La Voz de Asturias

Lucía Lacarra, el cisne currante

Cultura

Yolanda Vázquez Oviedo
Lucía Lacarra y Marlon Dino en «El lago de los cisnes»Lucía Lacarra y Marlon Dino en «El lago de los cisnes»

La bailarina guipuzcoana, una de las grandes del panorama internacional, ve el arte de la danza como un proceso revitalizador que el bailarín debe actualizar siempre con su faceta de estudiante

31 Dec 2016. Actualizado a las 05:00 h.

«El vestuario que llevo en la maleta es este: el "paso a dos" del Cisne blanco de El Lago de los cisnes, Tres Preludios de Stevenson, Spiral twist de Maliphant y Light rain. Es lo que te puedo ofrecer. ¿Cómo lo ves? ¿Te puede encajar algo?». Así responde últimamente la bailarina española Lucía Lacarra a los programadores y directores de galas de danza de medio mundo cuando la invitan a bailar. Sincera, y según le van saliendo las representaciones, ahora que no es titular en exclusiva de ninguna gran compañía, Lacarra gestiona su nido escénico con metódica exactitud, procurando no dejar nada que desaire la concentración y el nivel de exigencia que se impone cuando va a dar una representación, sea esta China o en Pola de Siero.

En 2015, con cuarenta años, fue madre por primera vez, pero se mantuvo en danza hasta los seis meses de gestación, y a las ocho semanas de dar a luz ya estaba subida de nuevo a un escenario para interpretar el rol de Margarita, el principal, en La dama de las camelias, y cumplir con los compromisos previamente adquiridos. Se llama Lucía Lacarra, tiene 41 años, nació en Zumaia (Guipúzcoa) en 1975 y se gana la vida como bailarina junto a su pareja, el también bailarín Marlon Dino. La biología ha querido dotarla con un cuerpo sobrenatural para el ballet y es, por mérito propio, una de las grandes estrellas de la danza en el mundo, reconocida con un palmarés de premios casi tan asombroso como las cosas que hace cuando baila. El Premio Nijinsky en 2002, el Benois de la Danza 2003 y el Nacional de Danza en 2005 son algunos de sus tesoros.

Así que con una maleta que no excede de los 25 kilos en la cola de facturación, Lacarra se convierte, igual que en los cuentos que representa, en una trabajadora del aire que no desestima ninguna posibilidad de bailar, siempre que sea «para ayudar a los más jóvenes y hacer llegar la magia de la danza y el ballet clásico a todos los lugares que pueda». Y todo eso, haciéndose cargo de una niña de veintiún meses que viaja con ella y con su padre cuando las condiciones y las estancias lo permiten. Algo que no pudo ser a principios del pasado diciembre, cuando la pareja protagonizó la V Gala de Ballet en el Auditorio de Pola de Siero, gracias a los esfuerzos del promotor y bailarín poleso Borja Villa. Una nueva ocasión de verla brillar en uno de sus papeles estrella: el del cisne blanco.

Anatomía de un cisne

Su cisne es un trabajo de hemodinámica, es decir, un trabajo de los mecanismos articulares y circulatorios del cuerpo que permiten, en un momento dado, trasponer al aire lo que se siente siendo ave y no carne femenina. Cuando una bailarina consigue trasladar de lugar al espectador e introducirlo en el encantamiento de un cuento, se puede decir que está ocurriendo algo. El Cisne blanco de Lacarra, su Odette, es de ella; es una transfiguración que realiza al dedillo, sin dudar; desde una poderosísima técnica, la interpreta y, luego, la eleva; es como si ya le perteneciera, está en ella. Es el ave y también la princesa. Probablemente la propia Lacarra haya dejado de percibir que tiene que meterse en el papel de Odette; es algo que sale solo; y además lo hace tan lento, que la suavidad que desprenden sus movimientos puede tocarse. Es de verdad un ave blanca y el espectador lo cree.

Por eso se dice que el bailarín de clásico existe para ilusionar, y esa ilusión se materializa al contemplar cómo brota belleza quieta gracias al vicio por la exactitud que da la técnica. Y esa serenidad para interpretar una coreografía tan totémica como esta sale de no sentir nada, de experimentar ausencia en pleno esfuerzo: mientras se baila, el cuerpo medita sobre la propia danza. De ahí cuelga la belleza que despide sobre el escenario el cisne de Lacarra, Odette Lacarra. Los dibujos de unas extensiones que arrancan desde el developpé nunca tienen prisa, se detienen más arriba de arriba, y cuando el empeine está a punto de coronar una línea infinita, parece que golpea suavemente una invisible campanilla. Así de bien lo dibuja la guipuzcoana y así de claro se ve.

Siendo más científicos y menos artistas, diríamos que es algo así como la aerostática de la flotabilidad. Si pudiéramos apresar la sensación física de ir en globo a no demasiada altura y hacer de la dirección del ingenio un remo de pura sensibilidad, obtendríamos la disposición necesaria para valorar lo que hace una bailarina sobre el escenario cuando le salen plumas. «El del Cisne blanco es el rol por el que siento más apego. No puedo expresarlo de otra manera. Me llena y me vacía por entero cada vez. Es un privilegio ser una princesa encarnada en el cuerpo de un cisne y que sientas que tus uñas ya no son uñas, que han empezado a convertirse en otra cosa…», dice Lacarra, como cifrando su arte en un código.

El exhibicionismo del bailarín actual

A pesar de que las entrevistas telefónicas ahogan mucho los enlaces emocionales y los tonos medios de una conversación, Lacarra no desfallece por eso, pero se muestra preocupada cuando se le pregunta por el exhibicionismo técnico, plano y sin interpretación de algunos bailarines de la escena dancística actual. Una pauta tan famélica como grandilocuente que va a más. «El carácter interpretativo es por lo que yo hago este trabajo, es su sustancia, es el motivo fundamental por el cual salgo al escenario; eso sí, después de haberme preparado muy bien en clase. Siempre siendo respetuosa y concienzuda. Nosotros, los bailarines, no somos gimnastas, ni ejecutores, no entendemos de robótica, somos intérpretes en movimiento y actuamos bailando. Y sí, tiene razón, veo que la parte artística en algunos ballets se está perdiendo, y no se puede olvidar bajo ningún concepto que la danza es un arte, un criterio que no puede perderse de vista», argumenta Lacarra.

-Entonces, ¿qué cree que falla: la preparación humanística del bailarín, el escaso y riguroso estudio del rol, los casi inexistentes estudios en muchos de los que se dedican o (dicen dedicarse) a la danza...?

-Pues creo que un poco de todo. En los ballets de repertorio clásico hay mucho que estudiar, mucho que leer y mucho que razonar. Si uno va a interpretar a Margarita en La Dama de las camelias, tendrá que saber quién es esta mujer, qué hizo, qué se escribió sobre ella. Estudiar como un estudiante. No lo concibo de otra manera, porque es la única forma de poder desarrollar un personaje. La sinceridad en la interpretación de un rol no se puede copiar de otro bailarín. Además, se acaba notando siempre porque resulta falsa. Solo es una mala copia.

-¿Qué son entonces para usted los mitos clásicos en el nicho escénico de hoy?

-Creo, en primer lugar, que los mitos siempre se pueden actualizar, y desde la danza clásica también. Todo radica en la forma de sentir, en la forma en que le das al espectador aquello que ya conoce mostrándolo de otra manera, dándole otro punto de vista. El público siempre entiende cuándo está viendo la verdad, y el poder de sugestión que hay en los propios cuentos es una buena base para que el bailarín de hoy encuentre otras formas de contar con el ánimo de que los grandes ballets clásicos sigan interpretándose de modo realista. Que sean sinceros.

-¿Qué papel le da a la mujer en todo esto? ¿No se anima a coreografiar?

-Me parece importantísimo el papel de la mujer dentro de la danza. En las dos últimas décadas hemos asistido a una pequeña gran revolución en este sentido. Antes las mujeres que creaban se contaban con los dedos de una mano, ahora son muchas las que se dedican a ello y de forma realmente exitosa. Nuestra visión es completamente diferente, entre otras cosas porque la relación con los bailarines ya toma otras medidas, otras maneras… No he tenido la oportunidad de trabajar con ninguna coreógrafa de momento, pero me encantaría.

-¿Tiene alguna idea de lo que le gustaría hacer cuando se retire? ¿Ve el momento de hacerlo?

-Es difícil responder a eso con claridad. Lo que tengo claro es que no quiero batir ningún récord. Y solo sé que cuando no pueda dar físicamente una medida y no pueda trasladar eso a una emoción, entenderé que mi tiempo se está acabando. Gran parte del sostenimiento de un bailarín encima de un escenario obedece al equilibrio que convierte en resultado óptimo el control técnico al lado de la emoción.

-¿Y qué se imagina haciendo?

-Pues me gustaría ayudar a que los jóvenes intérpretes descubrieran el arte de la danza en su dimensión más amplia. Me gustaría poder orientar en el camino de la solvencia técnica y artística a jóvenes promesas y estar detrás del escenario, ayudando, completando... Creo que es donde más podría ayudar. Y me gustaría poder hacerlo en España, claro.

-Eso es estupendo. Y es un papel muy necesario. Puede verse incluso como una especie de apadrinamiento o de manager, ¿no?

-Sí, podría ser algo así. Como una especie de guía.

-Nacho Duato ha anunciado que quiere fijar una Fundación en España que salvaguarde su obra y, de paso, una buena parte del mejor contemporáneo que se ha hecho en España durante decenios. ¿Cómo lo ve?

-Pues creo que es algo de lo más natural. Y de lo más normal. Lo que ocurre es que en nuestro país no estamos acostumbrados a este tipo de iniciativas, que sí se dan sin ningún problema en otros países. Que un autor quiera conservar un legado y que además se trabaje por la danza desde otro ámbito es algo importante y fundamental. Deberíamos incorporarlo al entorno cultural sin cortapisas, y además es una forma de preservar lo creado como fue creado en origen, con todo ese valor, con el valor de la voz del creador.

 


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