamiento de la angustia. Las tres generaciones estaban interconectadas y la generación de más edad, los abuelos, moría naciendo a través de los nietos.

-Otra dicotomía: el saber bricoleur y el ingénieur, términos que toma de El pensamiento salvaje de Lévi-Strauss.

-El saber bricoleur es el saber campesino y se opone al ingénieur, que es el urbano, pero no es menos válido, ni menos digno, ni menos eficiente. Se puede decir sin miedo ninguno a decir una barbaridad, y yo lo digo en el libro, que el campesino posee su propio método científico. El saber campesino no es un saber especializado y no está formulado en el lenguaje en el que se formula la ciencia; no se basa en leyes y fórmulas matemáticas, sino que se transmite oralmente a través de refranes, dichos, mitos e historietas que avalan un determinado comportamiento. Pero no por ello el saber campesino es un saber menos contrastado; al contrario: se fue contrastando a lo largo de generaciones y siglos y aquello que no funcionaba se iba cambiando. Los hombres y las mujeres tradicionales tenían un saber muy, muy amplio. La mujer era panadera, cocinera, charcutera, tejedora, maestra, parturienta, maga... Y el hombre era veterinario, meteorólogo...

-A ese campesino bricoleur, probablemente nadie lo haya retratado tan bien como Miguel Delibes en El disputado voto del señor Cayo: aquel hombre de campo que sorprendía a los urbanitas que iban a visitarle para pedirle el voto para el PSOE en las primeras elecciones democráticas porque sabía hacer literalmente de todo, y del que uno de ellos llegaba a decir que, si hubiera un apocalipsis nuclear, ellos tendrían que correr a postrarse de rodillas delante suyo para pedirle que los salvara.

-Y quizás no tenga que darse una situación tan extrema como un apocalipsis nuclear para correr a pedirle ayuda al señor Cayo. Algunos a los que se tacha de pesimistas, pero que yo creo que tienen mucha razón, ya advierten que probablemente haya que recuperar aquellos saberes en una sociedad como ésta en la que los combustibles fósiles están acabándose y en la que, en consecuencia, la globalización corre serio peligro. Probablemente lleguemos a un punto en el que haya que plantar huertas en los tejados de los edificios de las ciudades o al menos potenciar los huertos periurbanos que ya funcionan en algunos lugares. Benito [García Noriega, editor de KRK], publicó este año un libro precioso de dos franceses, un tal Roudart y un tal Mazoyer, que se titula Historia de las agriculturas del mundo y en el que se llega a decir que el futuro económico y social de la humanidad radica en la agricultura y tiene que tener presentes todas las agriculturas del mundo, incluidas las tercermundistas. Se obtienen muchísimos recursos de una huerta, ¿eh? Yo tengo una casa de pueblo en la que paso medio año y tengo una huerta de la que recojo productos básicos de calidad que duran todo el año y dan para alimentarme a mí y a un hijo que tengo que está casado y tiene chiquillos: patatas, guisantes, alubias, mermeladas... Cuando la globalización se vaya al carajo y ya no podamos importar todas esas cosas del otro extremo del mundo, tendremos que ponernos a aprender a toda prisa todos esos saberes que hoy tiramos por la borda alegremente, imbuidos de una idea profundamente errónea de progreso. Y lo malo es que para entonces quizás ya no queden señores Cayos que nos enseñen y tengamos que empezar de cero. Hoy se está intentando recuperar parte de ese saber que no está escrito en ningún sitio, porque es oral, en algunos campos, como la cocina o la huerta; y hay una cierta vuelta al campo de gente de ciudad que busca la tranquilidad, los productos de calidad y la vida relacional propias de la aldea. Y algunos tratan de vivir de la tierra, pero no saben.

-Los catedráticos de esa ciencia que tan necesaria nos será algún día, hoy agonizan olvidados en deprimentes residencias de ancianos.

-La vejez en el mundo urbano es un drama. Vivimos en una sociedad que prolonga la vida del hombre pero luego no sabe qué hacer con él, porque hay demasiados viejos, porque hay pocos recursos y porque no se diseñan las fórmulas apropiadas. Las residencias urbanas son una cosa terrible. Cuando uno le pregunta a los viejos a dónde quieren ir, siempre te dicen lo mismo: «No, no, yo quiero estar en casa hasta que muera», porque les educaron para que cuando fueran viejos mandarían, serían escuchados y vivirían con los suyos en su casa. El tiempo que les ha tocado vivir es lo contrario: son un estorbo, un paquete que, cuando no es enviado a una residencia, va rotando de casa en casa. Por lo que yo he podido ver en muchos casos, si la residencia está cerca de su pueblo, prefieren ir a ella incluso teniendo la opción de vivir con un hijo en la ciudad. Y yo creo que hay que promocionar ese tipo de pequeñas residencias rurales. En Villanueva de Oscos hay una con doce plazas que está llena desde hace muchísimo tiempo; en Santalla hay otra con diez que lo mismo; la de Belmonte de Miranda, que se abrió hace cuatro o cinco años, tenía treinta plazas, ahora tiene cincuenta o sesenta y está llena. Hay que extender esas minirresidencias por toda Asturias en aquellas villas o cabezas de valle a la que esta gente iba a hacer sus compras y a pasar el rato. Si no residencias, pueden ser centros de día con un transporte diario como el que hay para los niños. Sea como sea, para los alcaldes éste debería ser un tema absolutamente prioritario. En muchos casos tienen el edificio ya hecho: las antiguas escuelas-hogar u otros edificios abandonados que hay por los pueblos. Además, fijar veinte, treinta, cincuenta personas en el pueblo dinamiza muchísimo y da trabajo a la gente de la zona: genera que el taxista tenga trabajo cuando hay visitas, que el que vende carne la venda, que el que vende pan lo venda, que los bares tengan gente, etcétera.

-Hay una dicotomía que rechaza: la que instituciones como la Unesco establecen entre cultura tangible y cultura intangible.

-Sí, sí, eso me pone de muy mala leche. Me parece increíble que la Unesco y tantos investigadores sigan porfiando en esa línea. Hay cultura y punto, no cultura tangible e intangible. Utilizar esa dicotomía es volver a aquello de la cultura material y espiritual, o sea, al principio de la historia, al dualismo teológico de siempre. Igual que la lengua tiene, como decía Saussure, un sistema de signos donde hay y son inextricables una imagen acústica y un concepto, un significante y un significado, en la cultura lo tangible y lo intangible son inseparables; no se puede explicar lo uno sin lo otro. Yo siempre pongo el mismo ejemplo. Pensemos en una herramienta tan prosaica como la pala del pan: un trozo de madera de una sola pieza que hacía el artesano, con un mango largo y una parte plana, y que servía para meter el pan en el horno. ¿Quién la manejaba? Una mujer. ¿Qué mujer? El ama de casa; la nuera todavía no: sabía amasar, pero no amasaba hasta que llegaba a ser ama. ¿Cada cuánto tiempo? Cada quince días más o menos. ¿Qué tocaba esa pala, qué sustancia? El pan, ¿y qué es el pan? La base de la dieta tradicional de las familias asturianas y de muchos otros sitios y un manjar sagrado, porque se comía a todas horas y lo impregnaba todo, lo cual se ve muy bien en refranes que seguimos diciendo hoy, como «ganarse el pan», «año de buen pan», etcétera. Cuando había pan en el suelo, se cogía y se besaba porque era algo de Dios, no se tiraba ni se le daba al perro ni a ningún otro animal. Tampoco se vendía. Sólo lo comía la gente de casa y la vaca cuando paría, porque la vaca no era un animal cualquiera, sino el único que tenía nombre, del que se sabía cuándo había nacido y cuántos partos había tenido y al que se reconocía un determinado carácter: era más o menos mansa, más o menos cariñosa, sufría o no sufría, etcétera. No era un ser sometido a una explotación mercantilista o capitalista, ni se la consideraba sólo por lo que producía o el dinero que daba, y de hecho casi nunca se la sacrificaba en casa: era un tabú. Cuando era vieja se la vendía, pero era algo que se hacía con pesar.

-Eso que tan bien reflejó Clarín en ¡Adiós, Cordera!

-Quizás lo de ¡Adiós, Cordera! sea un poco exagerado, pero sí, algo de eso había. De hecho, el discurso del ecomuseo del Parque Natural de Somiedo expone la evolución de la vida campesina como un proceso por el cual el hombre fue alejándose de la vaca y la vaca pasó de tener una relación muy estrecha con el hombre a convertirse en un bien mueble más. Pues bien, se consideraba que la vaca merecía comer pan porque había colaborado en su cosecha con trabajo y abono y porque era un ser más de la casa. De todas maneras, sólo se le daba cuando paría y no se le daba el mejor pan, sino que se le amasaba una hornada de pan de segunda, tostado. ¿Se utilizaba sólo para meter el pan el horno, la pala? No: como tocaba una sustancia tan sumamente importante, tan sagrada, adquiría propiedades mágico-religiosas, y cuando había una tormenta el ama de casa sacaba la pala del pan y otro instrumento llamado rodaballo con el que se movían las hogazas en el horno y hacía una cruz con ellos a la puerta de casa para espantar la tormenta. Todo eso contiene un soporte tan sumamente sencillo como una pala de pan.

-Separar lo tangible de lo intangible de una pala del pan es como decir que una virgen no es más que un muñeco de madera.

-Claro. Hay que leer el soporte material como un arqueólogo lee o interpreta un resto. Si no, nada tiene sentido. Pero no es así como se funciona en general hoy, lo cual se ve muy bien en los museos etnográficos, donde hay una superabundancia de cultura material pero en cambio una falta absoluta de contenido, de significado, de discurso. Hubo un tiempo en que en Asturias hubo un como sarampión de museos: cada municipio quería tener el suyo, pero se hacían museos que eran meras colecciones de cachivaches, desvanes de cosas viejas, incluidos los de más nombre. No había un estudio de base que organizara aquellas piezas. Yo a Pepe el Ferreiro le tengo veneración y me indigna muchísimo cómo lo liquidaron de mala manera, porque recuerdo cuando me lo encontraba por aquellas comarcas a finales de los sesenta conduciendo un seiscientos con un arado de madera atado encima. En aquellos años en los que el que no quemaba el arado tiraba el hórreo, él tuvo la inspiración de recoger todo aquello y gracias a eso el museo etnográfico de Grandas tiene once mil piezas a la vista y otras once mil escondidas. El noventa por ciento de las piezas que están ahí, están ahí porque se las dieron a Pepe el Ferreiro. Pero Pepe el Ferreiro no dejaba de ser un particular. Al museo de Grandas le faltó y le falta una dirección científica detrás; gente que supiera escoger y organizar las piezas tal como se organizan las palabras para formar un discurso; ponerlas en relación sintagmática en lugar de amontonarlas ahí. El museo tiene que ser capaz de reproducir la vida de la población de la cual es representación. No se puede gastar el dinero en un molino harinero descontextualizado de su campo, que es la cultura del pan. Y piezas, no tiene que haber muchas. Tienen que ser pocas pero capaces de conformar un discurso, un mensaje.

-En su libro cuenta que uno de los principales motivos por los que los pueblos asturianos y su vida tradicional empezaron a decaer fue que en un momento dado las mujeres empezaron a negarse a asumir sus roles tradicionales y a rebelarse contra ellos a través de sus hijas. ¿Cómo se sustanció esa rebelión? ¿Qué hizo a las mujeres darse cuenta de su situación de opresión?

-La familia era el eje de rotación y de traslación de la sociedad campesina. No sólo cumplía sus funciones específicas sino que también absorbía otras: organizaba el trabajo y los recursos, transmitía la propiedad, etcétera. Como decía antes, era troncal, formada por tres generaciones. Y en todo el norte de España y el sur de Francia era patrilocal, es decir, las mujeres venían de fuera; dejaban su familia de origen y se trasladaban a residir a la casa de su familia de procreación, de la que cuando llegaba no conocía nada y a veces ni siquiera a su marido. El matrimonio, hasta los años sesenta o setenta, era una estrategia minuciosamente programada entre las dos casas, no entre los dos cónyuges. La esposa tenía una dote. En África la novia tiene precio y los hombres pagan por casarse, pero en Asturias -como en Galicia, Cantabria, Cataluña, etcétera- era la familia de la novia la que pagaba por casarla. Y ese sistema hacía del matrimonio algo crucial y algo que dos las casas debían programar con cuidado, como dos instituciones. Para esas chicas que se trasladaban de su familia de origen a la de procreación, la vida durante los treinta o cuarenta años siguientes, hasta que la suegra moría y ellas pasaban a ser amas de casa, era muy, muy dura. Esto, cuando se lo cuentas a la gente, parece exagerado, pero que vayan a preguntar a algunas mujeres que aún viven lo que han sufrido. Su función básica era dar hijos a la casa; por lo demás, las tareas que se les encomendaba eran de muy segundo nivel, pesadas y poco prestigiosas; las que no quería hacer nadie. En Asturias, a la nuera se la llamaba la nueva o la otra, lo cual ya dice mucho. Además, se daba una especie de triángulo enormemente conflictivo entre madre, hijo y esposa. El hijo no podía apoyar mucho a su mujer en contra de su madre porque su madre podía influir sobre su padre y que su padre le quitara la manda, y en aquellos tiempos la tierra tenía mucho valor.

-Las mujeres tenían que callarse porque sabían que no ganaban nada no callándose, sino todo lo contrario.

-Claro. Y hasta que pasaban a ser amas de casa cuando la suegra moría, pasaban cuarenta o cincuenta años así. El caso es que esta dinámica funcionó perfectamente bien durante siglos. De arriba abajo venía la vida social; la socialización de todos los miembros de la familia en los modos, valores, etcétera, de la casa, que era un pequeño mundo, un pequeño Mir, con sus propias referencias, su propio ethos. Y de abajo arriba venía la vida biológica; los nacimientos que suplían a los fallecimientos de la primera generación. La primera generación organizaba, la segunda producía y la tercera reponía. Era un sistema que convertía a las mujeres en víctimas estructurales y en sujetos muy marginales, pero era un sistema armonioso, y lo siguió siendo mientras no hubo conciencia de que las cosas pudieran ser de otra manera. Lo que pasó a partir de los años cincuenta y sesenta -las fechas no coinciden en todas partes: en Francia es antes que aquí; en otros lugares más tarde- fue que comenzaron a llegar noticias de nuevas formas de vida al mundo rural a través de emigrantes que volvían, de algún turista que aparecía por allí, de la radio, de la televisión, de la nueva escuela... Y quienes primero pusieron la antena fueron quienes más necesitadas estaban de mejorar su situación: las madres de entonces, que en 1960 tenían en torno a cuarenta años e hijas casaderas. Ellas ya no podían hacer nada por mejorar su situación, pero sí podían mejorar la de sus hijas imbuyendo en ellas el nuevo modelo que emergía y que era imposible de practicar en el mundo rural, que era el de la familia nuclear. En la ciudad la nueva esposa era ama de casa desde el principio y si trabajaba fuera de casa sus opciones ya no estaban limitadas al servicio doméstico, sino que podía aspirar a pasar por la universidad e incorporarse al trabajo profesional aprovechando el camino que habían abierto las mujeres de clase media y media alta. Animadas por esas perspectivas, las mujeres comenzaron a sacar a sus hijas de los pueblos.

-Y entonces el mundo rural entró en crisis.

-Sí, porque las aldeas fueron despoblándose y llenándose de hombres solteros que fueron muriéndose lentamente sin reproducirse, y las viejas casas fueron desapareciendo. Rebelándose contra una situación secular, las mujeres revelaron con uve al mismo tiempo que no eran un elemento tan secundario como parecía, sino uno capaz de hacer entrar a todo aquel mundo en una crisis irrecuperable cuando abdicaba de las tareas que se le asignaban. Pasa también en el mundo urbano: pensemos en los problemas que se generan cuando la mujer dice no a sus tareas reproductivas, domésticas, de cuidados, etcétera. Si todas rechazasen esas tareas que se les obliga a desempeñar, se generaría una crisis tremenda que desbordaría por completo a las instituciones.

-Los hombres, por su parte, fueron sometidos a una intensa propaganda industrialista y comenzaron a dudar seriamente de sí mismos y de su modo de vida; de si ese modo de vida era tan válido como cualquier otro. En el libro alude muchas veces a esa falta de autoestima o de orgullo que aqueja al campesino de hoy.

-Sí, sí. Eso ocurre todavía hoy. Este finde he estado en Oscos y me he quedado asustado en ese sentido. Conocí familias que ahora mismo tienen hijos adolescentes y que veo que, pese a que les va bien y tienen recursos, están educando a esos hijos para que dejen el medio campesino y se vayan a la ciudad. Cuando tienes dinero y aun así educas a tu hijo para que se vaya del lugar en el que lo ganas, el problema no es económico, como sí lo era para los campesinos de otro tiempo, que estaban sometidos a muchas limitaciones y a condiciones muy míseras, sino sociocultural. Estás avergonzado de tu forma de vida. Hubo un proceso de socialización desde fuera perfectamente programado para estigmatizar la vida en el campo. En los pueblos penetró la idea de que cualquier obrero de la ciudad vive mejor que un campesino; que la vida en el campo era una vida de segunda. Yo, en el libro, recojo un texto de Caro Baroja de 1974 que apunta en este sentido.

-Leo: «La idea de que la persona que vive en el campo o en el caserío de la agricultura está en grado de inferioridad material y espiritual con respecto al empleado o al obrero de la ciudad es idea que va generalizándose de un modo alarmante y que puede llegar a tener las peores consecuencias prácticas, pues conduce a la ruina de una región, de una provincia o de un país».

-Eso decía Caro Baroja, sí. Todavía lo ves hoy por los pueblos: el ganadero te sigue diciendo la misma historia de que «aquí estamos los que no valemos para andar por el mundo, los tontos», etcétera. Es tremendo. El campesino contento con su profesión es una rara avis.

-¿Cómo se llevó a cabo ese proceso de socialización negativa?

-Fueron varios factores: el turista que llegaba y deslumbraba al paisano porque iba un mes al año al pueblo a presumir con su coche y sus hijos que estudiaban y su montón de dinero, aunque la mitad era mentira; la televisión, con aquellas películas en las que el campesino iba a la ciudad y cuando llegaba a un paso de cebra guardaba la boina y echaba a correr como alma que lleva el diablo cuando los coches paraban; la nueva Iglesia, la nueva escuela... La escuela de ladrillo rojo, como yo la llamo, fue particularmente importante: el maestro venía de fuera, era un elemento extraño que primero vivía en la escuela pero después ni eso, y hoy la escuela ya no está ni en el pueblo, sino en la villa o ciudad de turno, y el autobús te saca del pueblo y te devuelve al chiquillo todos los días. A la antigua escuela, la familia la vigilaba, la controlaba. Los niños iban allí a aprender cuatro cosas que los de casa no conocían: matemáticas, lengua, historia sagrada y poco más. El grueso de su educación, de su socialización, el chiquillo lo recibía en casa. En un momento dado, eso dejó de ser así. La familia renunció a enseñar a sus hijos el modo de vida campesino y delegó en la escuela la tarea de enseñarles oficios diferentes de los suyos de siempre.

-Los hijos comenzaron a reclamar fines de semana libres, vacaciones y un horario fijo para un trabajo, el rural, imposible de someter a esas condiciones.

-Sí. En el libro incluyo un texto de John Berger que habla justamente de esto en un libro precioso que se titula Puerca tierra. Los campesinos dicen: «Es que el hombre de la ciudad, el obrero, tiene un montón de ventajas: un sueldo fijo, pagas extraordinarias, vacaciones, descansos si está enfermo...». Claro, esto habría que matizarlo mucho: eso de puesto fijo, eso de un buen sueldo, eso de vacaciones... Por otra parte, eso a lo mejor te lo dice uno que tiene doscientas vacas de leche. ¿Qué descanso va a tener? El Tratado de Roma contemplaba potenciar las explotaciones ganaderas familiares, pero las subvenciones acabaron con ese espíritu, porque uno recibe más subvenciones cuanto mayor sea la explotación. Se generaron explotaciones enormes que conllevan muchos perjuicios: no dejan tiempo libre al ganadero, sobre todo las de leche, y no organizan el paisaje, sino que lo deterioran totalmente. En Asturias, allí donde hay una ganadería de leche está todo lleno de purines y de cuchos que no queda espacio para tirar y acaban en cualquier rincón, cuando no en los ríos. Una ganadería equilibrada se hace cargo de los residuos y aprovecha los insumos. Ahora apenas se aprovechan los insumos. Muchas explotaciones estaban mejor en un polígono industrial.

-La máquina también fue un elemento terriblemente disgregador.

-La máquina es un elemento desruralizador, sí. Y se compraron muchas. Tú hoy vas a ver una explotación ganadera a cualquier aldea perdida y si observas con un poco de discernimiento puedes distinguir hasta tres generaciones de máquinas en torno a las edificaciones, a la casa y en los corrales: unas pudriéndose, otras a medio uso y otras más nuevas. Curiosamente, los hombres utilizan en general las más modernas: tractores potentes, empacadoras, devolvedoras, enrolladoras y demás; mientras que las mujeres utilizan las de segunda generación. Las máquinas son hasta machistas. Por otra parte, introducen en el medio campesino esa reciprocidad negativa que antiguamente estaba confinada a la sociedad otra de la ciudad, porque conecta al paisano con el mundo de los bancos y los créditos. Por otra, acaban con las instituciones de ayuda mutua y vuelven a los campesinos individualistas y competitivos. Y por otra, rompen internamente la estructura de la familia. La máquina requiere un nuevo tipo de saber que no está en la tradición. ¿Cómo le explicas a un paisano que anduvo con el carro y demás que a esta rueda le faltan dos kilos de aire, o que hay que cambiar el aceite, o que el embrague no sé qué? Esa ruptura con la tradición hace que una generación se vaya quedando de lado y que otra que antiguamente tenía que esperar todavía un tiempo para convertirse en el eje de la familia adopte el poder antes de lo normal. Además, se generan dinámicas muy nocivas que también ilustra muy bien Berger en otro texto suyo sobre cómo operan las fábricas de maquinaria para vender a los campesinos toda clase de herramientas. En primer lugar, se aseguran de que los campesinos sepan que las máquinas existen. Desde el momento en que los campesinos saben que la máquina existe, dice Berger, el trabajo se vuelve duro y el no tener una máquina hace al padre anticuado a los ojos del hijo, al marido ruin para su esposa y que un vecino parezca pobre ante el otro. Y una vez el campesino se compra el primer tractor, las empresas le dicen: «ahora, para sacarle el máximo rendimiento, tienes que comprar todas estas otras máquinas que lo acompañan». El campesino acaba comprándose una máquina detrás de otra y endeudándose más y más.

-Theuth, dice, le ha ganado la partida a Thamus incluso en el medio rural.

-Lo pongo en una nota a pie de página, sí, porque no me pude contener. Lo de Thamus y Theuth es un diálogo que aparece en el Fedro, de Platón. Theuth es un dios inventor que defiende la tecnología a ultranza: dice que la tecnología lo es todo, que va a solucionarle todos los problemas al hombre, etcétera; y Thamus es el rey de Tebas y un hombre algo más escéptico que dice que la tecnología es muy importante pero siempre que el hombre la utilice con criterio y planificando bien su introducción. Por ejemplo, cuando Theuth le ofrece la escritura, se la alaba diciendo que hará más sabios a los egipcios, pero Thamus duda y replica que los textos escritos generarán una falsa sabiduría, porque inscribirán la sabiduría en algo externo a la persona y no en su alma, como debería ser. 

-Toda tecnología es un Jano bifronte que da lugar a ventajas y a inconvenientes y su introducción tiene que ser el resultado de un proceso dialógico.

-Claro. El problema es que hoy ya no dialogamos con la tecnología; simplemente vamos adoptándola acríticamente y amontonando unas máquinas sobre otras, como los paisanos, porque además cada tecnología resuelve unos problemas pero genera otros que hay que resolver con una nueva tecnología, y así sucesivamente. Llega un momento en que la tecnología ya no está al servicio del hombre, sino al revés: el hombre se ha vuelto esclavo de la tecnología. Theuth le está ganando la partida a Thamus, no cabe duda. Al campo, la tecnología llegó para salvar a los paisanos y ha acabado expulsándolos del pueblo. Y si hablamos de las tecnologías de la información, a mí me entra verdadero pánico. En el mundo de hoy, tenemos tantísima información que nos llega a través de todos los caminos que ya no somos capaces de procesarla ni de discernir lo que es fiable de lo que es manipulación. Mientras uno no haga suya la información, será víctima de ella. 

-La información nos domina en lugar de empoderarnos.

-Sí, nos lleva de un lado a otro como el viento a una hoja caída en el otoño. Otro campo en el que se ven muy bien los perjuicios de la tecnología es la sanidad: la sanidad, con las nuevas tecnologías, ha cambiado totalmente desde el punto de vista ontológico. Ya no se estudia al paciente, sino que se estudia la enfermedad sin tener en consideración en qué cuerpo se encarna esa enfermedad. El médico de hoy no se fía del paciente, sino sólo de las máquinas. Le hace un montón de análisis, luego se los lleva y ya está. Pues bien, en el medio campesino también pasó todo eso. También los paisanos se han vuelto esclavos de una tecnología deshumanizada. ¿Quiero decir con esto que haya que volver al carro de vacas y al fuego bajo? No, no: el progreso es bueno e importante. La tecnología, en términos generales, vino a resolver problemas al hombre y seguirá resolviéndolos. ¿Cómo voy a negar los avances de la tecnología? Sería totalmente estúpido por mi parte. Lo que yo impugno es que queramos solucionarlo todo a base de tecnología. El progreso tiene que ser un proceso dialógico.

-En el libro, usted pone como ejemplo de ese tipo de progreso bien entendido el que vivió Japón durante la era Meiji.

-Sí, porque Japón supo modernizarse sin renunciar a su tradición. La sociedad campesina, como cualquier otra sociedad, tiene que engancharse al progreso, porque si no desaparecerá. La sanidad, la formación de los hijos, el control de la natalidad... Todo eso es progreso del bueno. Pero la sociedad campesina debe adoptar todo protegiendo su núcleo, su identidad, no, como dice el refrán inglés, tirando al niño con el agua sucia. El hombre del campo tiene que renovar y mejorar su cultura con todos los avances del progreso, pero tiene que seguir siendo un hombre del campo, no un hombre de la ciudad que vive en el campo. Sobre esto hay otro libro precioso de un tal James Rebanks que se titula La vida de un pastor. Rebanks es un pastor del norte de Inglaterra, y en el libro cuenta que quiso en cierto modo romper con la tradición que le habían legado su padre y su abuelo, pero que en un momento dado se dio cuenta de que aquello era un error y que la tradición tenía que ser incorporada al progreso de la humanidad desechando sus defectos. La evolución es cambio, pero también continuidad: para eso tenemos un árbol donde están representadas todas las especies, porque todas están emparentadas entre sí. No hay saltos, no hay cortes, no hay enterramientos. Lo que hay es un diálogo entre un emisor y un receptor que da lugar a un resultado enriquecido por lo que dice el emisor y por lo que dice el receptor. Tesis, antítesis, síntesis, no diálogo de besugos.

-También le gusta Austria.

-De Austria me gusta mucho su sistema de cooperativas agrícolas, que es una maravilla. Austria es un país muy parecido al nuestro, montañoso y demás, pero lo que predomina allí son explotaciones mucho más pequeñas de las nuestras y que viven de vender carne y queso directamente, fuera de las grandes cadenas industriales. Allí, el campesino está presente en los tres momentos que sigue el recorrido del producto: en la producción, en la manipulación y en la comercialización, y obtiene ingresos adicionales a través del turismo rural.

-Y también propone Francia como otro de los modelos a seguir.

-Sí. Yo pienso que las dos fórmulas que utilizó Francia para primero frenar la crisis y después lleva gente de vuelta a las aldeas es muy interesante. En Francia, a partir de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, emergieron una serie de investigaciones de mucho nivel sobre la cultura campesina, y los gobiernos se implicaron activamente en el problema. Yo, en el libro, incluyo dos discursos de los años setenta, uno de Pompidou y otro de Giscard d’Estaing, en los que se dice claramente que mantener las aldeas es una necesidad para la sociedad en general y que hay que apoyar al campesino aunque cueste dinero, porque un paisaje deshumanizado y custodiado por guardas será muy guapo pero es un paisaje fúnebre, triste; que la mejor manera de custodiar el paisaje y la montaña son los campesinos y que si no los hubiera incluso habría que traerlos de fuera. Aquí se hizo todo lo contrario. Aquí se sacó a patadas al campesino y al pastor: véase el ejemplo de los Picos de Europa, con ese conservacionismo mal entendido inaugurado por el marqués de Villaviciosa y para el que la mejor manera de conservar Picos era sacar al pastor. ¿Quién fue el autor de ese patrimonio tanto ecológico como cultural, más que el pastor? En España funciona un proteccionismo muy mal entendido. En la cuenca del Esva, por ejemplo, no se permite a los campesinos desviar el agua del río para sus molinos o para regar, y cuando preguntan por qué y les responden que por las truchas, ellos se quedan desconcertados. ¿Cómo que por las truchas? ¡Pero si aquellas presas que nosotros hacíamos eran criaderos de truchas, y además el agua no la bebíamos, sino que regaba el prado y volvía al río llevando comida para las propias truchas! Si no hay campesinos no hay ecología.

-España, ademas, se modernizó especialmente rápido, y bien saben y advierten los antropólogos que las mentalidades son «cárceles de larga duración» y que, como usted explica en Alabanza de aldea, «nuestros modos de ver el mundo son muy persistentes y determinan la conducta humana mucho tiempo después de que las condiciones que dieron lugar a ellos hayan desaparecido». Ese desacompasamiento entre el ritmo de lo económico y el de lo mental provocan a veces terribles desbarajustes.

-Las mentalidades siempre caminan por detrás de los hechos, sí. Tardan en ponerse al día y cuando lo hacen los hechos ya han corrido más allá. Son, como decía Hegel, como el pájaro de Minerva, que sale cuando se pone el sol, y mientras las mentalidades no acompañan a los hechos, éstos tampoco tienen estabilidad. Cuando, además, los hechos avanzan a la velocidad a la que se produjo la transformación económica de España, pues peor todavía. Te pongo un ejemplo. Una vez fui a entrevistar a un ganadero de Tineo que había participado en una cooperativa que había durado quince años pero había acabado fracasando. Le pregunte por qué y me dijo: «Por esto» [Adolfo García Martínez hace el característico gesto de frotarse el pulgar y el índice de la mano derecha encogiendo los demás dedos]. Le digo: «¿Por esto? ¿Qué quieres decir?». Y entonces me dice: «Te pongo un ejemplo, rapaz», y me contó que la cooperativa era lechera y que tenía mucha maquinaria, pero que no se preocupaban de mantenerla en buen estado y las máquinas acababan rompiendo por falta de aceite o cualquier otra cosa. Cuando le pregunté por qué no mantenían la maquinaria, me contestó algo muy revelador: «Porque las máquinas no eran de casa». El campesino asturiano sigue estando profundamente casificado. La casa lo condiciona para pensar en una empresa suya, propia, que compita con la del otro, etcétera, no en una cooperativa; y cuando las máquinas no las pone la casa sino un dinero más aséptico, más impersonal, no las sienten como propias.

-En el libro hace una reflexión muy interesante: «No deja de ser impactante el hecho de que mientras la ciudad está “robando” a los pueblos sus “marcas” de calidad -casero, artesano, tradicional, natural, de leña, de aldea, de corral, de caleya-, el pueblo está consumiendo marcas industriales anunciadas por los medios de comunicación. Esta es una muestra de “la imitación de la imagen invertida del otro”». En uno de esos procesos de deglución tan característicos del capitalismo, la ciudad se ha tragado el campo despojándolo de su identidad y asumiendo y domesticando aquello que tenía de interesante para ella.

-Últimamente ves esas etiquetas por todas partes, sí: huevos de aldea, pan de leña, etcétera. Yo, a las aldeas de Asturias, siempre las conceptúo y las describo como la gran reserva. Primero, en la posguerra, se les pidió productos de primera necesidad para paliar el hambre, y hubo todo un canto de alabanza al campesino que poblaba y repoblaba el interior, con aquellos premios que daba Franco a los que tenían muchos hijos, y que era, con sus valores, la encarnación de la Cruzada franquista y de la nueva España. De pronto, con la llegada del desarrollismo, hizo falta que llenaran las nuevas fábricas y se los sacó del pueblo diciéndoles que la vida en el pueblo era una vida de segunda. Y ahora les pedimos que mantengan un paisaje de calidad y nos proporcionen productos de calidad mientras nosotros les vendemos a ellos productos manufacturados de baja calidad. La nevera campesina de hoy es para escribir un libro. A los campesinos, el capitalismo les ha robado esas marcas de calidad, pero es que les ha robado hasta la lengua. ¿Cuántos coscorrones habrán recibido los niños de antaño cuando hablaban asturiano en la escuela?

-Por decir pitu de caleya podrían perfectamente haber recibido una torta, sí.

-Sí. Y ahora no logras que te hablen en asturiano.

-En Asturias hay todo un conjunto de expresiones que estigmatizan el uso del asturiano y que forman parte de esa falta de autoestima del campesino que comentábamos antes: «hablar fino», «hablar bien», etcétera.

-Sí, ¡hablar bien! ¿Cuántas veces habré escuchado a alguna abuela decirle a su nieto «fala bien, coño» cuando al chaval se le escapaba alguna palabra en asturiano? Hablar asturiano es paleto, es ignorancia, etcétera. Es terrible. Y sigue observándose un curioso contraste: el que habla asturiano porque lo estudió, es cultura, pero el que lo habla porque lo mamó, es ignorancia.

-En el libro dice que los proyectos de regeneración del campo deben hacerse de abajo arriba, no, como es habitual, de arriba abajo, algo que ilustra con cierta fábula oriental sobre un mono y un pez.

-Es una fábula que mencionaba Foster y que me parece muy apropiada, sí: un mono y un pez son arrastrados por una gran riada. El mono logra asirse a una rama y con gran esfuerzo y peligro consigue sacar también al pez, pero, para su sorpresa, el pez le pone mala cara y no se lo agradece. Con la Administración y el campo sucede algo parecido: la Administración llega con un bonito proyecto y dinero y lo pone en marcha sin consultar para nada a los lugareños. Eso siempre será una perversión. Un proyecto tiene que tener por lo menos tres patas: el investigador, el técnico y el nativo. Las tres son fundamentales. La antropología, cuando nació en la segunda mitad del siglo XIX, lo hizo en el contexto de la colonización de África y en cierto modo como auxiliar de la misma. Después se sacudió ese estigma, y bien sacudido está, pero en aquella colaboración con el colonialismo había algo positivo: las potencias coloniales no ponían un proyecto en marcha hasta que los investigadores no comprobaban qué pensaba aquella gente al respecto. Sólo entonces iba el técnico y diseñaba el proyecto. Y después llegaba el dinero. Aquí se hace exactamente al revés. Yo he seguido muchos proyectos de este tipo en el campo asturiano y casi siempre han sido un verdadero desastre.

-El turismo rural le parece un posible dinamizador de esa recuperación del campo a la que aspira, pero advierte de que también encierra peligros y que si es mal gestionado puede acelerar en lugar de detener la crisis del campo. ¿Cuáles son esos peligros? ¿Qué ventajas tiene, en contrapartida, el turismo rural?

-Ventajas tiene muchas. Puede ser una muy buena herramienta para recuperar el campo, y de hecho ya está siéndolo en cierto modo en ciertos sitios. Es un sector potente y sin chimeneas ni humos. Pero hay que potenciarlo bien, no de cualquier manera. El turismo mal entendido puede convertir el campo en un ser sin entrañas y servir tan solo para que degenere aún más y acabemos con lo que nos queda; acelerar el proceso. Primero hay que hacer un buen estudio de lo que tenemos y de lo que queremos ofrecer. Y ese estudio tiene que hablar un doble lenguaje: tiene que, por un lado, hablar hacia dentro, hacia el paisano, que es el primero que ha despreciado su propio patrimonio tirando abajo el hórreo o dejándolo caer o construyendo un garaje de bloques para meter el coche. Y por otro lado tiene que hablar hacia fuera. El turista rural quiere buena información, no cualquier cuento y luego ser estafado en el plato y en la cama. Tiene que haber buenas oficinas de información, tiene que haber buenos itinerarios con guías, etcétera. Y tiene que haber campesinos, porque el atractivo del turismo rural es que haya pueblos habitados, y en consecuencia hay que combinar el fomento del turismo rural con medidas para fijar la población rural. El enfoque tiene que ser holístico. Para el campo no hay soluciones mágicas que salgan de una chistera. Unas cosas tienen que ver con otras y todo está relacionado. Lo que se necesita es una symploké. La situación de la vejez, la de la ganadería, la de la Administración, la de la Comunidad Económica Europea..., todo está o debe estar relacionado.


Comentar